Desde Cannes
¿Acaso hay algo nuevo para decir de La quimera del oro (1925), uno de los grandes clásicos de Charles Chaplin? Pareciera que no, que todo ya ha sido escrito, que todo el mundo la ha visto o cree haberlo hecho. Pero bastó para que Thierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes, le pidiera al público que colmaba el hermoso Théâtre Debussy que levantaran la mano aquellos que nunca la habían visto (“No sean tímidos, ¡vamos!”) para que la sorpresa fuera mayúscula: una gran mayoría de los casi 1100 espectadores distribuidos en las dos bandejas que tiene la sala reconoció que esa proyección -concebida como la pre-apertura de la edición número 78 del festival de cine más importante del mundo- iba a ser el primer encuentro con The Gold Rush en su vida. O quizás el primero en una sala de cine, que es como verla también por primera vez.
La gran mayoría, claro, eran manos jóvenes, felices de estar celebrando allí –con dos de los nietos de Chaplin arriba del escenario- los cien primeros años de La quimera del oro, la mayor superproducción que alguna vez encaró uno de los grandes maestros del cine mudo, un actor y director sin parangón, que sigue atrapando a su público como hace un siglo, sin necesidad de efectos especiales, trucas digitales o colorización de ningún tipo. Se trata también de un film que sigue siendo actual, porque a su modo habla de las migraciones, de la pobreza, incluso del hambre, pero lo hace de un modo tal que allí donde hay una tragedia Chaplin siempre logra sacar de su raído sombrero hongo -como el mago que era- el humor, la solidaridad, el amor.
Tal como explicaron los responsables de la flamante, impecable restauración en 4K, un trabajo conjunto de la Fondazione Cineteca di Bologna y el laboratorio L’Immagine Ritrovata, La quimera de oro se estrenó en junio de 1925 y fue un éxito de proporciones, pero la llegada del sonoro la fue llevando el olvido, lo que motivó a Chaplin a reestrenar el film en 1942, con una banda de sonido de su autoría y notorias diferencias de montaje con el film original. Hacia 1993, los especialistas Kevin Brownlow y David Gill lograron restituir en gran parte la versión de estreno, pero aun así con faltantes, que son los que ahora reconstruye esta versión con la ayuda de infinidad de archivos a ambos lados del Atlántico, entre ellos el BFI National Archive de Londres, el Bundesarchiv de Berlín, la Filmoteca de Catalunya, y el George Eastman Museum y Museum of Modern Art (MoMA), de Nueva York.
En una recordada, encendida defensa del austero Buster Keaton que alguna vez ensayó un joven surrealista llamado Luis Buñuel, el autor de Un perro andaluz se sintió en la necesidad de atacar lo que él llamaba “la infección sentimental” de Chaplin. Razones no le faltaban, porque su clásico personaje del Vagabundo convocaba a la risa, pero también a la más pura emoción (y más aún cuando Chaplin decidió agregar su propia música a sus películas, una música que invita a la compasión e incluso a la lágrima). Pero el ingenio visual de Chaplin siempre se impone y se vuelve literalmente genial, como lo prueban algunas de las escenas más justamente famosas de La quimera del oro.
Por caso, la cabaña inclinada al borde de un acantilado, barrida por el viento y la nieve, y a punto de despeñarse con Carlitos adentro, tratando de remontarla, como si fuera una montaña resbaladiza. O la danza de los pancitos, cuando sueña con que divierte a cuatro bellas jóvenes –entre ellas Georgia Hale, amante de Chaplin en esa época- durante una ilusoria cena de Año Nuevo. O el Vagabundo comiéndose su propio zapato, con los cordones como si fueran vermicelli y los clavos los huesitos de un pollo, una escena icónica, que Chaplin imaginó a partir de los relatos verídicos de aquellos que habían logrado sobrevivir a la fiebre del oro y llegaron a contar penurias equivalentes durante sus aventuras en Alaska. Perros, gatos, burros y hasta un oso también forman parte del generoso elenco de una película que –como lo prueba esta exhumación de la sección Cannes Classics- no deja de revivir cada vez que su luz vuelve a brillar en la oscuridad de un cine.
A su lado, en cambio, el modesto musical francés Partir un jour, de la debutante Amélie Bonnin, que exhibió este martes el Festival de Cannes en su gala de apertura (en la que Leonardo Di Caprio le entregó una Palma de Honor a Robert De Niro), luce más bien tristón, pobre, desvaído. Hay varias razones para que este “film-karaoké” –como ácidamente lo definió el matutino Libération- haya sido elegido como film inaugural: es el primero dirigido por una mujer que ocupa ese lugar de privilegio en los 78 años de historia del festival; funciona como una afirmación del carácter popular de cierto cine francés pensando esencialmente para alimentar el mercado interno; y la infinidad de canciones del repertorio europop nostálgico que forman parte de la banda de sonido –es fantástica la versión que hace la veterana Dominique Blanc de “Parole, parole”- invitan al público francés a identificarse con la heroína (Juliette Armanet), una hija de la clase trabajadora de provincia que gana un concurso como “top chef” parisina.
Al fin y al cabo, Francia es el país de la gastronomía, de la chanson y del cine. Y del amor, por supuesto, que aquí no deja de hacer su aparición en clave melancólica, algo así como “lo que no fue”. Los personajes son todos simples, nobles, incluso tiernos, sin mayores complicaciones que no sean los de la vida de cualquiera, y eso siempre se agradece en un festival que recién comienza y para más adelante promete sufrimientos varios. Pero para eso, todavía falta. Parafraseando a Bette Davis en La malvada (1950), “vayan ajustándose los cinturones, este va a ser un festival movido”.