Una de las cosas más hermosas de ser indios, es que la gente siempre muestra interés por ti y por tu “situación”. Así comienza el sioux Vine Deloria su libro El general Custer murió por vuestros pecados, un manifiesto indio. Cualquier grupo sobre la tierra tiene dificultades, apuros, aprietos o problemas; no obstante, es tradicional que los indios, tengan una “situación”.
Deloria fue un historiador y activista, nació el 23 de marzo de 1933 y publicó varios libros sobre la mirada indígena de la historia norteamericana. Falleció en 2005, a los 72 años. Dedicó su vida a desmitificar la conquista del Oeste, denunciando a la América blanca y a los gobiernos de los Estados Unidos por sus persecuciones, engaños y exterminios, obligando a las Primeras Naciones a firmar pactos militares que nunca respetaron. Algo que por estas latitudes nos es muy familiar.
Con un dejo de humor, el título del libro refiere a una etiqueta que imprimieron las comunidades que decía “Custer murió por vuestra culpa”. La etiqueta refería al Tratado Sioux de 1868, firmado en el Fuerte Laramie, donde los Estados Unidos se comprometieron a conceder el uso libre y sin molestias de tierras a cambio de paz. En las alianzas del Antiguo Testamento, si un pacto se rompía, la única reparación posible era un sacrificio sangriento. El General Custer fue ese sacrificio de sangre que se infligió a los Estados Unidos por no cumplir con el tratado, ese era el principio del slogan.
El Genera George Armstrong Custer nació en 1839 en Ohio, fue hijo de granjeros, cursó sus estudios para ser maestro a los dieciséis años y tras desatarse la guerra civil en 1861, dejó todo y se unió a la milicia. En el imaginario quedó como un héroe atractivo y valiente. Un galán rubio y de ojos claros. Pese a ello, muchos lo recuerdan como un narcisista y mal compañero, por sus bromas pesadas. Con grandes pretensiones de ascender socialmente y en su carrera militar, fue un hombre de sangre fría que arremetió en la masacre de miles de personas, en su mayoría mujeres y niños.
En 1851 los cheyenne, arapajo, sioux y crow habían acordado con representantes de los Estados Unidos conceder permiso a los blancos para el establecimiento de puestos militares y vías de comunicación en sus territorios. Ambas partes juraron mostrar buena voluntad y amistad en sus tratos futuros. De ahí en adelante ningún tratado se cumplió.
Las guerras contra los indígenas fueron cada vez más sangrientas. En 1864 unos seiscientos voluntarios del Tercero de Caballeria de Colorado atacaron el campamento cheyenne y arapajo. El Coronel John Chivington, al mando, había pronunciado un discurso público donde animaba a sus soldados a dar muerte y mutilar a todos los indios inclusive los niños, ya que “de las liendres salen piojos”. Su discurso había sido festejado con aplausos y bajo esa consigna los soldados se pusieron en marcha.
Fueron numerosos los niños lactantes muertos o agonizantes junto a sus madres. No conforme con haberlos acribillado, los soldados se encargaron de mutilarlos, tanto a hombres como mujeres les cortaron los genitales y se oyó decir a uno que se haría una tabaquera con esas pieles y a otro se lo vio lucir orgullosamente una cinta de su sombrero hecha con genitales femeninos.
En 1867, Custer fue ascendido a Teniente Coronel del regimiento Séptimo de Caballería. También quería sus laureles y debía arremeter contra los cheyenne. Para ello preparó una banda de música, que lo acompañó en la expedición para interpretar la canción Garry Owen para la carga. Fue el único regimiento del Oeste con una banda de verdad, todos montando caballos blancos. El estribillo de la canción dice, “en vez de agua de la fuente bebamos cerveza, travesura que en el acto pagaremos. Nadie de Garry Owen a la cárcel irá por deudas, en este momento de gloria”. Con ese canto, Custer se motivaba y su regimiento tenía órdenes precisas de “dar muerte a todos los guerreros y tomar prisioneros a las mujeres y niños”.
En pocos minutos, del poblado cheyenne no quedó nada y eso de tener que seleccionar entre mujeres, ancianos y niños era mucho trabajo para los soldados, que consideraron mucho más expeditivo actuar indiscriminadamente. Al escuchar los tiros, los poblados vecinos se unieron. Al ver el creciente número de enemigos en las colinas, el regimiento se retiró a la base temporal junto al río Canadian. Con la banda en acción, llegó Custer con la cabellera del guerrero Black Kettle, Pava Negra, un indio que había confiado en los tratados de paz.
Cuando en 1876 se confirmó la existencia de oro en las Colinas Negras, las tribus se mantuvieron unidas contra los blancos, los colonos invadían en masa, desesperados por el metal descubierto en tierras sagradas sioux. Ahora los colonos se unían a la persecución de las tribus. El 25 y 26 de junio de ese año Custer, había salido del Fuerte Lincoln con mil doscientos veintitrés hombres. En el enfrentamiento en Little Big Horn, la coalición india derrotó al Séptimo de Caballería y Custer, que tenía treinta y seis años, cayó muerto en manos de Lluvia en la Cara. A pesar de esa victoria las tribus fueron obligadas a rendirse y a partir de 1877 se establecieron reservas permanentes.
