El padre entra al restaurante vociferando.

-¡Cómo se te ocurre hacer esto sin consultarme, con todo lo que gastamos en el entierro!

El restaurante es todo de color naranja, porque el color naranja es la alegría en la teoría del color o algo parecido. De la misma clínica le recomendaron que fueran a ese restaurante en cuanto salieran, para recuperar fuerzas. La madre y las dos hijas están sentadas a la mesa, en fila, una al lado de la otra. La madre come despacio, mirando cada bocado antes de llevárselo a la boca con la punta de los dedos. Es una mujer joven, lo que hoy se llama una mujer joven, setenta años, y parece de cincuenta. Fue de esas mujeres con una piel privilegiada: apenas si tenía una u otra arruga de expresión con la edad. La madre no mira al padre a los ojos.

-¿Qué querías que hiciera? -grita la hija mayor.

-Estás loca – la insulta el padre.

-¿Hubieras preferido que siguiera muerta?

Ahora sí, la madre pone sus ojos en el padre, expectante.

-Vos y tu hermana están locas -insiste el padre.

-Yo no hice nada – se ataja la hermana menor. -Fue idea de ella.

-Vos estuviste de acuerdo.

-Se trataba de mamá, ¿qué esperabas que te diga? Pero la idea fue tuya -se defiende la menor.

La mayor le echa una mirada de rabia, cuidando seguir teniendo a la madre abrazada por los hombros, mientras come. Toda la vida se la pasó repitiendo lo mismo, piensa la hermana mayor, pero calla. El padre se resiste a tomar asiento frente a la mujer que trajeron de la muerte, que fue su compañera de toda la vida, y a la que hasta hacía dos semanas atrás estaba llorando.

-No la vamos a poder tener… -resopla el padre, con el pecho agitado.

-Papá -pide la mayor.

La madre en ese instante tose y la mayor le habla con claridad y calma:

-Respirá tranquila, mamá, y tragá despacio. Respirá, eso. No te vas a morir de nuevo.

-No la podemos conservar…

La madre hace el gesto de hablar.

-No hables, mamá.

-Gilberto … -pronuncia la madre.

La voz de la madre es monocorde, aunque las dos hijas interpretan las tres sílabas que acaba de pronunciar como una súplica. No es la voz que la madre tenía en vida y fue apagándose en un grito en una muerte súbita que no llegó a traspasar las paredes de su habitación. Ese fue el diagnóstico del forense: muerte súbita, aunque hacía unos pocos días se había hecho un electrocardiograma y estaba bien, sana. También había visitado al médico de los pulmones y le había diagnosticado que estaba diez puntos. Esa fue la expresión con que ella comunicó a su familia el diagnóstico a su familia: “Estoy diez puntos”. La madre en su última hora había estado leyendo una obra de Calderón, No hay burlas con el amor, porque quería actuarla y como cada vez que leía a Calderón se quedaba dormida, el padre, el marido tardó en comprender que su esposa no estaba dormida, sino que había fallecido.

-Está el collar de esmeraldas de mamá; ella siempre decía que con ese collar se podía pagar una casa en la playa -informó la hija mayor.

-Está la pulsera de esmeraldas – acotó la mayor.

-La pulsera se la regaló a mi hija cuando cumplió los quince años -explicó la mayor.

-Bueno, que la devuelva por amor a su abuela y la vendemos también. Todo ese dinero junto alcanzará para pagar la clínica.

-No sería justo que mi hija devuelva un regalo que le hizo su abuela.

-No seas perra, Paula -la regañó la hija menor.

-Si no fuera por mí, mamá estaría todavía en la tumba.

La madre inspiró todo el aire que tenía alrededor y balbuceó con un hilo de voz:

-El collar de esmeraldas se vendió. Lo vendió él, papá.

Las dos hijas se dirigieron furiosas a su padre:

-¿Cómo que lo vendiste?

La madre hizo un gesto, alzando la mano, que había hecho toda su vida para detener una pelea familiar. Estaba ahí sentada como un espárrago o alguna otra verdura en exhibición en la verdulería de Rolo. Había intentado concentrarse en las palpitaciones de su corazón, pero no las sentía. Tal vez había vuelto a la vida sin corazón, con alguna otra… Ella había oído hablar de estos tratamientos post mortem, pero nunca se había imaginado que sus hijas se lo iban a aplicar a ella. Además, ella nunca había querido tener hijas: la primera fue producto de una intoxicación con anticonceptivos y hasta se tiró de una escalera para perderla, aunque no funcionó. Con la segunda, apenas quedó, creyó que tenía una infección renal y para cuando descubrió que se trataba de un embarazo, ya estaba de cinco meses. La madre lo único que había querido en toda su vida era ser actriz, y una actriz se la apaña mejor sola que con dos hijas.

-Lo vendí para la producción de Calderón -largó el padre.

-Pero mamá se murió antes de ponerla en escena -reflexionó la mayor -seguro podés recuperar algo.

-Con esa plata pagué el seguro del teatro, al escenógrafo, el vestuarista, les adelanté el sueldo a los actores que siempre están muertos de hambre, cómo los odio. Iba a ser una gran producción de teatro clásico español, en verso, en Buenos Aires. Aquí nadie hace teatro en verso; todos tienen el vicio del Método Strasberg. Nosotros, tu madre y yo, lo íbamos a imponer. Después ella se quedó dormida, partió… Me dejó solo -el padre habló con lágrimas en los ojos. Las hijas dudaron acerca de si actuaba o de verdad sentía todo lo que estaba diciendo, la pena.

Las hijas se mordieron los labios; era un gesto de la madre que habían heredado.

-Van a tener que devolverla.

-Ay no -aulló la mayor.

-Mami -susurró la menor adelantando su rostro para que la madre la viera -hicimos todo lo posible.

-Vos no hiciste nada -le reprochó la mayor.

La madre asintió y después de la última papa frita la regresaron a la clínica.

Mientras salían las tres a paso lento del restaurante la hija mayor le gritó a su padre:

-Lo menos que podés hacer ahora por ella es encargarle otra misa de réquiem.