Siempre se esfuma lo que se recuerda, porque no es un capital amonedado. Cuando creemos que llegamos al objeto recóndito, escapa de su lugar. Lo que llamamos recuerdo es algo que lo sustituye. Pone en presente un símil impreciso de lo que creemos tener apretado entre los dientes. Allí toda materia se disipa. Parece de mármol pero es de sueño. 

Solo son válidas las recordaciones cuando toleran su mayor desafío, el resurgimiento. Nunca las abarcamos ni visitan completas nuestra vida. Pero una laica resurrección nos lleva a pensar en el pasado como algo nunca totalmente transcurrido. Persiste en presentarse de muchos otros modos. Nunca es el mismo pero es él.

Nada revivirá de aquello superado si no lo rehabilitamos y todo objeto siempre nos desafía en su volver, pues acostumbra a hallarse en estado huidizo. Tomamos un nombre, el de la palabra resistencia. Resistencia política democrática. Quizás haríamos bien en encomendarla a los autores de biografías, de guiones televisivos o los archivistas de turno. Saldrían imágenes de partisanos de la Segunda Guerra Mundial, masas peronistas de los años 60, personajes de todos los tiempos que toman los bosques como retiro y antagonismo con la ciudad. Son enormes las variedades sociales de resistentes. Tratamos de intuirlos a la luz de los hombres y mujeres de nuestro presente. Por momentos, se los puede imaginar en tanto capas del pasado, unas sobre otras, que ahora parecen cobertores inútiles difíciles de imaginar. Pero cada resistente de hoy surge del hilo irregular que une a los miles y miles de resistentes de historias que parecen ya apagadas o antiguas.

¿Hay épocas que ponen fronteras para que algún chispazo del pasado las pueda atravesar? Los melancólicos o los desafiliados de cualquier entusiasmo histórico deberían ser consultados en este caso. Ellos se tientan con el presente absoluto, como una vida en una carpa de oxígeno o en un aeropuerto como alojamiento permanente, gozando de su aire acondicionado. No obstante, el mundo nos es contemporáneo; y en su totalidad, nos lleva a una disyuntiva. Si somos o no somos resistentes. ¿Pero qué clase de resistencia? En principio, a un modo de vida desnutrido, a los gobiernos salidos de tecnologías aprobadas en laboratorio de gestación de creencias y ocupante excluyente de los poros del espacio público.

La resistencia es una proposición contenida en un rechazo íntimo: rechazo a decisiones, lugares y gestos emanados del actual gobierno. La resistencia es un pensamiento refugiado en pliegues velados de la conciencia, donde se sabe distinguir que ahora hay nuevos amos –empresarios financieros y arrepentidos financiados–, con su proyecto de expulsión de toda conciencia social autocentrada. Para ellos solo hay individuos que reciben ventajas, una cloaca o más metros cuadrados de pavimento. El resistente no cuestiona esto; es bueno que haya más gente que esté mejor, aun bajo gobierno que prefabrican individuos,  exacerban prejuicios preexistentes y los lacran con creencias precintadas. 

No obstante, el resistente realiza la suprema tarea de escindir una mejoría real o supuesta, de una cuestión ética. A la primera la aprueba, a la segunda la encumbra aún más. Nunca baja su divisa el resistente. 

Si la resistencia es social, lo es porque el resistente es el que posee la ética que en lo profundo dice “no”. No. Lo dice ante esta situación de violencia real y simbólica. Pero sabe dónde decirlo, y no se pelea con los miles de ciudadanos que han votado habilitando en las urnas esa violencia y la siguen sosteniendo en la ausencia de concebir cómo también los afecta. 

Decir que la resistencia comienza por ser una cuestión ética, ya es una frase resistente. Esta última palabra incluye una actitud ante la conversación cotidiana. Abarca un interés por el mundo social que nos agrede por estar conformado por retorcimientos de lo humano, por la negación de lo individual asociativo y de la razón que regula nuestros silencios y disconformidades. El agravio que disciplina las voces del mundo –es la dialéctica del temor que se recubre de vacua esperanza– es el mundo ante el cual nos disponemos como resistentes. 

No agraviamos. Somos los resistentes, los hombres  y mujeres de la resistencia. Resistimos ante una lluvia de sospechosos peritajes que son una rama de la instauración de creencias embrollonas. La otra son los trolls, que son amos invisibles del lenguaje que destruyen la relación social y la propia lengua común, con sus propios hablantes incluidos.

