Ya se sabe, la muerte propone y Dios dispone, aunque ella al trabajar por su cuenta ocasiona catástrofes astrales, incomodidades zodiacales sin consultar. Suele gambetear al Altísimo deshaciendo a su merced. Al Señor ya casi no se lo ve ni intuye siquiera, ocupado en su escritorio de nubes en papeleos, carpetones desesperantes, casos deprimentes. Por no decir imposibles. Cornamentas disimuladas en servicios noticiosos; crueldades disfrazadas de casualidades; guerras vindicatorias por la patria, territorios desgajados por la falsedad de los datos y la motivación. Campos incendiados, estafas en la Bolsa, una Corte universal pútrida, pestes, bombardeos,invasiones, expatriados y presos. No es que Dios no exista: no le alcanza con su efímera magia patibularia, anda desbordado y con insomnio. Toma somníferos. Anda en cualquiera. El Destino es una salsa roja carbonizada que gira como una perinola y cuando se detiene es tanta la bruma que ha levantado que no se discierne en qué bobera de manicomio se ha convertido. Son cartulinas que se compran en una casa de chascos que no cerró porque la municipalidad se olvidó de investigar. Hasta la mismísima Parca está borracha de tanto crimen y ni siquiera elige: apunta al azar su chuza y resigna la carga con el cuerpo al hombro. Este es el breve relato de una muerte anunciada y errónea, con el ánimo de defraudar la superchería del barrio aquel donde vine a nacer.
Yo vivía en una cortada -una de tres- clausurada en una de sus puntas por otras casas y en la opuesta por los fondos de una fábrica de cerveza que olía a ratones. Las ancianas decían que cuando moría gente seguido, se solía armar un dibujo —dedos en el aire— y si se estaba por formar una cruz con el cuarto punto, habría que cuidarse quien viviera en el flanco vacío. Por ejemplo: moría alguien en la vereda par, luego alguien más en vereda impar y en un tiempo breve alguien en un extremo, el resultado era temible y la espera se convertía en un martirio para los señalados por la geografía de la superstición: habría de morir seguramente alguien que viviera en la punta opuesta. Geometría de las defunciones. Y un mes para que se cerrase el lazo mortuorio.
Luego de treinta días de suspenso de no ocurrir nada, se borraba el maleficio. Entonces la Parca faltaba a la cita ocupada en otros menesteres. Yo oía rumores de ello mientras leía un libro sobre tesoros de piratas: debajo de cada vivienda, en los fondos de casonas, en los baldíos, cabía la posibilidad de encontrar uno. En eso estaba cuando oí la conversación sobre la cruz, los finados y el destino.
—Le toca a La Pavota —dijo una de las dos señoras
—Hoy termina el mes —recalcó la otra.
La Pavota tenía un kiosquito al lado del portón de la fábrica y era el puesto obligado de los bebedores, o de quienes en la media hora de descanso al mediodía se sentaban contra el paredón a masticar un sanguche. Había colgado una escarapela porque ya era 25 de Mayo. Más patriota que ignorante de la muerte que la acechaba. Aquello me conmovió. El negocio se abría en una nada de ladrillos como una gruta, un altar de maderas pobres en la bóveda de piedra y musgo. La Pavota era alta como un eucaliptus, con anteojos culos de botella, bondadosa, medio tonta, efectiva, fea en su belleza de mujer exótica. Yo la quería: vendía figuritas de aviones de la Segunda Guerra y como era tan distraída se le pegaban a veces dos paquetes en vez de uno y yo tomaba eso como un amigable guiño de generosidad. La Pavota era un hada buena y chicata. Y estas dos viejas desagradables de envidiosas por no tener gracia alguna estaban hablando de que se iba a morir. Esa tarde, después de los dibujitos, me senté a espiarla.
Se hizo la tardecita. Se encendieron las farolas oxidadas de la esquina, bamboleantes en la niebla. Se apagó la del kiosquito y vi cerrarse la ventanita de madera. Entonces, luego de que el batallón principal de trabajadores en bicicleta se hubo de ir, algunos volvieron en grupos de a tres y se acercaron con discreción a la puertita del kiosquito de la Pavota, que había ya cerrado el negocio. Entró uno, y al salir éste entró el segundo, y así hasta el tercero, con una botella de cerveza en la mano. Se juntaron en la esquina y allí estuvieron tomando hasta que se les terminó. Uno pasó cerca y dejó el envase al costado de la puerta de la Pavota. “Ahora, sale y al agacharse a agarrar la botella le da un paro. Ahora cae un rayo y la mata. Una perrada rabiosa la devora. Se cae una maceta de la terraza. Ahora se incendia la casa. Ahora entran fantasmas y la descuartizan.” Algo había percibido que no lograba capturar.
El manisero hizo sonar su corneta ululante en la esquina y un frío de pampa lejana me entró por los riñones. Me levanté feliz y decepcionado, fui hasta mi cueva.
Ya empezaba "Polémica en el bar" y me reí largo con mi papá, que aposentado en el sillón festejaba los chistes de Minguito. Yo miraba la claridad invernal de afuera, temblando agazapado sobre el ventanal. Esta noche moriría la Pavota y nosotros acá, sin intervenir. Me quedé dormido mucho antes de que la Muerte con su capote y su garra de estrellas fugaces se llevara a la Aurelia, una de las que había estado pronosticando el deceso de la Pavota.
—Esta vez parece que la fatalidad se puso caprichosa y esquivó el bulto -ya en la mañana neblinosa del día siguiente oí a Don Cosme decir en los fondos de la casilla donde mateaba con su esposa.
– A lo mejor solo es mala puntería- contestó su mujer.
Pensé en la víctima que no había sido y me contuve que era una fina manera de callarme, de pensar sin decir, de ver sin poder hablar, que La Pavota había derrotado el pálido final gracias a las visitas de los obreros de la fábrica.
Porque ellos, por ser hombres fuertes y no temerle a la Parca, seguro la habían hecho cambiar de dirección gracias a los empellones la habrían espantado metidos en medio de la caderas de la Pavota esa noche en que me asomé a ver llegar la Muerte y comprendí otra cosa: que la vida, que la piel, puede borrar lo letal del mundo cuando se lo propone.
Pero no lo pude hablar con nadie. Era solamente un chico.