“Tengo miedo mamá”, así comienzan muchas de las oraciones enunciadas de la infancia --siempre y cuando tengamos el privilegio de que los niños se expresen y los adultos escuchemos--. En aquellos tiempos de la vida el miedo cobra un lugar experimentado como terrorífico, a veces no se sabe miedo a qué, otras guardan en secreto el motivo de los mismos y, pocas son las veces que pueden enlazar ese sentir a una representación como modo posible de poner alguna palabra que emancipe el cuerpo de ese terror.

Esos miedos tienen ciertas características y son parte del crecimiento, algunos son más de tipo universal “miedo a los ladrones”, “miedo a que aparezca algo monstruoso”, “miedo a la oscuridad”, etcétera. En general, esos miedos no son trabajados por el aparato psíquico en desarrollo, sino que más bien son “sobrepasados”. El niño/niña aprende a adaptarse y a confiar en que lo que los adultos le dicen para calmarlo es “la más pura verdad”. “Los monstruos no existen, están en tu imaginación”, explicaciones de este tipo solemos escucharlas en la mayoría de los casos.

El problema está en que los monstruos sí existen, de manera tal que los adultos mentimos una verdad (como tantas otras). Esos monstruos que nacen en la infancia, que al decir de los adultos no existen, y que atraviesa el terror en los cuerpos de la infancia, ¿a dónde se van? ¿qué pasa con ellos una vez que crecemos? ¿por qué creemos que no los reencontraremos nunca más, en alguna otra representación, en otros objetos, en distintas escenas? ¿se tratará del mismo miedo?

Dentro de los miedos más universales, como el de los monstruos, los ladrones y/o la oscuridad, se esconden distintas fantasías que serán parte de la composición de los fantasmas en la adolescencia y posteriormente en la adultez. Por ejemplo, fantasías como la de ser abandono, cagado, devorado, abducido, violentado, agredido por el Otro. Cabe destacar que muchas veces eso que está en el plano de la fantasía, lamentablemente, es coincidente con la realidad, el ambiente y el contexto que habita esa persona.

También es cierto que existen miedos y miedos, quiero decir, hay miedos que enlazados a estados afectivos panicosos, terroríficos pueden ser --en apariencia-- completamente irracionales. Estos miedos irracionales que se hiperintensifican en la medida en los otros los sancionan como “fuera de lugar”, es el caso en el que una persona le dice a otra que se encuentra aterrada: “¿cómo vas a tener miedo a eso?”, “eso que te pasa es una pavada”, “pensá, sos inteligente”, y tantas otras frases desafortunadas que socialmente, para aquellos que se angustian frente a la angustia del otro, suelen decir. La persona no puede más que sentir un terror que crece desmedidamente porque no da con la medida social de la “cantidad de miedo” que debería tener. De esta manera, la persona que siente miedo a algo que pareciera irracional, los otros actúan invalidando y así se dispara el terror, en muchos casos, convirtiendo ese miedo en estados panicosos para la persona padeciente.

Es una coyuntura y un contexto bastante común que se escucha en los llamados trastornos de pánico, casos en que algunos ataques de pánico aislados van siendo cada vez más frecuentes, conformando un trastorno del mismo (una observación a realizar en este punto es que en psicoanálisis, siguiendo a Freud, trabajamos con la idea de ataque de angustia).

Las palabras, como instrumento, pueden salvarnos o hundirnos. Por suerte, una de sus características es la polisemia, con esto quiero decir que en la posibilidad de un análisis podemos encontrarles algún otro sentido a esas palabras que a nivel del enunciado dicen una cosa y que en la dimensión de la enunciación apuntan a otro escenario psíquico.

Los otros, los que no saben ya qué hacer con la persona que padece, quizás podrían utilizar otros instrumentos humanos que no sean palabras condenatorias (incluyendo a los bienintencionados/as) o que recrudezcan la sensación de impotencia del paciente. A lo mejor podría ser un gesto, una mano, un abrazo, un silencio, una propuesta, un pañuelito...

Ese miedo es válido por un simple motivo: se encuentra perforando el estado anímico del sujeto.

El miedo y la angustia tienen una relación estrecha: se tocan, se acarician en ese espacio agujereado que se abre marcando un surco en el cuerpo.

Cuando el miedo llega es por alguna razón, así sea que pareciera ser completamente irracional. Tal vez lo sea en el plano de lo social, a lo mejor porque despierta la angustia de los otros, etcétera. La causa de ese miedo (o esos miedos) puede ser tan íntima, privada, tan histórica, puede incluso hasta estar enterrada, así como la ciudad de Pompeya de la que hablaba Freud, sin embargo, quiero subrayar y destacar la importancia de poder pensar que existe una causa para ello. El miedo llega y podemos acercarnos a la orilla para ver qué trae, parafraseando a A. Doufourmantelle, preguntarle de dónde viene, por qué se acerca, qué nos quiere contar. La autora habla de “amistades con el miedo”, “arriesgarse” a ese diálogo sea quizás la manera de poner en una forma mejorada el deseo; de modo tal que, cuando nos enteremos qué nos quiere contar, para qué viene, qué expresa, con qué se enlaza, podamos devolverlo a la orilla para que sea una brújula en el mar, para no ahogarnos tanto, ni perdernos tan rápidamente en la desesperación.

Florencia González es psicoanalista (autora de “Lo incierto”, Ed. Paco).