Mi hermana me dice: “No sé de teatro, no sé si entendí, pero me gustó mucho”. Y yo le digo: “¿Qué sí entendiste?”. Ella: “Ritmos, movimientos, algo del llanto”.
Salimos del teatro un lunes de otoño furioso y cruzamos ese diálogo. Mi hermana es fotógrafa y supo ver que la obra se organizaba en la narrativa del cuerpo, no en la narrativa del argumento.
Las cuatro intérpretes (Gisela Baiardo, Bernardita Epelbaum, Delfina Oyuela, Eva Palottini) tienen el pelo largo y son, por momentos, caballos; por momentos, juncos; por momentos, nubes de pelos. Podría ser la continuación de un retrato de Irina Werking, la artista que saca fotos a mujeres de pelo largo y que expuso hace algunos años en el Teatro San Martín: niñas con el pelo de más longitud que sus propias piernas, adolescentes que con el pelo pueden alcanzar lo lejano. Pensé en esa muestra cuando vi Maldito Desierto (lunes 20.30 h en Casa Estudio Teatro) y pensé que el pelo es un órgano superficial, un escudo a la vez que un pincel. Aquella vez en la muestra de Werking y esta vez en la obra de Bernardita Epelbaum pensé la idea de que el cuerpo es un animal, nuestro animal, y que el vínculo que entablamos con la criatura que nos habita es una conversación que hay que poder escuchar.
Poder hacer algo empieza en hacerle lugar. En hacer visible esa posibilidad.
En la obra, lo que se dice se dice susurrado. Con suavidad. De hecho, yo salí del teatro pesando tres kilos menos. No es literal, claro está, pero viví por algo menos de una hora la experiencia de la levedad. Ese estado que conoce el cuerpo luego de un ataque de llanto. Pero sin llanto. En Maldito desierto no se necesita de la fuerza para ser fuerte, no se acude a la descarga para liberar. Los gestos son sensuales. La atmósfera se va tramando junto con las emociones que se suceden una atrás de la otra. Los cuerpos inauguran espacios en una geografía que parece no tener relieve hasta que aparecen el pie, el hombro, el pelo, la mano y las partes de cada una que se dan la continuidad. Como bien pasa con las melenas, que parecen extensiones livianas de las ideas, del cerebro, extremidades sensibles y brillosas de una lengua que juega.
Invité a mi hermana al teatro un día lunes y el sábado anterior había invitado a mi novio a un recital. De alguna manera pensaba que las experiencias se iban a hablar entre sí. Los hermanos Gutiérrez presentaron sus últimos discos (Hijos del sol, El bueno y el malo) durante algo parecido a dos horas de reloj y un viaje alucinado. No hay palabras en lo que hace el dúo de guitarristas ecuato-suizo. Son dos guitarras y a veces una percusión lo que administra el sonido de la aventura. Nosotros, desde la platea, escuchábamos con la piel, nos dejábamos mover desde el pulso, sentimos el paisaje cósmico. El ritmo tiene eso: insiste.
El ritmo marca el paso
Me acuerdo de una primera obra de Lucia Panno, Rocío o el paisaje (2008), una pieza delicada, económica, sensible, que decía: “Una vez pensé: ‘donde entra el ritmo no entra otra cosa’, eso es lo bueno de bailar o de nadar”. Por eso sería bueno estudiar percusión.
Cuando voy a ver algo y salgo con ganas de hacer algo, en mi sensibilidad se reinicia. El enlace al futuro vuelve a titilar. A veces, lo que se manifiesta con fuerza no es un grito. (Una verdad más que clara en nuestro presente podría ser que la rebeldía no está en romper). A veces, la danza que podemos es chiquita, en un espacio limitado, un pequeño roce para darnos electricidad.
Este pensamiento me invade con recurrencia: estamos en un tiempo que, de tan líquido, se volvió árido. ¿A qué se puede jugar en horas como estas? Imagino que hay algo en el desierto que pide ser dicho en voz baja, como un vientito al oído: en el cuerpo hay gotas.
Mi hermana me cuenta que le gustó mucho la parte en la que una de las actrices se dobla como un árbol hacia atrás. Y otro momento en que otra actriz habla de que solo puede llorar cuando va a la iglesia. Cito lo que me acuerdo: “Me dieron ganas de llorar cuando entré a la iglesia y vi una cantidad de gente reunida creyendo en algo, todos juntos, a la vez”. Me permito citar mal y espero que no haya problema con eso porque, en términos de cómo lo pensaría John Berger en Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible (Interzona), eso que recuerdo es parecido a lo que realmente pasó en la obra. El parecido es lo que, a mí y a mi hermana, nos quedó resonando. Lo que permanece luego de que la obra murió (cuando terminó) y nos regaló la certeza volátil de saber que algo más allá de nosotras sucede cuando damos lugar al encuentro.
Reunirnos a escuchar un dúo de guitarras, a ver un cuarteto de performers, a jugar a que la ciudad tapa la llanura.
Esta semana empezaron las clases en la UNA; en el seminario de dramaturgia que doy en la maestría, me encontré hablando de textos, abordajes y escucha con mucho entusiasmo. Empezar tiene esa potencia: se renueva la creencia. Cité varias veces a mi amigo Ariel Farace, por ejemplo, que fue a ver una obra de teatro en Berlín y recordó cuánto le gusta no entender el texto. La experiencia de no entender es una de las experiencias más conmovedoras y a la que, por hache o por be, se la trata de eludir. Ariel me comparte un texto que prepara para su clase y lee en voz alta: “No es más importante cómo sigue algo que lo que siento cuando lo escucho”. Lo que nos gusta, mueve, atraviesa es lo que nos mantiene vivos, a flote.
En el recital de Los hermanos Gutiérrez no entendía (y no podría ni con años de estudio repetir) lo que sus manos hacían. Pero mi cuerpo sabía otra cosa. No sabría explicarlo. O prefiero no hacerlo. No por hacerme la misteriosa, más bien por dar crédito a lo que está manifestando el silencio.
Maldito desierto es la primera obra de Epelbaum. Con mi hermana salimos del teatro cantando.