Amparado en la doctrina del tiempo circular, Borges imaginó escenas que, como citas, repiten otras. Olvidadas, su reposición las vuelve precursoras; solo a partir de sus secuelas confieren sentido a la historia. A esa reverberación impensada solemos llamarle destino. Podría tratarse de una mera veleidad literaria si no fuera porque a menudo le asiste el auxilio de la realidad.

Hacia 1874, mucho antes de que la obra de Marcel Proust resonara bajo ese concepto, Eduardo Wilde publica su libro Tiempo perdido. En él ofrece las típicas fábulas irónicas con las que gustaba ejercitar su sarcasmo. Un ejemplo es el cuento “El chocolate Perón es el mejor chocolate”, título ante el cual, un siglo y medio más tarde, el lector desprevenido no puede evitar un respingo.

El protagonista es un mediocre fabricante de chocolate que al publicitar su producto con esa consigna sonsa, reiterada hasta el cansancio, acaba por conquistar el mercado. El suceso llega a tal punto que la competencia se ve obligada a vender sus productos falsificando la marca Perón para no sucumbir. El Papa, viendo el éxito obtenido por aquel anuncio lacónico, hace proselitismo con el lema “El gobierno del Papa es el mejor gobierno”. Pero -y aquí estriba la moraleja- el Pontífice fracasa en conseguir nuevos adeptos. Sardónico, Wilde observa que “los plagios suelen hacer una triste carrera, comparada con la que hacen las ideas primitivas”, replicando al Marx que bajo la famosa fórmula “la historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa”, veía en el golpe de Estado de Luis Bonaparte una mala copia del de su tío Napoleón.

Esos abismos hacen de sus protagonistas un eco, una cita oculta o un mal remedo que ignora serlo. O bien, lo que es lo mismo, precursores velados de futuros eventos imprevisibles. En el caso del cuento de Wilde (que es, en rigor, toda una teoría de la comunicación política) el nombre “Perón” obedece a una circunstancia que lo coloca sobre el fiel de la historia ulterior. Puesto que alude a su amigo Tomás Liberato Perón, abuelo del futuro general que partiría en dos la historia argentina del siglo XX. Naturalmente, la cronología les impedirá a ambos conocer la suerte de ese sonoro apellido.

Nacido en 1839, hijo de padre sardo y madre escocesa, Tomás era un muchacho despierto dotado de una inteligencia acaso afilada por el mal de la época, la tuberculosis, que lo obligó desde muy joven a guardar largos períodos de convalecencia en los que solo le cabía la lectura. La única fotografía que se le conoce deja adivinar los rasgos futuros del general -frente amplia, nariz aguileña, ojos pequeños-, pero también una profunda melancolía hija de sus padecimientos. Tras su paso por el Colegio Nacional, donde Amadeo Jacques le indujo la unción por el estudio, cursó medicina en la incipiente Universidad de Buenos Aires. En las precarias condiciones de la época le sucedió un acontecimiento fundamental: el descubrimiento apasionado de la química. Sus prácticas de residente en el Hospital de Hombres, un antiguo convento donde, enfermo él, vivía entre enfermos, locos y desahuciados, recuerdan a las de un alquimista medieval que entre retortas y alambiques aprende los secretos de la anatomía diseccionando cadáveres. Allí le fue revelado el misterio de la vida. Y de la muerte.

Pero la historia lo llamaba. Tras la batalla de Pavón se integró al ejército de Mitre, de quien se hará amigo, como encargado del hospital de sangre. Sin embargo su delicada salud le impidió continuar; en el ‘62 obtuvo la baja para consagrarse a la enseñanza y la ciencia. En su cátedra de química era “sintético en la exposición general, sobrio en las palabras, parco en el gesto; a veces parecía nervioso. No necesitaba elocuencia, ella brotaba del hecho, del razonamiento natural, de la lógica cerrada de la experimentación. Su alegría era inevitable al penetrar en el santuario misterioso que oculta las energías secretas de la materia” -escribe uno de sus discípulos. Riguroso e inflexible, no se abstenía del espíritu de estudiantina propio de la vida universitaria. Wilde refiere su participación junto a Perón en las elecciones del ‘66, consistente en apedrear las mesas de votación y sostener refriegas con la policía. Incluso narra cómo Perón encerró a varios electores en un cuarto y para impedir su voto le agregó al agua un purgante de su invención.

“El inglesito”, como le decían, a veces apenas podía estarse en pie, por lo que pasaba temporadas en el campo de las que volvía algo recuperado. La guerra del Paraguay lo tendrá como asistente en el hospital; su empeño, superior a sus fuerzas, llevó a que Ignacio Pirovano, en carta a Wilde, lo llamase “maestro y abnegado apostol”. Su fama cunde. Desatada la peste de cólera del ‘67 es convocado al Comité de Salud Pública donde propone el saneamiento del Riachuelo, principal foco infeccioso al que iban a parar los desechos de curtiembres y saladeros. La atroz epidemia de fiebre amarilla de 1871, que se llevó la vida de muchos de sus colegas, pese a su frágil salud lo encontró en la primera línea. “Los iniciados de la Facultad de Medicina llevan la última palabra en materia de ciencia y la primera en cuestión de sacrificios” -escribió. Lo suyo era el servicio público. En pleno desastre, cuando lo nombraron con un sueldo elevado lo rechazó, así como se negó a retirar la medalla que le concedieron por su esfuerzo, que consideraba un deber. De todos modos, no se opuso a una beca en París; en la Sorbona conoció a los más reputados químicos del momento, cuyas obras hizo traducir.

