En La moneda falsa, Baudelaire narra una situación de gran actualidad en tiempos de neoliberalismo, en que los valores imperantes son el individualismo, la falta de solidaridad con el semejante, así como la ausencia de toda culpa respecto de su padecimiento.
Así se titula el cuento de uno de los poetas llamados malditos, el más destacado por su crítica de la moral propia de la época decimonónica, y por ello censurado por una sociedad conservadora en la que imperaba la hipocresía y el doble discurso.
El cuento es una denuncia de esa falsa moral burguesa reinante y la contradicción existente entre el dar, hacer caridad para ganar el cielo y el conseguir una ganancia, un plus, un negocio. Caridad y hacer negocio, una articulación imposible para una pretendida intención honesta.
Dos amigos van a un estanco a comprar tabaco, y el que lo paga guarda el vuelto en distintos bolsillos de su pantalón. Luego, al pasar junto a un mendigo le da una moneda. Su amigo y el mismo indigente quedan perplejos al ver que la moneda era de plata (¿o sería una Libra?). Cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía. Sin embargo, su amigo aún no desconfía sino que, entre sorprendido y admirado, le manifiesta su desconcierto ante ese acto excesivo. El interpelado a su vez subestimando el hecho y responde: “es moneda falsa”. Es con este hecho falsamente caritativo que aspira a ganar el cielo y al mismo tiempo obtener un beneficio, ya que esa moneda no le sirve y la tiene que hacer circular y así las fuerzas del cielo lo compensarán por esa acción.
Lo interesante de este relato es la reflexión posterior. ¿Puede un acto pretendidamente caritativo --cuando en realidad es una estafa-- ser también un acto calculado para perseguir un beneficio personal? Es necesario --dice-- anotar la diferencia entre ineptitud de cálculo y maldad. Si bien nunca hay excusas para hacer el mal, Baudelaire reconoce al que es malo cierto mérito, si admite que lo sabe. Y agrega que el vicio más irreparable es el de hacer el mal por estupidez o tontería, incluso mucho más grave aún es cuando además de no asumirlo, el estafador se ubica en posición de víctima, estafado.
Podemos decir que a la doble moral que reinaba en los tiempos modernos, la de la hipocresía, se suma hoy otra categoría más nefasta aún: la mentira de la posverdad. Son tiempos de mentiras pero sin ocultamientos, reina la transparencia, esa que admite el mal sin culpa ni condena. Ha caído la máscara dejando su lugar a un cinismo sin límite.
¿Estafa o tontería? ¿A qué fin sirve plantear la disyuntiva, si cualquiera de las dos son igualmente condenables?
Una pregunta insiste entonces: ¿por qué ante una mentira o verdad desnuda maliciosa se demora la respuesta condenatoria? Es la naturaleza perversa imperante de las fake news, de la posverdad, de los mecanismos de captación de consumidores, de los trolls. En los que impera la desmentida: se sabe pero aun así... Nos dejamos llevar por esas falsedades como en el cuento del flautista de Hamelin, hacia un destino de muerte de lo simbólico. De otro modo, ¿cómo puede ser creíble que hacer el mal es para alcanzar las fuerzas del cielo?
O tal vez, para obtener una ganancia para unos pocos, como sucede en los juegos de azar, o la ruleta rusa, juegos que actualmente constituyen una gran preocupación por la adicción a las apuestas que se está generando hasta en los niños. La ludopatía y otras adicciones no son causadas únicamente por el estímulo que constituye la tecnología, sino por los intereses de un mercado de capitales que extiende sus tentáculos para obtener más ganancias.
Son tiempos de un capitalismo en su fase financiera más salvaje, en donde las tecnologías digitales, los algoritmos, alcanzan su punto máximo de abstracción del capital, impactando sobre los individuos, quienes se distancian de su responsabilidad respecto de la comunidad. Cuando se maximizan las ganancias individuales y el dinero deja de estar asociado a la dignidad del trabajo, es reemplazado por la consigna egoísta que se deriva del dominio del Mercado, donde los más vulnerables son pasibles de ser abandonados a su suerte o a desaparecer. Los adolescentes, con su tendencia a las actuaciones, son una de esas víctimas.
Precisamente es lo que viene aconteciendo hace ya tiempo con los adolescentes: ciertas prácticas colectivas mortificantes de incitación al suicidio son vehiculizadas por la red informática a través de juegos de azar, cuyo lenguaje digital, binario, tiene un carácter arbitrario, inevitable, como el todo o nada de la perinola, que en estos casos señala una solución letal: a quien le toca hacer la próxima “jugada” se notifica vía mail por un simple enunciado: ahora te toca suicidarte.
La mayor radicalización de esta lógica de abstracción del capital es la monetización, todo es dinero, pero ahora financiarizado en extremo como en las criptomonedas.
Volvamos al principio. En toda esta situación de manipulación de la credibilidad que nos acerca el cuento de Baudelaire ¿hubo estafa, hay estafa o estupidez? Decididamente ambas.
Mirta Pipkin es psicoanalista.