A Jacqueline Descoins (1990-2021)

“Cantahistorias, musitriz, bailavida”

In loving memory

Desde chico tengo miedo a la oscuridad. Lo correcto es decir que lo tuve hasta hace poco. No recuerdo a qué edad comenzó pero entiendo que debe haber sido entre mis seis y ocho años, cuando por primera vez, tuve conciencia de la muerte. Si bien no estoy seguro del origen de esa conexión ni cómo funciona, sé que existe, al menos para mí, en mi mente.

No recuerdo un solo día en que no haya sido consciente de lo irracional de ese miedo que aparecía, principalmente, de noche. La falta de luz y mi imposibilidad de andar o dormir tranquilo fueron una misma cosa la mayor parte de mi vida. Era uno de esos problemas que se padecen en soledad, que te avergüenzan y que nunca se admiten; más aún cuando creía que era algo que solo me pasaba a mí, y que ni siquiera mis hermanos menores sufrían. Por naturaleza, siempre me costó aceptar algo dado porque sí, sin comprender o discutir. No recuerdo haber tenido pensamientos mágicos, o amigos imaginarios, nunca se me ocurrió pensar en un monstruo debajo de mi cama, porque los monstruos simplemente no existen. El “Niño Dios”, como antes le decían a Papá Noel, eran los padres y, si bien tenía prohibido contárselo a nadie, me sorprendía que los demás chicos creyeran que alguien o algo podía andar dando vueltas por el mundo dejando regalos en cada casa, una por una, a la misma hora. Cada vez que, en la escuela o en el club, alguien venía con alguna historia fantástica del estilo de “La llorona” o de fantasmas que se aparecían en medio de la ruta, yo las hacía pasar por mi joven filtro racional, y listo. Pero con la oscuridad pasaba otra cosa, con esa oscuridad cotidiana e íntima que llenaba mi pieza a la noche, que ocupaba el trayecto entre el principio y el final de la escalera, y la última parte del pasillo desde el baño hasta mi cama, con esa era distinto, con eso no podía.

Por aparentar fortaleza o por pura debilidad, siempre evité pensar en serio acerca de la causa de ése miedo que me avergonzaba, y ya tenía cuarenta años cuando una tarde, como de la nada, en mi curso de conversación de inglés, surgió el tema de las fobias. El curso eran charlas informales, completamente en inglés, los viernes a las seis de la tarde en un primer piso de Salta y Avenida Francia. Nuestra teacher, Jacqueline, con el tiempo devenida en gurú cultural y espiritual, con una forma tan sincera de abrir su intimidad e invitarnos a hacer lo mismo, me hizo pensar por primera vez seriamente en mi problema. Esos viernes de Mate Talks” y conversaciones variadas y profundas como los intereses de Jacquie, de a poco me fueron ablandando la cabeza, hasta que una tarde, de un momento a otro y después de una simple pregunta, me vi confesando en inglés ante un grupo no tan reducido de personas, mi miedo a la oscuridad. Fue a partir de esa tarde, y de ese reconocimiento, que empecé a darle vueltas al tema, a tratar de entenderlo de verdad, cosa que, finalmente logré hacer, muy a mi pesar y sin mérito alguno.

En ésa búsqueda, más allá de los mecanismos alimentan el desarrollo de fobias en el inconsciente de una persona, descubrí que es muy probable que el miedo se haya generado a partir de un hecho significativo en mi infancia, como fue la muerte del hermano de un compañero de preescolar cuando yo tenía alrededor de seis años. El hermanito de Gustavo era más chico que yo, debió tener dos o tres años cuando murió y, según supe, fue de noche, durante un ataque de asma o una reacción alérgica tan fuerte y rápida que no le permitió a sus padres llegar a tiempo al hospital.

Es posible que, a partir de ese hecho y la forma en que me lo contaron, mi inconsciente de entonces haya vinculado la oscuridad de la noche en la que un chico de tres años se asfixiaba en el asiento de atrás de un auto ante la impotencia de sus padres, con la muerte misma, inevitable y repentina, no necesariamente la mía, sino la de cualquiera.

Durante mi infancia mi familia se mudó varias veces y era bastante normal que cada tanto me despertara en una habitación distinta. Esa situación se repitió otras tantas veces ya de grande. He vivido mucho tiempo solo, en distintos lugares y, en esas habitaciones ajenas era bastante habitual que ciertas noches, tuviera que dejar una luz prendida en algún lado, algo sutil que disimuladamente interrumpiera la oscuridad.

Ahora, que creo entender el mecanismo, me resulta asombroso que todo este tiempo no pudiera verlo y, también, que haya sido solo eso: simple miedo a la muerte, probablemente uno de los terrores más comunes de la humanidad, solo que, en mi caso, estrictamente vinculado a la falta de luz. Lo más extraño, lo irónico, es que recién supe de qué se trataba en el mismo momento en que el miedo se fue, en el instante exacto en que dejé de tenerlo, y es que lo comprendí con absoluta claridad la noche siguiente a que Jacquie, nuestra Jacquie, muriera.

“...Aunque cueste creerlo, la muerte súbita natural, es mucho más común de lo que se piensa en mujeres jóvenes y sanas...” fue lo que le oyeron decir a la médica forense los pocos que, con el corazón deshecho, fueron la tarde de ese trece de abril a Fiscalía buscando una explicación a la tragedia. Y fue esa noche, al acostarme, antes de apagar la última lámpara, cuando ese inconsciente mío, con gran inocencia, me hizo saber que por primera vez no tenía miedo, que hasta ansiaba la falta de luz y que, de alguna forma, tenía la esperanza de volver a verla sonreír, cantar y discutir, una vez más, ahí, en lo oscuro.

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