La misa estaba convocada para las 17.30. Pero ya dos horas antes grupos de personas caminaban rumbo a la Catedral, parándose algunos a comprar banderines y pines con la cara de Francisco, velas con el color del Vaticano y rosarios de color negro. Frente a la puerta principal, en la escalinata esas velas eran encendidas bajo un altar popular hecho de la bandera de San Lorenzo y carteles hechos a mano donde se podía leer: “El Papa Francisco nos recordó que en la Iglesia hay lugar para todos, todos, todos” y en otro “La Iglesia tiene que ser pobre para los pobres”. Ante ese altar hecho de trapos, papeles escritos con fibrón y velas circulaba la gente, se ponía de rodillas o dejaban una flor, como la que hace Margarita, una señora jubilada que teje el crochet rosas y girasoles y cobra dos mil pesos cada una para poder estirar una jubilación que no le alcanza. Bajando la vereda el altar se extendía en las manos de Ariel, una artista callejero que con tizas de colores pintaba la cara del Papa mientras explicaba a quien quería oírlo que su arte era inspirado con solo mirar una imagen. De las tres puertas que tiene el templo metropolitano, dos estaban abiertas.
Faltaban dos horas para la misa, decenas de personas caminaban en silencio, daban vueltas, frente a la mirada de algunos turistas, como buscando pisar las baldosas que alguna vez el entonces obispo Jorge Bergoglio supo transitar. En silencio, con caras relajadas, varones, mujeres de distintas edades inventaban recorridos por dentro de la Catedral mirando a las caras de otros, como buscando entender algo. Empleados que salían de sus trabajos, vecinos de los barrios cercanos, algunas congregaciones de parroquias y mucha gente suelta se congregó a la despedida. Más varones que mujeres hacían un larga fila para dejar un mensaje escrito en un cuaderno puesto para la ocasión al costado izquierdo del altar central. El promedio de edad rondaba, a vuelo de pájaro, entre los treinta y cinco y cuarenta años. Pero había más jóvenes, como Lucas, un pibe de dieciocho años que con una remera negra ajustada y una cadena heavy metal con un crucifijo llegó desde Parque Patricios con sus amigos porque el Papa era uno “de los nuestros”. Ante la repregunta declaró su orgullo por la argentinidad y su adhesión al equipo cuervo del Pontífice. A pocos pasos de Lucas había un grupito típico de parroquia: chicos y chicas de entre quince y dieciocho años charlaban entre sí mientras sacaban fotos y hacían videítos: “Somos de una parroquia de Avellaneda y vinimos a la misa para despedir a Francisco”, afirmó Lara haciendo punta. Y siguieron de manera desordenada el resto del grupo, entre ellos Matías que recordó el “hagan lío”: “Francisco siempre tenía una palabra para nosotros” y empezó a recomendar documentales donde charla con jóvenes de diferentes nacionalidades, géneros y orientaciones sexuales. Y luego de un rato una de ellas, Sandra preguntó “¿Y cómo será el próximo Papa?” Y en formato boy scout se turnaron para intercambiar los nombres que circulan en la redes. Pero en esa pregunta como en la caracterización de las tendencias de los papables se dibujó una preocupación que no solo tienen los parroquianos de Avellaneda, sino la Iglesia toda en la que ahora hasta Trump tiene un jugador cuasi fascista.
Los asientos comenzaron a abarrotarse. Fue llamativo la poca presencia de religiosas, o su número fue opacado por la masiva presencia de gente de a pie como la de Roberto, vendedor ambulante que pidiendo permiso a dos señoras de clase media se sentó con su ropa desalineada y con su bolsa de productos en la primera fila. Con los ojos llenos de lágrimas miraba la imagen central de la virgen y la cúpula dorada mientras movía los labios en una oración silenciosa que era imposible interrumpir hasta que se levantó y se fue a sentarse a unos de los bancos del costado. “Yo vine a despedir a Franciso porque siempre estuvo con los pobres. Yo vivo en la 1-11-14 y lo vi más de una vez” recuerda con los ojos húmedos. Y su declaración abrió un género literario de ocasión: yo vi o estuve con Bergoglio. Andrés, un cuarentón y medio que llevaba una remera con el signo de un Bitcoin (vaya paradoja levantar al dios Mamón del dinero en una despedida de quien hizo de la crítica al neoliberalismo su bandera) se vino desde Caballito porque “al Papa yo lo veía siempre en el subte” (todavía era Bergoglio), “y siempre me pareció un tipo sencillo, simpático, que charlaba si vos le dabas entre”. Casi como despidiendo a un amigo, Andrés y otros con quienes Bergoglio se cruzó accidentalmente o no, fueron a despedirlo como un sepelio en ausencia. Héctor, un sesentón de morral tejido cruzado, pelo cano y saco con motivos del antiplano se autodefinió como militante social y dijo estar allí porque “el Papa era compañero” y comenzó una crítica a la ausencia de dirigentes políticos en el evento.
En la Catedral el murmullo era en oleadas, pero siempre en bajos decibles. A las 17 desde los parlantes se rompió esa magia del vagabundeo, esa ágora casual, y el pequeño grupo de asiduos comenzaron a rezar los misterios del Rosario ante lo que los turistas fueron abandonando la Iglesia y el cuerpo central se abarrotó de bote a bote, sentado y de a pie, siguiendo la letanía repetitiva de esa oración. Entre ese compacto grupo, Jorge, un trabajador bancario sindicalizado que no se sabía la letra afirmó que se acercó a la Catedral no por ser creyente, sino por todo lo que el Papa representó políticamente para “los laburantes”.
Media hora después, 17.30 en punto, una guardia de honor de la Policía Federal en estricto cupo varón-mujer se apersonaron en la escalera que lleva al altar y comenzó la misa que estuvo a cargo del obispo auxiliar Iván Dormelles. Cumplida la lectura de pasajes de la Biblia, hizo una rápida semblanza donde reconoció que el Bergoglio que se fue el doce de marzo de 2013 fue renovado con su elección y que ese cambio que marcó en su sonrisa. Todo continuó de acuerdo a la liturgia, mientras algunos, moderadamente, dejaba caer sus lágrimas mientras se repartía la comunión. Al finalizar arrasó un aplauso atronador y así, las lágrimas moderadas y contenidas comenzaron a correr entre abrazos y vivas. A la salida el altar popular ardía con más velas y se le sumó el cartel del sindicato de Dragado y Balizamiento. En un día, en tres horas el “todos, todos, todos” se hizo carne como en ciento de iglesias en todo el país.