El Sol tiene las persianas abajo y las heladeras, los estantes, los hornos y los ánimos, vacíos. El Sol entibió al barrio de Merlo hasta donde pudo. Sobre uno de los estantes de El Sol, quedó un cartel. Es un certificado de soledad que reza “CERRADO”.

No es la única. Solamente en Merlo en lo que va del año cerraron cerca de cuarenta panaderías. Detrás de cada una hay historias de gentes, alquileres impagos, amasadoras, sobadoras, máquinas registradoras, cosas mal vendidas para salvar algo de lo que les queda a los empleados inevitablemente despedidos: un puchito de plata para tirar hasta la eternidad buscando trabajo de un oficio que además, va desapareciendo con el tiempo. Todo bajo la mirada del dueño de la panadería que ve por primera vez cercano un horizonte. El de los augurios de verdad dramáticos.

“Cuando por fin pude tener mi propio local, mío, como me gusta, lo tuve que cerrar”.

Lalo tiene setenta y tres años. La primera vez que pisó una panadería tenía nueve y fue para trabajar porque había que ayudar a la mamá a para la olla. Con la madre enferma entrar a la panadería y dejar el colegio fue un solo movimiento. Desde entonces fue a “la cuadra” y nunca más pudo volver al colegio. Vivían en Mendoza y eran tiempos duros, tanto que la vida los puso en un destino nómade. había que buscarse la vida y entonces “rodábamos con mi vieja de un lado a otro”.

Lalo se apoya en el estante impecable y recorre la panadería con la mirada. No hay nada para ver más que todo lo que compró nuevo y nuevo quedó. “Mirá que pasé las buenas y las malas y las muy malas, pero nunca como ahora…” y se va en recuerdos lejanos porque “en más de sesenta años de oficio tengo para hacer un libro o una película. En mi época se amasaba toda la noche, había maestro, ayudante, bastonero, palero, maestro de pala, estibador. Hacíamos por ejemplo, el pan trabuco, que entraban cuatro piezas en el kilo, después venía el Felipe, un poco más chico, que llevaba dos cortes, y después el mignon, que era el pan chiquito. Y se vendía. La gente tenía y compraba” y algo parecido a la nostalgia de una felicidad lejana se le asoma en los ojos.

Mientras charlamos, un chico se asoma a la reja y lo ve. Lalo lo mira y le hace que no con la cabeza. El niño no se mueve y le mantiene la mirada. Lalo le dice que está cerrado. El nene baja la cabeza y se va despacio. “Pobrecito, viene a pedir. Lo conozco. Tiene como cuatro hermanos. La cosa viene así: antes venían a comprar. Un kilo, tres cuartos, medio kilo… después pasaron a querer comprar pan de ayer, después a que les dé, y después venía con cien, doscientos pesos ¿entendés? Doscientos pesos es un pan. Por ahí hasta menos. Entones le das, tres, cuatro flautitas. A una criatura así no la podés dejar sin pan”.

A los quince años de su edad llegó con su madre a Morón y consiguió conchabo en la panadería Patagones. Esa era la base. Y mientras la cosa mejoraba de a poco, vivía con su mamá en un cuartito “chiquito, donde la mitad estaba ocupada con herramientas y en la otra mitad dormíamos nosotros”. Nunca más pudo estudiar. Incluso había conseguido una beca a la que no pudo ir por falta, justamente, de dinero. Entonces “leía mucho, era una forma de saltar por encima. Intenté después estudiar de nuevo, pero había que trabajar y no se pudo”.

La panadería parece una fabrica nueva, lista para abrir. Vacía, limpia, llena de máquinas y cosas prácticamente impecables. “Lo más triste se está viviendo ahora. El gremio está mal, nos aumenta todo y dicen que todo baja. La lata de aditivos, por ejemplo, costaba seiscientos pesos, hoy cuesta doce, catorce mil. De la fabricación del pan tradicional ya se perdió un sesenta por ciento. El gremio está mal de verdad y la panadería que cierra ya no abre, no se recupera. El pan como se conocía, va cerrando. Así vamos a desaparecer y van a terminar vendiendo pan solamente los grandes monopolios. Entre el aumento del alquiler, los aumentos de gas, luz, impuestos, sueldos, de los siete días de la semana, se venden tres para mantenerse, el resto es gastos. No es chiste, por eso estamos en emergencia”.

Lalo Frias, panadero de oficio y de corazón y de historia, trata de explicar, de explicarse, lo que pasa mientras mira los estantes donde no hay ni una miga de esas que quedan donde hubo flautitas, felipes, mignones, facturas. “Hoy el pan está entre cuatro mil y seis mil pesos el kilo. Ese es el precio real que tiene que tener el pan. Para que sea rentable, cinco mil pesos el kilo, pero ¿quién tiene eso para comprar pan? Usted ya lo vió, vienen a pedir y nosotros nos criamos en el barrio y no se abandona al pueblo. Imagínese, este es mi barrio, hace años que vivo acá y la necesidad se ve. Ahora entre lo que no se vende y lo que das, llegas a esto ¿y cómo hacés entonces?”.

Mientras agarra las llaves para salir suelta lo que le queda: “yo lo que sé es que la primera vez que pude tener una panadería mía, como yo quería, la tuve que cerrar”.

El Sol, del barrio de Merlo, se cerró el 20 de febrero de este año 2025.