Por dos años había sido Diputado provincial por el mitrismo, cargo desde el cual abogó por la profilaxis social en la que incluía manicomios e inquilinatos, y persiguió el ejercicio ilegal de la medicina por cuenta de curanderos, como la “bruja doña Mercedes, el negro Ramos y ciertos boticarios”. En la Revista Médico-Quirúrgica escribió textos militantes en los que instaba a la enseñanza científica así como vinculaba la química con la industria y la medicina legal, no sin criticar los métodos anticuados de estudio. Sus ideas de reforma se dirigían a impedir que “la más noble y digna de las profesiones sea entregada a un ciego empirismo y mercantilizada sin rubor”. Su norte era el bien común. Al postular la creación de una cátedra de química industrial señaló “la necesidad de poner en manos de expertos nacionales las industrias madres del país, explotadas, sin excepción, por técnicos foráneos”. Palabras que tendrán resonancia precursora en su nieto.

En 1953, ya muerta Evita y acabada la era de bonanza, Perón convocó a una campaña de incentivo a la inventiva popular aplicada a la industria. Ello comportaba una inversión de la tradición ilustrada en tanto asumía que en el pueblo hay un saber eficaz equiparable al producido por los sectores con acceso a educación superior. Miles de cartas llegaron ofreciendo los más variados productos de la imaginación técnica destinados a la grandeza de la nación y el bienestar colectivo. Perón repetía así el gesto de su abuelo, que había sido el creador de la Oficina de Patentes desde la que instigó a la invención de métodos de conservación de la carne dado que el saladero no lograba, con su tecnología rudimentaria, abastecer al creciente mercado exterior. Por otra parte, Tomás Perón fue el primer presidente de la Sociedad de Inventores. En 1873 había investigado las propiedades curativas del quebracho blanco en Santiago del Estero; antifebril y antiséptico, su descubrimiento fue reconocido poco después en Alemania por quien aisló el alcaloide.

Según la biografía escrita en 1953 por Vicente Cutolo, prologada por el Ministro de Salud Santiago Carrillo, Perón se contaba entre los primeros médicos legistas que realizaron peritajes judiciales. Tuvo a su cargo la primera cátedra de Medicina Legal y publicó sobre temas como el envenenamiento con estricninia y morfina, el aborto y el infanticidio. “Llegaba a clase con paso torpe, macilento, la tez encendida, los ojos febriles; pero cuando retomaba el hilo de la exposición con el fervor de la cátedra era como si cobrase aquella arrogancia viril de los años mozos que iluminaba de nuevo su rostro, en el que lucía la frente muy amplia, la tez fina, herencia nórdica de la madre, los ojos expresivos, brillantes” -escribe un alumno.

Impedido de continuar trabajando, tras 24 años de servicio Sarmiento le concedió una temprana jubilación. Distinguido como médico, químico, docente y político, se retiró a su casa quinta de Ramos Mejía, donde se abocó al estudio y la práctica de la botánica, siendo de los primeros en dedicarse a esa disciplina de manera científica. Se dice que poseía la colección de rosas más completa de América. Un siglo después, en Puerta de Hierro, su nieto lo emulaba cultivando rosales, afición melancólica que, gustaba recordar, había heredado de su antepasado.

Tomás Liberato Perón falleció el 1 de febrero de 1889. El primero de sus tres hijos, Mario Tomás, padre de Juan Domingo, había nacido en el ‘67 de su relación con Dominga Dutey, una viuda de origen francés, madre de dos hijas, con quien se casará poco antes de morir. Mario, también de salud frágil, será llevado a vivir al campo de Eulogio del Marmol, intendente de Lobos y socio de su padre, quien le obsequiará al ilustre médico el cráneo de Juan Moreira, asesinado allí en 1874. Lo curioso es que los abuelos maternos de Perón, Mercedes Toledo y Juan Ireneo Sosa, habían dado amparo a Moreira en Lobos mucho antes de que su hija Juana se vinculara al Dr. Perón, que atendía pacientes en Baradero, Quilmes, Azul y Roque Pérez, nombre de su amigo muerto durante la fiebre amarilla y cuna del futuro presidente. Mario, padre del general, donó el cráneo al Museo de Luján. De niño, Juan Domingo asustaba con la calavera a sus tías. En los años setenta, merced a la película de Leonardo Fabio, Juan Moreira será el símbolo la rebelión popular contra la injusticia. Peronista, claro.