Las Primeras Naciones han tenido siempre presente la representación artística, ya en el mismo acto de oficiar una ceremonia, donde se utilizaban máscaras o pintura sobre los cuerpos, para representar un espíritu. El misionero Diego de Rosales, en 1674, aseguraba en sus escritos que los mapuche no tenían fiestas públicas, de toros, cañas, comedias, ni las que se hacían en los antiguos anfiteatros. Sin embargo, las hubo y las hay. Los actos ceremoniales son un evento sagrado, público porque se hace a la vista de la comunidad o lof, como una verdadera celebración a la naturaleza.

La nación Selknam tenía su ceremonia de iniciación masculina, llamada hain. Los jóvenes iniciados, llamados kloketém, debían permanecer por un largo tiempo en una choza alejada del resto, casi siempre ubicada sobre una loma, donde solamente podían estar los varones de la tribu. Las mujeres tenían prohibido acercarse a ella y las madres que entregaban a sus hijos para las distintas pruebas que debían pasar, les cantaban animándolos para que sean buenos cazadores y buenos hombres.

En la gran choza de los kloketem los hombres se organizaban para hacer el papel de los espíritus. Se envolvían el cuerpo con cueros y se pintaban, turnándose para representar una escena. Mientras tanto, las mujeres a la distancia los celebraban o les temían, ya que algunas verdaderamente creían que se trataba de dichos espíritus. Según la oralidad Selknam, fueron siete los so'orte, los primeros hombres, que cargaron con los postes de piedra para levantar la primera choza para los festejos del kloketém. Eran seres monumentales y ese lugar se convirtió en una inmensa colina que está en el sur de la Isla Grande.

Para 1920 las ceremonias seguían intactas. Uno de los espíritus que se representaba era Kataix, representado por un hombre con todo el cuerpo pintado de blanco, con franjas rojas que le rodeaban el cuello, el pecho y las articulaciones. El hombre usaba una máscara pintada de blanco con cuernos rojizos. Antes de salir a escena, pegaba un grito de ¡uaá!, entonces las mujeres sabían que era él. Sus movimientos eran muy particulares, la mano izquierda siempre estaba tomando el mentón, el brazo derecho en semicírculo se mantenía en el plano de los hombros. Quien representara a este espíritu debía estar en muy buen estado físico ya que, al salir de la choza, daba saltos laterales de gran amplitud, amortiguando con las rodillas y en cada salto la cabeza daba movimientos repentinos hacia ambos lados, durante unos diez minutos.

En un momento de la representación, Kataix sacaba de la choza pieles de animales y las arrojaba sobre la nieve, hacia el público, para que las mujeres alcanzaran a ver lo que hacía. Luego, obligaba a dos hombres a buscarlas y simulaban una lucha en la que Kataix los derrotaba. A todo esto, el público, que estaba aproximadamente unos treinta metros, que es lo que les permitían estar a las mujeres, se enojaba tanto con él que le arrojaban bolas de arcilla, que Kataix esquivaba con destreza. Cuando se quedaban sin munición, se les permitía ir a buscar arcilla. Cuando todas se iban, Kataix aprovechaba para volver a la choza y terminar su actuación.

Otro de los espíritus era Xálpen, un ser femenino con gran autoridad que nace desde la tierra. Todos los hombres debían subordinarse a ella como esclavos, si alguien se resistía podía ser llevado a las profundidades de la tierra. Aparecía en escena tres veces como máximo, ante la mirada atemorizada de mujeres y niños. Pero toda esta ceremonia teatralizada, que además podía durar meses, terminaba con una entrega de regalos en la que todos debían darle algo a alguien, hombres, mujeres, niños y ancianos a la voz de “ahora”, salían corriendo a buscar sus regalos. Terminaban con las cosas más insólitas, porque quien se quedaba sin qué entregar, iba hasta su choza y regalaba sus pertenencias, que quizás más tarde alguien se las volvía a regalar, en un ambiente de jolgorio total.

En la Nación Mapuche también existió la utilización de pintura sobre el cuerpo y la utilización de máscaras llamadas kollón. Quien era designado como “maestro de ceremonias” debía colocarse la máscara, que antiguamente era de fibra vegetal y luego pasó a ser de cuero de vacuno, chivo, oveja o potro, y posteriormente se empezaron a tallar en madera. Se le hacía una cara con una nariz en relieve y dos agujeros para los ojos. El papel que cumplía el portador del kollón en las ceremonias era el de cuidar el orden. Estaba atento a las señales de la naturaleza, sea la presencia de una determinada ave, un animal que pasaba cerca o la dirección del viento, para después comunicarlo al consejo de ancianos e interpretar el mensaje. En el momento que el kollón se paraba frente al réwe y debía dar la espalda a los concurrentes, se giraba la máscara a la nuca, para que todos de alguna manera se sintieran observados.

