Por las tardes, más bien cerca de la noche, cuando el silencio empieza a ganar el bosque y el mundo parece haber muerto, el rumor del mar sugiere una tristeza de naufragio. De acuerdo, es otoño y el cielo se va oscureciendo hasta que de pronto, cuestión de segundos, un instante, y es negrura: ni nos damos cuenta que súbita vino la oscuridad. No conviene dejarse llevar por la melancolía: nunca se sabe en qué puede desembocar. Viene al caso lo que escribió Francis Scott Fitzgerald (1890 -1940) en su aciago The Crack Up, traducido como El derrumbe, aunque quizás sea más apropiado y legítimo “El quiebre”: “Es claro que toda la vida es un proceso de descomposición, pero los golpes que ejecutan el aspecto dramático del trabajo -los enormes golpes repentinos que vienen o parecen venir de afuera, los que uno recuerda y sobre los que uno carga las culpas en los momentos de debilidad, aquellos de que habla a los amigos-, no exhiben sus efectos en el acto. Hay otro tipo de golpe que viene de adentro, que no se siente hasta que es demasiado tarde para hacer algo, hasta que se advierte en forma definitiva que, en cierto sentido, uno no volverá a ser el mismo de siempre. El primer tipo de ruptura parece producirse con rapidez, el segundo sucede sin que uno lo advierta, pero en verdad surge de repente”. Así de pronto, en la tarde anochecida, este fragmento de Scott Fitzgerald me vino a la cabeza: lo que dice es que la vida pasa rápido, sin que uno se dé cuenta de los momentos indiferentes o dolientes. A veces ocurre: el día se pasó volando y ya fue. Cuando menos lo esperamos el día pasó y uno empieza a pensar con remordimiento todo lo que pudo haber hecho para repararlo y no hizo y nos ataca ese amargor del tiempo perdido. Estoy convencido de que en más de un momento de sus borracheras y resacas, el escritor debe haberlo sentido.
Es cierto que hoy no pude escribir una sola línea pero si reparo que me pasé buena parte de la jornada leyendo El pequeño Gatsby de Rodrigo Fresán, y después, en un rapto, otra vez, una vez más, El Gran Gatsby, entonces la percepción cambia y el tiempo adquiere otra dimensión, tiempo recobrado al haber compartido la vida tan corta, tan intensa, de Scott Fitzgerad, fallecido en el olvido a los 44 años. Que conste: este año es el centenario de su novela El Gran Gatsby. Y el libro de Fresán es tan corto como lo fue la vida breve del autor. Transcurre, en sus pocas y veloces 118 páginas minúsculas, plagado de anécdotas y citas y se puede leer como ensayo biográfico pero también como análisis literario. Su documentación es tal vez la mayor compilación de bibliografía sobre el escritor hasta el presente: están sus momentos de gracia y el deterioro de sus dones, que no fueron pocos y hoy constituyen la obra de uno de los clásicos más inspirados de la literatura norteamericana. No ha sido poco el mérito de Scott Fitzgerald y tampoco el de Fresán al plasmar la epopeya tortuosa de un malogrado y su reinvindicación póstuma.
