“En el avión de Londres a Buenos Aires vi la película El código enigma, con Benedict Cumberbatch. Es la historia de Alan Turing, un criptógrafo que era bisexual, como mi padre. Cuando se descubre que él es homosexual, se lo condena a tomar unas medicinas. Cuando vi eso casi me desmayo”, contó Vanessa Redgrave en su diálogo público en Buenos Aires, y después de decirlo chequea que la traductora se haya acordado de incluir el detalle de la bisexualidad de su padre, Michael Redgrave. La condena médica a Turing, para tratar de castrarlo químicamente, borrando su deseo desviado, ocurrió poco después de la Segunda Guerra Mundial, y podría haber sido el mismo método aplicado a su padre durante la infancia de Vanessa. Y no solo su padre fue bisexual, sino también su primer marido, el director de teatro y cine Tony Richardson, por lo que el desmayo enunciado no parece para nada una exageración, sino la forma en que el cuerpo de la actriz inglesa responde a la amenaza cercana del disciplinamiento de la libertad sexual. Porque como pocas, Vanessa Redgrave aprovechó el linaje de familia de actores para, a fuerza de sensibilidad heredada y adquirida, ponerle el cuerpo para expandir las formas libertarias del ser en el mundo, en transformaciones dentro y fuera de la pantalla. En una prolífica carrera en teatro, cine y televisión, sus performances siempre parecieron acelerar todo lo sofisticado del teatro inglés potenciado por una íntima tradición familiar sobre las tablas y delante de cámara, que también incluía a Rachel Kempson, matriarca de una dinastía actoral.

Renée y Vanessa

Aunque bastante eclipsada, la mayor transformación de Redgrave fue la que encarnó en Segundo servicio (1986), película basada en el libro autobiográfico de Renée Richards, una doctora y tenista trans que narra con frontalidad toda su vida como varón y como mujer trans, incluyendo su propia transición. En la mayor parte de la película Redgrave encarna a Richard Radley, un médico que llegó al puesto 100 de los mejores tenistas, que se debate desde la infancia sobre la posibilidad de  vivir socialmente su deseo de una identidad de género femenina, enfrentando a los discursos disciplinarios de su época, principalmente el psicoanálisis. Hasta esos momentos las películas no se proponían recuperar la voz de una mujer trans real. Y menos de una que había tenido una carrera exitosa como tenista, llegando a ser la entrenadora de Martina Navratilova. La caracterización de Redgrave es sorprendente. Sin mucho maquillaje puede construir una masculinidad sin teatralidad ni clisés; pero también el impacto de su personaje es que su versión varón es la viva imagen de su padre en la juventud, que justo había fallecido un año antes del estreno de la película. En el momento de abordar la filmación a mitad de los 80, Redgrave confesó que no sabía nada sobre transexualidad, y reconoce que esa ignorancia tenía que ver con el lavado de cerebro que te hace la sociedad. Y a partir de conocer la biografía de Renée Richards pudo darse cuenta de la “infinita diversidad del ser humano”. Injustamente, Segundo servicio no es una de las películas más destacadas a la hora de referirse a la carrera de Redgrave, tal vez sea porque no tiene la magnitud del cine por ser una producción hecha específicamente para TV, pero más seguro es que su invisibilidad puede tener que ver con la transfobia, que no puede aceptar que se celebre una mirada positiva, incluso luminosa, de una vida trans. 

Susurros queer

Al año siguiente, Redgrave sería Peggy Ramsay, amiga del dramaturgo gay Joe Orton en los 60, y quien encontraría los diarios que habilitarían el relato de Susurros en tus oídos, la película donde Stephan Frears convoca a Gary Oldman y Alfred Molina para encarnar la pareja queer más incorrecta de la década del 80. Cómplice otra vez de hacer visible historias reales en la pantalla que desafían en heterosexismo y las convenciones sociales para pensar la diversidad sexual, Redgrave vuelve a los sesenta donde estalló en popularidad cinéfila a partir de Blow-Up de Michelangelo Antonioni, con su retrato de chica inmersa en la fiebre del Swinging London, del espíritu de amor libre que encontraba una veta entre frívola & fashion, entre happening & dark. Redgrave convertida en ícono al cuadrado por una doble cámara, la de la ficción y la real. 

Paredes lesbianas

Y fue en el inicio del nuevo milenio, cuando tuvo la oportunidad de hacer casi una precuela de todo aquello que afines de los sesenta estalló, y que Blow-Up representó tan bien, pero que apenas unos años antes era pura asfixia. En Si las pareces hablaran 2, tres historias centradas en parejas lesbianas en distintas décadas y en una misma casa, el punto de partida es “1961”, un episodio que transcurre justo en el año de estreno de The Children’s Hour, aquella trágica película protagonizada por Audrey Hepburn y Shirley MacLaine, martirizadas por lesbianas. En una vuelta de tuerca del cuento de la lesbiana que muere como clausura moral del relato, el primer segmento de Si las pareces hablaran 2 traza una historia de la lesbofobia de aquella época, donde la moral de la mitad del siglo XX oprime incluso un amor entre mujeres que había durado más de treinta años. En la primera escena, dentro del cine, la pareja de mujeres ni siquiera puede tomarse de la mano en la oscuridad de la sala sin ser molestada por un grupo de jóvenes. La película fue hecha para televisión, con un presupuesto acotado, porque el cine del incipiente siglo XXI todavía no estaba preparado para desarticular la lesbofobia. Y por ese papel de viuda lesbiana, Vanessa Redgrave ganó en 2001 el Emmy y el Globo de Oro, entre otros premios, como síntesis de todo un camino transitado que la habían convertido en un ícono de la defensa de la diversidad sexual y de género en la cultura popular. Como ya lo había demostrado en su unión con James Ivory & Ruth Prawer Jhabvala, pareja creativa de director y guionista, primero con Los bostonianas, donde adaptaban al escritor queer Henry James; y luego con La mansión Howards, del novelista gay E.M. Forster. Si eso no alcanzaba, junto a su hermana Lynn Redgrave, se atrevieron a protagonizar una remake de ¿Qué pasó con Baby Jane?, clásico de culto camp que habían protagonizado Joan Crawford y Bette Davis. 

Sin tierra

La última transformación de Vanessa Redgrave es haberse convertido, a los 80 años, en directora con el documental Sea Sorrow, que despliega la situación de las personas refugiadas en el mundo actual. El título de su debut deriva del texto shakespeareano de La Tempestad, encontrando en el personaje de Próspero una representación de un refugiado, una lectura a partir de la cual Redgrave sigue sosteniendo a la actuación como un compromiso político. Las personas que se ven obligadas a pedir asilo político, a la inmigración forzada o la huida de sus países de origen por cuestiones relacionadas a la orientación sexual o identidad de género también se consideran personas refugiadas, por lo tanto todo el activismo actual de Redgrave también ilumina parte de esta problemática, bastante invisibilizada. Embajadora mundial de UNICEF, Redgrave desarrolla una visión crítica de las leyes que obligan a deportar a Turquía a quienes piden refugio en Europa, y estuvo en Buenos Aires investigando las formas que asumen las políticas migratorias en la región frente al fenómeno mundial de las personas refugiadas, conociendo el programa con refugiados sirios que realiza el British Council en Argentina. Redgrave dice querer dedicarle “las últimas horas, días, meses, años de su vida al tema de las personas refugiadas”, habiendo vivido esa situación en su niñez, cuando entre los tres y cuatro años, durante la Segunda Guerra Mundial, ella misma vivió como tal.