“El gran cine pone la violencia en tu cerebro no en la imagen”
Gilles Deleuze
Hay símbolos que no gritan, pero matan. Un emoji puede parecer un juego inocente, pero también puede ser una máscara transformada en dolor ilustrado. Un gesto mínimo que, al repetirse, talla una idea. Un dedo señalando sin cuerpo.
En el borde de lo cotidiano, en una escuela —entre las tareas, las charlas, los recreos— hay un universo en penumbra donde lo no dicho pesa más que lo dicho. El no decir y lo dicho. Un lugar donde lo que se borra vale tanto como lo que se publica.
Las redes no son sólo una extensión del mundo real. A veces lo duplican, lo multiplican, con sombras, con fisuras, intersticios. ¿En qué momento un simple símbolo se volvió capaz de nombrar el dolor?
Ya no vivimos solo en la realidad tangible: también somos perfiles, rostros prestados que revelan una versión posible de nosotros mismos. Y en esa construcción, en ese simulacro, hay palabras y símbolos que funcionan como sentencias. Un emoji lanzado al pasar puede ser un juicio. Una etiqueta. Y ese lenguaje breve, a veces silencioso, perfora más que un grito.
Algo de esto ocurre en la serie inglesa: Adolescencia. Un chico que parece tenerlo todo —una familia estable, amigos, una rutina— guarda en secreto un mundo que nadie ve. Lo que debería ser un refugio, como la casa y la escuela, se vuelve irrelevante frente al monstruo silencioso que habita en las redes.
En un momento, ella lo llama “Incel”. La palabra se suelta con ligereza, sin pensar en el peso que puede cargar. Nadie parece notar el impacto que genera. Ni siquiera ella, la chica que lanza la etiqueta como quien arroja un papelito al viento. Lo que parecía una burla más, otra, se convierte en realidad en una flecha lanzada sin vuelta atrás.
Ahí empieza todo. O tal vez ahí se enciende lo que ya venía ardiendo. A veces el silencio es el lenguaje más ruidoso. En la serie, el único lugar donde se revelan los síntomas del malestar es en Instagram. ¿Qué papel juegan el anonimato y los algoritmos? ¿Qué forma toma hoy la violencia simbólica cuando se esconde bajo likes o emojis que parecen chistes?
Quizás lo virtual ya no sea una extensión de lo real, sino un mundo autónomo, con sus propias reglas. Cada perfil anónimo puede ser un refugio donde se esconde la frustración. Desde allí, algunos disparan para no sentir. Para no sufrir solos.
Y así, los que callan en la vida real, tal vez estén gritando en otro idioma, en otra dimensión. Ese enojo encuentra en las redes un lugar cómodo para crecer. El resentimiento se mueve como una corriente subterránea donde se valida y se amplifica.
Las etiquetas como “incel” se repiten hasta parecer verdad. Y el odio hacia las mujeres que algunos adolescentes manifiestan, no siempre nace de la nada sino que se alimenta de ese mundo digital, de comunidades en las que el desprecio se normaliza y se fortalece.
¿Por qué los adolescentes no encuentran contención fuera de ese mundo? Tal vez porque el lenguaje que construyeron está completamente disociado del que hablan los adultos. Tal vez, porque hoy basta un emoji para clasificar a alguien.
El problema no es demonizar las redes. El problema es no poder leerlas como un mundo con reglas nuevas, donde se crean comunidades que giran, a veces, en torno al odio. Un odio que no siempre se grita, pero que deja marcas. Que empuja, que excluye, que silencia.
Lo que muestra tan bien Adolescencia, es una realidad paralela en la que los adolescentes sobreviven como pueden en una escuela que no es ajena a este nuevo lenguaje. Una realidad como parte de una marea invisible donde hacen sus propias leyes, y donde todo, incluso el dolor, encuentra refugio. Quizás hoy el dolor no esté a simple vista; quizás quede guardado en la nube. Justo bajo la superficie del aula.