El pequeño Gatsby termina, como este día, antes de lo esperado y la historia de Scott concluye como el día que pasó, oportunidades despilfarradas, copas de cristal vacías volcadas sobre el mantel de la fiesta, algunas manchadas con rouge. Pero la máxima virtud del libro de Fresán está en otra parte: esa en que uno va a la biblioteca y busca entre los libros de Scott Fitzgerald porque se ha dado cuenta que este año todavía no lo volvió a leer. Y digo leer y no releer porque Gatsby siempre está empezando de nuevo con un principio moral (y hay que reconocerlo, si la ficción es un género moral las narraciones de Scott Fitzgerald secuencian pensamientos morales como nadie lo hizo): “Cuando yo era joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces: -Antes de criticar a nadie -me dijo-, recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú”. Y esta debe ser una de las grandes y esenciales frases de arranque de una novela así como la final lo es: “Así seguimos, botes contra la corriente devueltos sin cesar al pasado”. Lo que va entre la primera cita y la última es ese milagro narrativo que cuenta a un joven pobre que se inventa a sí mismo con tal de lograr una posición fastuosa para reconquistar a la chica rica que fuera el amor de su vida antes de partir a la guerra. De qué trata la trama, puede preguntarse uno. Trata de un inocente que empecina su vida pensando que se puede repetir el pasado. La trama voluntariosa de un enmascaramiento con tal de conquistar a la amada no es nueva, pero lo que sí lo es: la forma, ese ir descubriendo de a poco, por entregas, acercándose y adentrándose en el retorcimiento de un corazón enamorado y todo lo que es capaz de ser y ocultar con tal de concretar su propósito. Y es en ese strip tease narrativo donde Gatsby se transforma en héroe condenado a morir joven como deben morir los héroes.
Se sincera Fresán: “Hay gente que tiene muchos hijos, muchos autos, muchos gatos o perros, muchos millones o muchas deudas, muchas ganas de hacer o de no hacer tantas cosas...Yo tengo muchos Gatsbys: muchos ejemplares y ediciones diferentes de El Gran Gatsby. Y yo escribiré ese “Gran” siempre con G mayúscula, con una gran G. Y es que siempre Tengo muchas ganas de volver a leer El Gran Gatsby. Esa novela a la que puede calificarse como la más breve (pero no por eso pequeña) de las Grandes Novelas Americanas y a la que poco y nada cuesta considerar perfecta en fondo y forma, en trama y tono, en estilo y ritmo. Un milagro irrepetible (si bien Francis Scott Fitzgerald al escribir la desequilibrada Suave es la noche parecía haber encontrado su destino en la inconclusa y póstuma El último magnate que no supo ser entendida y apreciada en su momento) El Gran Gatsby por estos días cumple un siglo de vislumbrar esa inalcanzable luz verde al otro lado de la bahía donde reside la amada. Esa luz verde que no es otra cosa que el pasado imposible de recuperar pero, aun así, constante y nunca del todo pasajero. Un pasado para siempre como para siempre es El Gran Gatsby”. Sí: aunque El Gran Gatsby sea algo que creímos dejar atrás siempre podrá volver a ser aquello que tenemos por delante”.
El entusiasmo de Fresán es, por lo menos, contagioso. Tentado de desplegar la montaña rusa emocional que significa el trayecto relámpago destellante de chico pobre a chico rico que padecerá toda su vida la necesidad de dinero para mantener, además de una mujer loca, una existencia de escritor millonario (y esto se comprueba con una lectura de su correspondencia con el editor y amigo Maxwell Perkins, correspondencia por momentos más preocupada por el dinero que por la literatura). Esencia y simulación, pasión y alcoholismo, la vida de Scott ha sido/es paradigmática para no pocos escritores (todos revisados y citados por Fresán) y su autoexigencia en cuanto al cuidado obsesivo de una poética personal que despertaría elogios del mismísimo T.S. Eliot. Con eso del perfeccionamiento de una marca, muchos también se confundieron el mito, la conjunción de alcohol con escritura, sin conseguir más que la parodia (suele suceder: en la imitación de un estilo se cae con estrépito en la parodia). Por otro lado, o el mismo, evitar las adaptaciones cinematográficas de la novela, todas patéticas.
Y casi sin darme cuenta, el día que en un principio pensaba perdido, al caer la noche en El Náutico, y cerrar el libro de Fresán y empezar por enésima vez “El Gran Gatsby” sentí un tiempo recobrado. Agradecí una vez más, también enésima, la generosidad fresaniana en transmitir la emocionalidad de un libro y decidí volver al garaje donde escribo últimamente y contarles esta experiencia de lectura preciosa tan infrecuente. Leer es ya escribir.