Año 1941. Vestido de gaucho con chambergo, bombachas, botas de caña y pañuelo al cuello, Walt Disney asiste a un asado en el rancho Los Estribos, en Moreno. La comitiva comprende al Embajador yanqui, dibujantes y numerosos periodistas. Solo faltaba Molina Campos, el anfitrión, que justo estaba en Nueva York.

La escena formaba parte de la diplomacia norteamericana que durante la segunda guerra disputaba la hegemonía con los nacionalismos en un gesto de apropiación deliberado que colonizaba las culturas regionales. Entre los fotógrafos que cubrían el evento estaba Pierre Verger, un expatriado francés que desde el inicio del conflicto trabajó para Argentina Libre y Mundo Argentino.

Hijo de una rígida familia acomodada de origen belga, al quedar huérfano a los 30 decidió que su destino era el camino. Debía deshacerse de su herencia de clase y hábitos parisinos. Sus primeros viajes, a pie, lo llevaron a Córcega y España, y luego a la URSS de Stalin, de la que volvió entusiasmado y con un oficio: gatillar su Rolleiflex. Era pobre, vagabundo y feliz. Y se ganaba el pan mirando. Medio de casualidad un periodista de Paris Soir lo invitó a cubrir una gira por la Polinesia, donde se quedó dos años. Al volver se conchabó en el Museo del Hombre donde conoció al suizo-argentino Alfred Métraux, recién llegado de la Isla de Pascua, que sería su gran amigo, con quien se consideraban gemelos por haber nacido el mismo día. Junto al futuro africanista Michel Leiris y al mitógrafo Roger Caillois, del Colegio de Sociología frecuentado por entonces por Victoria Ocampo, solían acudir a los Bailes Negros, “un lugar donde todos los cocineros, choferes y ayuda de cámara de las Indias Occidentales acudían cada sábado por la noche para relajarse de las humillaciones que habían sufrido durante la semana a manos de sus jefes”. Allí, dirá Verger, “me contagió el virus de la negritud”. Tenía que conocer el África.

Displicente autodidacta, carente de otra habilidad que la de sacar fotos, ofreció sus servicios a las compañías francesas con intereses coloniales: le costearían el viaje a cambio de usar sus imágenes como propaganda. Mali, Togo, Benin -por entonces llamado Dahomey-, Nigeria y Mauritania serán sus estaciones. Ya era nómade. El trabajo lo llevó durante 15 años por las Antillas, EEUU, México, Manchuria -donde cubrió para Life la invasión japonesa-, Filipinas e Indonesia. En Vietnam esquió con el emperador; en Camboya intentó volverse monje budista. Movilizado a Senegal durante la guerra, volvió a Sudamérica y recaló aquí.

Aquella Navidad del 41 conoció en Buenos Aires al barón de Menil, un magnate petrolero que, seducido por sus historias, le financió un viaje a Bolivia y Perú, donde vivió un lustro. Fiestas y Danzas en el Cuzco y en Los Andes, su primer libro de fotos, fue publicado por Peuser en el ‘45 con un prólogo de Luis Valcárcel, el gran indigenista peruano. En él ya se vislumbra la que será una de sus preocupaciones centrales: las formas de religiosidad popular, clave de bóveda de las identidades resistentes acosadas por la modernidad.

Pero Verger, ya con 45 años, tuvo una epifanía en Bahía de San Salvador, donde el encuentro con la religiosidad africana lo marcó para siempre. “Fue recién en 1948, dos años después de mi llegada a Bahía y un largo viaje por Recife, Haití y la Guayana Holandesa, que comencé a darme cuenta de la importancia del Candomblé y el papel que desempeña en dar dignidad a la mayoría de los habitantes de ese lugar, descendientes de africanos”-afirmaba. Ese año, acompañado por Jorge Amado y Carybé, el bahiano de Lanús, visitó el terreiro Ilê Axé Opô Afonjá por primera vez, poco antes de partir hacia Dahomey. Intuyendo su futuro, Mãe Senhora, una de las más famosa Mães de Santo del siglo, ofreció consagrarlo a Xangó: comenzaba el largo vínculo de Verger con las religiones de matriz africana.

Era insólito. Un misterioso europeo blanco, solitario, de vida frugal, que aún no hablaba yoruba y manifestaba escasa fe -siempre declaró ser apenas “un francés racionalista que no tenía sentimientos religiosos muy fuertes”- lograría una aceptación sin antecedentes que será fundamental para la remoción de la africanidad en Brasil. Tal vez el hecho se explique por su actitud de apertura, su entrega al mero convivir en comunidad y a su nula inquietud sobre aquel al que no percibía como un otro sino como un igual. Contrariamente a los etnógrafos de ánimo más o menos inquisitorial, él no les hacía preguntas a sus interlocutores porque las consideraba una intromisión indecente, síntomas de falta de comprensión y empatía. Sumergirse en la cultura africana, involucrarse en comunión sin pedir nada a cambio era su respetuoso método mediante el cual le eran revelados los más profundos secretos.

