Una heladera naranja, una niña escondida, y un sueño con Moria Casán

La heladera Bambi naranja era el lugar más seguro del mundo.

Atrás de ella, nadie me veía. Ni los monstruos ni los adultos.

Atrás de la Bambi olía a perejil mojado y a motor cansado.

Y desde la cocina volaban los gritos como los platos:

—¡¡Viejo pajerooooo!! ¡¡No me tomes por pelotudaaaa!!

Mi abuela ladraba con la cara roja odio. Un rojo nuevo, que descubrí ese mismo día. Yo, escondida, me abrazaba las rodillas. Chiquita. Seis años. Era 1984, en una Argentina que olía a libertad, a nervios, y a televisores a perilla.

El lío empezó cuando la abuela encontró, atrás de la caja de herramientas del abuelo, unas revistas escondidas. No era El Gráfico, ni el Semanario de siempre. Era Libre. Y en la tapa estaba Moria Casán, en tetas. Más grande que Dios.

Yo ya la había visto una vez: el abuelo viniendo del kiosco, con el diario, El Gráfico (con un jugador de Central en la tapa), el Semanario de chismes para la abuela, y esa revista enrollada como serpiente. Se hacía el boludo, pero yo lo vi. Clarito.

Ese día, cuando la abuela la encontró en el taller, se armó.

Se armó mal.

-¡¡Degenerado!! -gritaba Normi, la tía más trágica, con el portacosméticos en la mano como si fuera un arma. Siempre parecía estar a punto de desmayarse. 

-¡Aflojá, Normi! ¡No es para tanto! -decía Su, la tía moderna, la que fumaba a escondidas cuando me sacaba a dar vueltas.

El abuelo, sudando, con el cinto medio flojo, defendía su honor:

—¡¡No es pornografía!! ¡¡Es algo erótico!! ¡¡Hay que dejarse de joder, estamos en democracia!!

¡¡Somos hombres, vieja!! ¡¡Todos hacen esto!! ¡¡No me tomen por gil!!

Y la abuela, como una loca, le revolvía un mate que yo misma le había escupido un poquito (porque en esos días yo me vengaba así, sin que me vieran) y se lo tiraba de mala gana mientras le alcanzaba la pastilla de la presión.

Cada tres horas, como un reloj oxidado, el abuelo se quejaba:

-¡Aflojá, vieja! ¡Aflojá!

Y yo, pura confusión y fantasía, pensaba:

¿Qué es porno? ¿Qué es erótico? ¿Por qué tener tetas es tan grave?

¿Por qué me imagino que yo, un día, voy a tener unas bien grandes, y las voy a pasear por todo el mundo, y nadie me va a decir nada?

Porque mamá, por ejemplo, tiene unas tetas preciosas.

Es joven, simpática por demás, huele a colonia de rosas y a pelo húmedo. Y cuando papá la dejó, lloró dos o tres días con suerte.

Después apareció el nuevo.

El novio que le dice que sí a todo, que la mira como si fuera un mito pagano viviente, que la lleva a Mar del Plata y le compra bombachas en el Paseo Diagonal.

Ese hombre la trata como lo que es: una reina.

Una mujer que se merece lo mejor.

Una diosa popular con derecho a todo.

Y yo sabía -sabía con certeza- que eso me iba a pasar a mí también. Cuando fuera grande.

Me imaginaba en tacos altos, en bata de satén, con pestañas que soplan viento, con tetas que se movían por su propia turgencia.

Me imaginaba con la boca roja, riéndome fuerte, viajando en una moto gigantesca, firmando autógrafos, dando entrevistas, comiendo uvas en un diván.

Un día iba a ser tetona.

Vedetonga.

Estrellísima.

Me iba a reír a los gritos, como las minas que no piden permiso.

Iba a brillar como una estrella enorme que no se apaga nunca.

Iba a ser reina.

Como mi mamá.

Como Moria.

Como las mujeres que sobreviven al desamor y se ponen brillosas.

Y si papá no venía a buscarme, no importaba.

Nunca venía.

Ni a los actos escolares, ni a los cumpleaños, ni a rescatarme del quilombo. Porque mi papá no brillaba.

Ni tenía tetas.

Y mamá estaba en la Bristol, panza arriba, con las tetas al sol y el novio nuevo cebándole un mate o preparándole un Cinzano.

Yo tenía la Bambi naranja.

Tenía mis fantasías.

Tenía las revistas escondidas.

Y la certeza de que el mundo, tarde o temprano, se rinde ante las mujeres que brillan. Las que ríen fuerte.

Las que tienen tetas.

Las que no piden permiso.

*Actriz, escritora, narradora y vedetona popular. Vive entre Rosario, Buenos Aires y el centro exacto de la escena.