Resistir es la más alta de las actividades político-culturales, porque el actual gobierno pone como garantía de una deuda fenomenal e infinita, todo un territorio, todo un país, todas sus memorias, sus luchas y su pasado, sus múltiples pasados. En verdad la resistencia es propia de los que no pueden adaptarse a la evolución del mundo fáctico; los no hipotecables, lo no conversos. Los que quieren rescatar las tecnologías de su uso para la coacción y el mero troquel de almas.

Toda la historia del Constitucionalismo moderno implica e impone la resistencia. Las leyes surgen de una resistencia y duran, paradójicamente, porque las resistimos. Corolario: en un país que marcha progresivamente a expulsarse de las leyes, resistir es resistir a esas condiciones de vacío que  crean los dolosos peritajes por ellos instituidos en reemplazo de la ley. No es que apartan a la ley porque sea producto de la vieja burguesía liberal, sino porque no les sirve para la circulación financiera, para eliminar la ontología del trabajo y para reivindicar con “gradualismo” a los asesinos de la pasada dictadura militar.

La resistencia. El silencio es, respecto de ella, una preparación argumental. Del cotidiano más achatado, puede salir el grito repentino del resistente. ¿No será que el amplio refugio de las astillas inertes del pasado, reposan en pensamientos que parecen grises pero que una iluminación puede llevarlos a la expresión heroica? 

Se dice del resistir que cuaja más bien cuando los tiempos son sombríos, como éstos de ahora. Pero quien supone gestar en sí un sentimiento resistente aun cuando las cosas derramen sus consensos y complacencias, no le será novedoso reconstituir el saber de la resistencia en medio de una época ingrata. Ella sí nos reclama, nos golpea. El poder anulatorio que va teniendo una fuerza irresponsable, sin territorio ni conciencia abierta a la variedad de la historia –es que ellos son patrones–, sus cancelaciones de aquello a lo que nadie dudó durante décadas de que se tenía derecho, su modo de obturar posibilidades existenciales –a jubilados, trabajadores, estudiantes, ya se sabe–, todo ello merece resistencia. 

No me apresuro a decir lo obvio, que esta es una resistencia democrática, porque en principio ocurre en el lugar de la lengua, más circunscripto e íntimo, aunque todo lo envuelva el cada vez más estrecho espacio público, cuyo resto de democracia hay que rescatar. 

El mito es apreciable como pensamiento de auxilio, es lo que tenemos a nuestras espaldas como mochila borrosa y dejamos de percibirlo cuándo piensa por nosotros. Pero no todos los mitos sustituyen nuestra calidad de personas y son fabricados en gabinetes de especialistas para asombro de las multitudes desposeídas, implantados a través de imantaciones, por medio de la señorita del noticiero con sus mohines ante millones de seres angustiados con ansias de fabulación; o bien, por el locutor canchero que ensayando voces que salen de un maderamen hueco, transita por obviedades que no precisa de cartapacios leguleyos para que sepamos que lo está juzgando todo, en última instancia y sin apelación alguna. 

Nos preparan cadalsos personales, nos ven como meritocráticos solo aptos para la penitenciaría. Por eso el resistente es un analista de mitos, conector de personas en red, refutador ingenioso en la somnolencia de la cabina del taxi, no siembra desesperanza, expone los cañamazos que se adecuan a cada desafío, uno para quien dice “esto es una democracia de derecha” otro para el que con la misma disposición proclama “el fin definitivo de una época”. Lo que más le interesa al resistente –ya que su tarea comienza en el seno de la resquebrajada lengua nacional–, es la de analizar los mitos con los que organizaron ellos su consenso popular, la multiplicación de voces ya estampilladas por el Ministerio de Modernización y Trollización. Por eso el resistente también actúa en las tinieblas de la secreta garganta que fabrica modos de vida, palabras, refutaciones, allí donde en las babas del diablo se alojan las figuras de los comunicadores que piensan que los periodistas echados, sufrieron esa cruel decisión pues no encontraron una buena patronal. 

El resistente, en fin, es un ciudadano con una memoria que lo lleva y lo trae, que piensa en sí mismo para pensar en cómo se fue desfigurando el país, eso otro de sí que le devuelve su imagen bajo otras gesticulaciones. Lo comprueba y lo dice a los de su confianza, porque él es un pequeño locutorio ambulante, un antropólogo del presente que también sabe de su papel para estimular a los dirigentes. A los que no fueron adormecidos por el macrismo, a los sindicalistas que deben recrear otra vez la CGT, pues ésta se halla totalmente sonambulizada por el gobierno, a los militantes nuevos y a los anteriores, a veces cómodos en su rito ya consumado. El resistente es el trabajador social de la memoria ciudadana, el operario que resguarda en su interior la cifra apenas audible de voces solicitantes, el militante que se amparó en la falda y vegetariano o no, se alimenta en Huerta Grande.