En la súper comentada miniserie Adolescencia, recientemente estrenada en la plataforma Netflix, Jamie mata a su compañera de curso, Katie. Jamie y Katie tienen trece años, el objetivo que guía la trama narrativa no es develar si efectivamente Jamie mató a Katie, si acaso no aparecerán otras hipótesis que cobrarán fuerza a lo largo de los cuatro capítulos que contempla la miniserie, el objetivo es, mejor, entender por qué Jamie mató a Katie. La razón aparece, casi al final, pero es endeble.

Endeble o inconsistente son términos semejantes que aquí se vuelven resbalosos. Lo que es precario para el mundo adulto puede ser indiscutiblemente lógico para jóvenes, adolescentes, casi niñes. Ahí está el punto; existe un sistema de reconocimientos, palabras, imágenes, variantes de una comunidad lingüística que funcionan en la tierra de los adultos como la lengua de un país desconocido.

Lo que abunda en Adolescencia es extranjería. Extranjería de primera mano.

Aunque la miniserie tiene la marca británica en sus entrañas (todo ocurre en Pontefract, al norte de Inglaterra) y no parece estar demasiado preocupada por articular brecha generacional con pobreza (cuestión para nada irrelevante), puede funcionar como una muy buena excusa para retornar al asunto sobre la merma de la edad de imputabilidad que en nuestro país ya suma muchísimos años. Años de una discusión alineada a la furia punitivista o al proteccionismo barato, pero jamás presente de manera seria en la agenda política del Estado. Y eso que la Convención de los Derechos del Niño (norma constitucional en Argentina) suma más de treinta años.

El tema, como resultaba esperable en un contexto político marcado por el enaltecimiento de la criminalización, y en una sociedad estructuralmente desigual y por eso violenta, ha vuelto a ocupar en los últimos meses el centro del debate. Hay que restarle tres años al tope de los dieciséis -sin que se explicite mucho porque tres y no dos, uno, cinco, diez, o ninguno-, hay que poner un límite a la delincuencia juvenil -sin que se profundice demasiado en esas juventudes-, hay que cuidar a la ciudadanía buena de las niñas y niños malos -sin problematizar en cómo es que una niña o un niño se vuelven malos.

Hagamos un ejercicio ¿Realmente la edad resuelve todo? ¿La cuestión se limita, al fin y al cabo, a los alances de una resta? Parece que la aritmética viene ganando terreno en la gestión política de los conflictos humanos. Un par de cuentas, algunos cálculos y asunto cerrado, pero claro, lo que se cierra por un lado se abre por el otro, se rompe, estalla, y en ese estallido sumas y restas simplemente alegan: Nosotras hacemos nuestro trabajo.

El régimen penal juvenil argentino, regulado por una ley establecida durante la última dictadura cívico militar (ley 22.778) con algunas reformas posteriores, no muy sustanciales, tras el recupero de la democracia, fija una escala de intensidades del reproche penal a partir de ciertas pautas etarias.

Aunque se suele distinguir con demasiada simpleza entre jóvenes no punibles y punibles, lo cierto es que por debajo de los dieciséis años toda persona que cometa un ilícito, de cualquier tipo y entidad, es para el sistema penal inimputable (por añadidura no punible), por encima de esa edad y hasta los dieciocho años la clase de ilícito importa, e interesa en función de sus consecuencias punitivas. En los casos de ilícitos que prevean de manera exclusiva penas de multa, inhabilitación o privativas de la libertad menor a dos años, podremos hablar de personas imputables no punibles, fuera de eso estaremos ante imputables punibles, sometidos a un régimen diferenciado de tratamiento hasta alcanzar la mayoría de edad.

Eso dice la ley que, como todo instrumento normativo, poco cuenta de los ciclos vitales de niños y jóvenes que delinquen, nada dice sobre los modos que adopta la violencia, sobre cómo lo que agrede usualmente regresa en forma de agresión, y mucho menos devela que las maneras que asume ese “trato diferenciado”, en nada son más beneficiosas –lo que suele creerse-, en comparación con las que recibe un adulto. Un instituto, un hogar, una residencia, no dejan de ser cárceles porque no se les ponga ese nombre.

La ley no sabe de pobres, pero tampoco sabe de niñes y jóvenes. La ley no sabe lo que implica ser un niñe o un joven pobre. Las leyes, usualmente, miran a la pobreza con un prisma muy pequeño, limitado, demasiado burgués. Las leyes, adultocéntricas por excelencia, ignoran que la infancia y la adolescencia son expresiones de una cultura que habita dentro de otra.

