“Cacique nuestro cortaron cabeza”, contaba el indio Alsina. Nunca nadie supo su nombre real, porque nunca lo dijo en voz alta. Había nacido en la llanura pampeana en el siglo XIX y fue obligado a servir al ejército para luchar contra sus propios hermanos.

Cautivo de joven, lo bautizaron Adolfo Alsina por el entonces ministro de Guerra y Marina. A sus padres también les había tocado el bautismo y fueron llamados Adolfo Arece y Beatriz Adolfo, también para rendirle honores al ministro.

En 1864, siendo un joven prisionero, lo trasladaron a Buenos Aires. Arrancaba la guerra del Paraguay y lo mandaron al norte para pelear por un territorio que tampoco le pertenecía. Esa fue la primera vez que tuvo un arma en sus manos. Había quedado sin cacique y sin tribu.

Adolfo Alsina, el ministro, es hasta hoy recordado por crear una zanja como sistema defensivo de la frontera. La trinchera tenía dos metros de profundidad y tres de ancho, y estaba ubicada en territorio de las Primeras Naciones. Junto con el telégrafo, servía para vigilar el "desierto" a lo largo de la frontera. Era también un monitoreo de lo que acontecía tierra adentro, para ejercer el dominio en un territorio habitado por cientos de tribus nómades.

En su mensaje al Congreso en 1875, Alsina expuso su pensamiento abiertamente. Su plan de avanzar en la etapa final hacia el río Negro en la “cruzada contra la barbarie“ era para conseguir que los moradores del desierto aceptaran "por el rigor o por la templanza" los beneficios que la civilización les ofrecía. Un proyecto de progreso por la fuerza, con poblados listos para agredir, con fuertes y gente armada que obligara a las tribus a retirarse bien lejos. Tanto, que tuvieran que implorar la paz por la pérdida de libertad para obtener elementos indispensables para la vida. 

En una palabra, un siniestro plan para regular el nomadismo y limitarlo a un pequeño pedazo de tierra infértil donde las tribus necesitaran de la caridad de los blancos hasta verse rendidos al servicio de la civilización.

Soldado por la fuerza, el indio Alsina tuvo que pelear contra Namuncurá y Catriel en la zona de Carhué. Vio morir muchos de sus hermanos y también a su padre en Buenos Aires. En 1877 la soldadesca estaba provista de armas para el combate a corta distancia y corazas para evitar las heridas de lanza. Él se jactaba de no tener un solo rasguño producido por sus guerras.

En su historial de combate había servido a las órdenes del coronel Manuel J. Campos, de Francisco B. Bosch en el frente de la guerra con el Paraguay. Hasta lo mandaron a pelear en la campaña roquista, a las órdenes del capitán Vargas en el noroeste bonaerense, yendo tras las huellas de Pincén.

Pero cuando pasó los cincuenta años, el Estado lo declaró inservible para la milicia y el indio Adolfo quedó fuera de combate, pero también fuera de toda sociedad “civilizada”. En total desamparo. El deseo de su "padrino" ministro se hacía realidad: ver al derrotado deambulando sin rumbo y sin toldo.

Tirado a la vida, fue a parar de peón a las afueras de un pueblo recién fundado en Santa Fe llamado Serodino. En 1886 este pequeño grupo de casas recibía lo que quedaba de Alsina, convertido en mendigo. Trabajando a cambio de comida, fue domador, hombreador de bolsas, harador, hachero. Quien necesitara un peón para explotar, ahí lo tenía.

Las madres de Serodino asustaban a sus niños diciendo que iban a llamar al hombre de la bolsa si no hacían caso. Cuando los chicos veían venir a Alsina, ya setentón, corrían a esconderse. Le tenían miedo, excepto una mujercita muy pequeña que se llamaba Angelita Dalera. Ella lo miraba con compasión y siempre le pedía a su madre que le diera un trozo de pan a ese pobre hombre que caminaba solo, cargando una bolsa  al hombro.

Cuando esta niña creció, se casó con don Pedro Cámpora. Generosa, una tarde le pidió a su marido alojar en su casa al indio Alsina que para entonces tenía ochenta años y seguía con una vitalidad admirable. Le asignaron en su hogar una habitación, ropa limpia y comida en familia.

El indio Alsina tenía fuerzas en sus brazos y como se sentía en deuda, en todo momento se ofrecía a realizar tareas hogareñas, como mantener el leñero lleno de troncos partidos o emprolijar el jardín, entre otras cosas. Alsina nunca quiso decir su verdadero nombre y siempre había agradecido al hombre que lo había "apadrinado" por perdonarle la vida. Aunque siempre recordaba grandes matanzas, entre las cuales una se había llevado la vida de sus padres.

Pero había algo que lo conmovía hasta las lágrimas a este guerrero de las pampas, salido de la tribu de Yanguelén. Era el emblema nacional, el celeste y blanco que conocía y que había tenido que defender para zafar de los fusilamientos. Cuando alguien lograba sacarle una palabra, él hablaba un poco en mapuzungún y algo en mal castellano. Lo escucharon recordar en voz alta episodios de la historia oculta sobre las Primeras Naciones y su supervivencia. Angela Dalera lo admiraba mucho y lo presentaba como un héroe nacional. Un día, don Cámpora le puso en las manos una pequeña escarapela y Alsina cerró el puño y alzó la mirada al wenú, al cielo celeste, pronunciando algo en su lengua. 

Un día de 1947, Adolfo Alsina, apodado el indio, cerró los ojos para siempre. Su edad se estimaba en ciento seis años.