Ese año, en las pampas argentinas, Julio Argentino Roca, jefe de la Frontera Sur, ansiaba saber qué había hecho Estados Unidos para resolver “la situación” del indio y le encomendó al entonces subteniente Miguel Pedro Malarín, encargarse del tema. El joven era un entrerriano nacido en 1858 y a los diecinueve años Roca lo designó Agregado Militar en la embajada argentina en los Estados Unidos. El joven, que lo admiraba profundamente, fue entusiasmado, dispuesto a ser parte de la solución civilizadora. Apenas llegó a Washington, se abocó a la lectura de varios autores como Lewis Henry Morgan, responsable de un trabajo sobre los sistemas de afinidad y consanguinidad de las razas humanas considerado uno de los trabajos fundacionales para la antropología. También tomó apuntes de Historia de los Estados Unidos de George Bancroft y del volumen del Coronel Otis sobre la cuestión de indios y fronteras, entre otros tantos.
Roca estaba feliz de haber enviado a la persona correcta. Malarín entrevistó a soldados del Cuerpo de Reserva de Veteranos que entonces se llamaba Cuerpo de Inválidos, entre los cuales estaba el General William Tecumseh Sherman, un estratega militar de la guerra civil de 1861-1865, famoso por su política de tierra arrasada, que consistía en una táctica militar de arrasar, destruir, quemar absolutamente todo lo que pudiera ser de utilidad al enemigo confederado. Malarín, que no salía de su asombro de entablar relaciones con uno de los generales más implacables, lo puso al tanto de la situación argentina y Sherman se mostró muy interesado en los acontecimientos en las tierras del lejano sur.
El representante argentino escribió a Roca diciendo que “esta cuestión de indios, no es en América una cuestión especialmente de fronteras, de desierto a conquistar, es sobre todo un combate de raza a raza, una lucha entre un pueblo conquistador y un pueblo semisalvaje. Es necesario administrarlos, racionarlos y mantenerse en guardia para que no vuelvan a las andadas”. Felicitó a Roca por haber enviado contingentes de prisioneros a Tucumán a trabajar a los cañaverales como esclavos y sugirió que “los indiecitos deben repartirse en las familias de la República para civilizar al salvaje. La cuestión está en dar ocupación a toda esa gente vagabunda y peligrosa que son simples gauchos en su mayor parte, sin dejar de ser indios”.
Aquí ese mensaje era bien recibido y bien difundido, replicado en los medios de la época y aprobado con entusiasmo por la clase pudiente porteña. “A los que aún no han saboreado el desenfreno separémosles de los miembros de su familia, hagámosles otra naturaleza, llevémosles donde no oigan jamás el nombre de sus padres, donde no puedan despertarse los instintos que corren en su sangre”.
En esos años, el fundador de Olavarría, el coronel y diputado Álvaro Barros denunció al Ejército argentino por las irregularidades en cuanto a no cumplir con las raciones de alimento prometidas a las tribus a cambio de limitarlos territorialmente. Los negociados entre los proveedores y los trabajadores del gobierno encargados de ir a entregarlos eran bastante turbios y “los indios siempre salen perdiendo”. Solicitaba entregar las escrituras de los campos para que las naciones se pudieran establecer porque “muchos han aprendido a conservar lo que adquieren y saben valorar la propiedad. Se necesita proporcionarle recursos para que se dediquen a lo que son capaces de hacer, que es labrar la tierra”. Nadie le prestó la menor atención.
Ni Roca, ni Malarín estaban de acuerdo. Es más, cuando regresó al país el joven racista fue edecán de Roca, luego fundó la ciudad de San Salvador en Entre Ríos y murió allí el 7 de diciembre de 1943. Su deseo se hizo realidad, la historia es conocida con lujo de detalles por los descendientes de aquellos que escaparon de las garras del zorro, tal como se lo apodaba a Roca.
A pesar de que las Primeras Naciones de Norteamérica como las del sur cargan con una historia densa y triste, el sioux Vine Deloria sostenía que en el humor se puede definir la vida y aceptarla. “Los indios son como el tiempo, se sabe todo sobre el tiempo, pero nadie puede cambiarlo”. En las tribus se transmitieron los hechos tal cual ocurrieron y también se utilizó la ironía, la sátira, que es un modo mucho más agudo que años de investigación para penetrar en la psique colectiva y los valores de un grupo. Deloria escribió lo decepcionante que era para los indios que “los expertos” no mencionaran nunca el aspecto humorístico y en lugar de eso la mitología americana perpetuaba la imagen del indio gruñón y de cara granítica.
Más allá de que hay una razón por la cual el carácter es distinto, dentro de las comunidades se vive de otra manera. Muchos se dejan llevar por el imaginario de que el indígena vive permanentemente en estado de meditación, para estar en armonía con lo que lo rodea, sonríe poco y tiene gesto adusto. Alguien dijo una vez que podrían ser excelentes jugadores de póker ya que nunca se sabe lo que están pensando. La idealización de que el indígena solo pronuncia palabras sabias transmitidas por sus ancestros, no es verdad. Algunos hasta creen que por alguna razón desconocida no comen carne y prenden velas.
Dentro de la cultura hay espacio para el humor como forma de hacer más amena la transmisión oral de los personajes siniestros de la historia. Como aquella anciana de ochenta y tantos años, que decía que Roca era petiso y sin cuello, igual que un frasquito de veneno. En cuanto a Custer, uno de los chistes que perdura es que se vistió elegantemente para la batalla. Cuando los sioux encontraron su cuerpo, vieron que llevaba puesto un alfiler de corbata en forma de flecha.
Recurrir al humor es haber podido salir enteros de la historia, con el alma trizada pero vivos y con ganas de ser los protagonistas de un futuro mejor. A todas y cada una de las tribus de nuestro territorio la historia las ha defraudado tantas veces, que, en cuestión de dolor, ya han recibido suficientes raciones como yapa.