Aby Warburg persiguió durante toda su vida un arte -una ciencia, mejor- cuyo nombre era también el lema de su biblioteca: el Mnemosyne. Quería significar con él, un conjunto de sensaciones que producen las imágenes, desde su carga primitiva hasta la maduración en signos, un estado intermedio entre impresiones y pensamiento. No es el propósito ahondar en la teoría, bastaría servirse de ese concepto para tratar de los símbolos que vienen con las cosas, de las imágenes- objeto.

Un libro puede ser un mnemosyne y fundar no sólo la evocación de la lectura, sino también ser el medio para encontrar la explicación de alguna huella del presente.

De la biblioteca que formó mi madre no ha sobrevivido mucho, casi nada. Alguna vez escribí acerca de ella. Era un gabinete cuya última locación fue un mueble empotrado en una pared detrás de dos puertas blancas, como una enorme urna. Ese panteón albergaba textos didácticos y una serie de libros salvados de la destrucción masiva que ordenó la “Revolución Libertadora”. Hoy, acomodando libros en mi biblioteca, apareció uno que leí muchas veces en mi niñez, en las horas interminables de la siesta. Se trata de ROBIN HOOD, publicado por Peuser en la primera quincena de 1952, según reza la nota editorial ubicada en la última de las páginas amarillentas que huelen como huelen los libros viejos: a vainilla y almendras. El volumen está ilustrado por Manuel Ugarte, aquel dibujante que hizo, por la misma época, la trama gráfica de la sección “Nuestra Historia” para la revista “Billiken”.

Ese libro fue compañero de otros que mi madre donó en vida, justamente aquellos que salvó y conservó, textos que hablaban de la Historia con una perspectiva revolucionaria. Su presencia entre ellos, en aquel mueble, no tiene nada de extraño. Formaría un montaje donde la ciencia, la educación, la política y las novelas de aventuras, podrían ser relacionadas no solo en función de contigüidad.

La fascinación de la imagen en la mente del lector primero sobrepasa los límites de la pura memoria. Ya no se sabe qué resto pertenece a la lectura, y cuál a la continuidad de lo leído por otros medios: los juegos, el cine, las revistas, las historietas. Me detengo frente al dibujo que figura hacia la mitad del libro: Robin y los suyos entran al castillo de Guy de Gisbourne por segunda vez, a través de un pasaje secreto. Ese túnel da a los sótanos del castillo donde está encerrada lady Marian, la prometida del héroe.

El pasaje es un lugar común en la novela de aventuras. La expectativa que genera para el relato está fundada en la ventaja que lectores y personajes tienen, debido al el conocimiento de una clave para sorprender a los “malos”: Holmes en el sótano de un banco de Londres la noche que espera anticiparse a los planes del ladrón, en “La Liga de los Pelirrojos”; Jean Valjean en las alcantarillas de París, en “Los Miserables”; Rollo Martíns, a punto de descubrir la identidad del amigo perdido que traicionó su lealtad, en “El Tercer Hombre”. No es extraño tampoco que esas lecturas nos llevaran a la obra de Walter Benjamin.

En el pasaje “se superponen las percepciones anulando todo desarrollo, toda la linealidad” dice Benjamin. La Historia es el retorno del pasado hecho espacio; en la Literatura, el pasaje es un sueño. Internarse en el cuarto del niño que lee la leyenda de Robin Hood en una calurosa tarde de verano y, sin saberlo, entrar en un pasado tan profundo como un pasaje, en tanto “no es nuestro propio pasado.”

Entonces, no solo habrá que sopesar el objeto libro y recordar su origen, la llegada a la casa en un largo verano, cincuenta años atrás, su derrotero anterior, aquellos otros treinta años desde que salió de la imprenta de la calle Patricios 599. No solo contará su vida entre los embalajes de las tantas mudanzas, su convivencia con los libros salvados por mi madre, su renovación en la lectura infantil y su reproducción en un cine improvisado de un pueblo de provincias, donde la figura mal enfocada y sepia de Errol Flynn, convive con un paquete de caramelos masticables.

Se trata de la actualidad del libro cuando, ya vaciado de lecturas y conocido en miles de variantes y documentos, pueda hallarse una razón de supervivencia, más allá del aura entrañable que lo rodea, y de la manía de atesorarlo propia de un coleccionista.

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Robin Hood siempre fue considerada una leyenda “liviana”. Al parecer Shakespeare, que tomó para su obra cuanta canción, verso o historia popular (sobre todo de cortes antiguas y extranjeras) encontrara a su paso, no reparó demasiado en ella. Hay una mención perdida en la comedia “Como Gustéis”, pero no es más que un telón de fondo dado el carácter grave del teatro isabelino.

Siempre hubo algo incómodo en el mito del buen ladrón Robin Hood, algo de inmoral para la burguesía imperante en eso de quitarle a los ricos en favor de los pobres y los marginados: la superstición de que la violencia ejercida por Robin y su “banda” sobre el “orden” de los “Juan Sin Tierra”, era el medio para lograr la adhesión de las clases populares, y la reducción de las revoluciones y los colectivismos a esa simple moralina.

Damos cuenta ahora, frente al volumen aparecido en la biblioteca, que no sólo alimentaba la sed de aventuras y el entretenimiento del niño. Que en la memoria primitiva - el mnemosyne en términos de Warburg- existe un más acá que alienta la re- acción ante la injusticia imperecedera.

Volvemos a pasar las páginas de libro sin leerlo, sin detenernos demasiado en la trama. Es la versión sin demasiadas pretensiones de una antigua leyenda. Pero desde las primeras líneas ya nos acomodamos del lado del deseo de los pobres, de los perseguidos, de los abandonados.

Ante tales impresiones, la imagen de Robin Hood convoca a justificar mucho más que esta escritura.