Pero no nos alejemos tanto, mantengamos la atención en los números, retornemos a las disciplinas del cálculo y busquemos un límite etario para pensar una imputabilidad coherente con las estadísticas de los últimos tiempos ¿Cuántos años hay que bajar? ¿A qué edad delinquen los niñes?, y sobre todo, qué niñes.

¿Once?, menos, ¿nueve?, falta, ¿siete?, más. ¿Seis?, ¿cinco?

¿Estamos dispuestos a encarcelar a niñes de cinco años? Y si es así, de acuerdo a los fundamentos que posee en nuestro país la pena privativa de libertad ¿Pretendemos su resocialización? ¿Le pediríamos que a través de la pena revele, de manera clara y contundente, su cabal entendimiento por la ley? La situación es tan disparatada que la respuesta a estas preguntas se resuelve entre la vergüenza y la carcajada.

Es que el asunto no pasa por ahí, no se limita a una operación matemática. Las niñeces y adolescencias, son, en menos o en más, esa parte dolorosa del conflicto social que no queremos ver.

Hay que meter los pies en el barro, hundirse hasta la cintura, andar con el hedor en la nariz para comenzar a mirar. Mirar, que es no solamente ver.

Como pasó con “B”, que con once años llegó a una residencia del Estado sobremedicado, babeando, duro, agresivo, echando patadas a todo lo que tuviera en frente. Cuando comenzó a salir del sopor y se ablandó, hizo granja, se sumó a la murga, estaba listo para participar en una muestra. Una tardecita de invierno, sin muchas explicaciones, lo trasladaron a otra residencia porque su tiempo ahí había terminado. Parecido a un armario, va de un lugar a otro de acuerdo a las necesidades del espacio.

O “L”, que con menos de diez se fue a vivir a la calle con su padre porque en la casa no la soportaba nadie.

O “R”, que apenas cumplidos los nueve llegó al hospital con quemaduras graves, inconsciente, después de volar varios metros mientras robaba cable.

O “S”, que comenzó a prostituirse a los trece, o “F” que desde los ocho se junta en la canchita del barrio a fumar pipazo, o “T”, que ya pasó por varios institutos y ahora, con una hija, tiene que volver a la calle porque cumplió los dieciocho.

Son letras, iniciales de nombres que existen, rótulos de experiencias que se multiplican por mil. Es complicado pensar cómo se logra zafar de la ilicitud cuando lo que se recibe desde tempranísima edad son todas ilicitudes.

Cuando una política estatal se reparte entre la retirada y la cosificación, en nada sorprende que luego, el refuerzo, venga por el lado del castigo. Similar a las consignas anti abortistas; preocupadas por el niño por nacer muy poco hablan del niño nacido. Luchar por lo que no existe es romántico, y poco arriesgado.

Claro que Jamie no es uno de estos niños. El personaje de Adolescencia parece tener resueltas varias cuestiones materiales de existencia, aun así, el crimen ocurre y la manera de posicionarse ante ese hecho, terrible e irremediable, muestra a Jamie como parte de un grupo social en el que la distinción entre lo tangible y lo abstracto, la realidad y la fantasía, lo reparable y lo que no lo es, se desvanece por frágil.

Entender al cuerpo ajeno como una frontera, demarcarse de los mandatos impuestos por una masculinidad nociva, asumirse distinto sin que eso implique un tremendo malestar, renegar del desprecio al otro como forma de reconocimiento grupal, son solo una parte de los desafíos que enfrenta una personalidad en desarrollo, todavía en progreso. Por algo la Convención de los Derechos del Niño asume a la infancia en virtud de una voluntad progresiva, por algo, dice el Tratado, se es niño hasta los dieciocho.

Esto no justifica a Jamie, tampoco es un argumento a favor de los ilícitos que pudieran cometer “B”, “L”, “R”, “S”, “F”, o “T”; tan distintos y tan comunes en algunos puntos. Es que no se trata de justificar sino de entender, y sobre todo pensar a quién le resuelve el problema la merma de la imputabilidad.

En Inglaterra, donde transcurren los sucesos de la miniserie, la inimputabilidad se ubica por debajo de los diez años, y sin embargo Jamie, y sin embargo Jon Venables y Robert Thompson tenían 10 cuando asesinaron en 1993 a James Bulger de solo dos años.

No se delinque menos porque la ley penal irrumpa antes.

La niñez y la adolescencia son momentos para aprender a amar y amarse, odiar y odiarse, dolerse, salir al mundo. Como ocurre con la vez inicial, gritamos, lloramos. Adentro estábamos mejor.

¿Qué hacemos con eso? ¿Todavía pensamos que la cárcel es un buen educador?