La acción de colocarse una máscara para interpretar un papel determinado dentro de la religiosidad mapuche, ya es una expresión artística. También las distintas danzas, donde los varones deben imitar y tomar la forma de distintos animales para bailar al ritmo de los kultrún, los tambores. Esta expresión no tiene ninguna coreografía inventada, se trata simplemente de observar a los animales, tal como los keltewe, los teros. Cuando uno se aleja del ruido citadino, en el medio del campo los keltewe hacen su danza grupal, que es un espectáculo digno de ver. Se forman en grupos de a cuatro, caminan en fila hacia lo que es el centro de escena, donde transcurre toda la coreografía, luego se ponen de a pares y caminan un trecho, cada tanto haciendo una reverencia elegante donde agachan la cabeza hasta tocar el suelo todos a la vez. Se forman en fila nuevamente y dos del medio quedan envueltos en las alas de los otros dos, que las extienden girando alrededor. Esa es la elegancia que se imita cuando se los representa.

Lo mismo ocurre con el Choike Purrún, el baile del ñandú, el varón se coloca plumas adornando la cabeza, los tobillos, o simplemente utiliza el poncho para envolverse y moverlo como si fueran alas de pájaro. Su papel será el de un animal en movimiento dejándose llevar por los distintos ritmos que hacen los kultruneros, saltando, levantando repentinamente la cabeza hasta mirar el cielo y bajándola manteniendo el cuerpo erguido y caminando dando saltitos cortos. El público espera ver siempre un poco de choike purrún, porque es cuando el hombre deja de ser hombre y se convierte por un rato en un animal sagrado, que a través de su danza transmite el newén a los presentes, la fuerza espiritual de ese animal. Un momento sagrado mediante una representación artística. 

El longko Raúl Tralamán nació en la década del cuarenta. Fue criado en una estancia, y como no tenía documento nacional de identidad, el dueño del campo lo anotó con su apellido. Pasó a ser Raúl Morales, aunque él siempre agregaba el Tralamán, su verdadero nombre. Era un hombre por demás tímido, de hablar y sonreír poquísimo. Siempre estaba dispuesto para ayudar en la carneada y solía sentarse bajo el sauce mateando en silencio. Solía viajar desde Venado Tuerto a Los Toldos para la celebración del Wiñoy Tripantu, el año nuevo mapuche en el mes de junio. No contaba mucho sobre su infancia, por lo poco que decía su vida no había sido nada fácil. Hombre de manos grandes y curtidas acostumbrado a los trabajos de campo, toda una vida de peón mal pago estirando alambres y ajustando torniquetes.

Al atardecer, siempre alguien pedía un poco de choike purrún, la danza para alegrar el momento y se lo invitaba a danzar en el semicírculo del réwe. Él, que ya sabía que en algún momento lo iban a convocar, sacaba de abajo del poncho una bolsita de nylon con su atuendo, su traje de actuación. Mientras las kultruneras se ubicaban, Tralamán se buscaba un lugarcito donde arremangarse los pantalones hasta la rodilla, si no los remplazaba por unos viejos cortados a tijera. Se quitaba la camisa y se pintaba dos círculos en el pecho. Se ponía el trarilongko, la vincha de lana atada con el nudo en la frente, y le enganchaba unas plumas de ñandú enormes a los costados de la cabeza. Se quedaba unos minutos ahí, silencioso, como invocando el espíritu de su animal de fuerza, pidiéndole permiso con los ojos cerrados. Cuando comenzaba el sonar de  los kultrunes, Tralamán aparecía envuelto en su makún, su poncho, hasta que comenzaba la danza.

Era asombroso verlo aparecer transformado en un ave, en un choike que danzaba descalzo como si flotara sobre la gramilla. Su rostro tenía una sonrisa pocas veces vista, y ahí uno recién se daba cuenta de que Tralamán tenía toda su dentadura blanca, intacta. El sol iluminando su cabellera negra pelopincho, que cabeceaba al ritmo de los tambores como si fuera la última vez, su mejor danza. Abriendo y cerrando sus alas de lana se lo veía jovial y nadie podía imaginarse que pisaba los ochenta años, despojado de toda timidez mostraba su propio espíritu, revelando orgulloso las cicatrices en su vientre hasta que el ocaso, como un telón rojizo caía y le ponía fin al espectáculo.