Esa situación fue análoga en Ketu, donde se le confirió el título máximo de Babalaô, adivino de Ifá, siendo bautizado Fatumbi, “el Renacido”. Por esa dignidad tuvo acceso a los misterios del patrimonio religioso y cultural yoruba, sus mitologías, los rituales de posesión, la culinaria, la botánica y demás elementos centrales en el proceso de etnogénesis. Y hasta le permitieron fotografiar situaciones y grabar relatos, canciones e historias nunca registradas.

En su libro Orixás, en el que reconstruye la metamorfosis de las deidades africanas y su diáspora americana investigadas en el territorio y en los archivos de tres continentes, resume quince años de trabajo en África y ocho en Brasil, con continuos viajes de ida y vuelta, en los que la fotografía y la convivencia dialogal lo volvieron el máximo conocedor del tema, interlocutor entre ambos mundos, tan iguales y a la vez distintos. En esos años fue guía en ambos continentes de Metraux, de Roger Bastide, de Carybé, figuras máximas de la recuperación identitaria de la africanidad bahiana, a quienes condujo como una suerte de Virgilio oficioso a terreiros, rituales mortuorios, fiestas, procesiones, mercados y actividades económicas transidas de religiosidad. Como la pesca del jareú, en la que veía el espíritu africano bamboleándose en las canoas y los cánticos de los pescadores del Recóncavo.

Su labor es pionera. Hasta su llegada a Brasil no era posible establecer con precisión los orígenes étnicos o las raíces y mutaciones religiosas, ni la dialéctica cultural entre ambos continentes. Que con Flujo y Reflujo, su tesis de Estado requerida en 1966 por el propio Ferdinand Braudel, decano de historiadores, alcanzó una nueva base para su comprensión. Se trata de un estudio de casi mil páginas sobre el intercambio e influencia mutua entre las dos orillas, en el que el tráfico de personas esclavizadas y el retorno tras la abolición llevó a la creación de culturas compartidas, un Brasil en África, un África en Brasil, con una relativa autonomía con respecto al imperio portugués. Sumaba así, a los 63 años, otro título, el de Doctor de la Sorbona. Él, que no había siquiera terminado el secundario, sentaba las bases para la reconsideración de la historia brasilera.

Su vida, sin embargo, seguía sin ataduras y al límite de la pobreza. Cada tanto colaboraba en proyectos como el de la UNESCO en los 50 sobre cuestiones raciales o el del Instituto Francés del África Negra, que le otorgó una beca, pero obligándolo a escribir -hasta entonces solo había tomado apuntes para acompañar sus fotos. En el 57 había sido contratado por O Cruzeiro Internacional; estuvo en Cuba durante la revolución y fotografió a Hemingway, pero siempre se las ingenió para mantener una libertad de movimientos que le permitiera seguir con sus investigaciones en la teología africana. “En Bahia es donde encontré las relaciones raciales más fáciles” -decía. “Aquí no existen barrios negros, aquí se llama a un amigo “mi negro” para ser gentil, es una palabra cariñosa. Negros, mestizos y blancos tienen una vida en común. Y el Candomblé le da cierto prestigio al negro solo por serlo. Le confiere dignidad a los descendientes de esclavos”.

En algún reportaje realizado sobre el final de su vida -murió en Bahía a los 94 años- afirmaba: “Me interesan profundamente sus religiones. Hablo en plural, porque practican monoteísmos yuxtapuestos y no una religión supuestamente politeísta. Esto se debe a que los dioses que adoran son para ellos ancestros familiares deificados, con el aditamento de que los yorubas carecen de espíritu de proselitismo y sus consecuencias de intolerancia y persecución, características de las grandes religiones supuestamente reveladas”. El candomblé -postula- exalta la personalidad de las personas, “donde uno puede ser verdaderamente quien es, y no lo que la sociedad quiere que sea. Para quienes tienen algo que expresar a través del inconsciente, el trance es la posibilidad de que este se manifieste”.

Sus últimos años los dedicó al estudio de la farmacopea entre los yoruba de Bahía, que recogió en su libro Ewé. “Son plantas medicinales y litúrgicas. Y mágicas. Es sobre la medicina que se usa en las aldeas de Benin y de Nigeria, de donde llegaron los negros que vinieron para Bahia. Las investigaciones científicas con plantas suceden en todo el mundo, los laboratorios estudian la composición partiendo del conocimiento práctico para llegar a los medicamentos. El libro trae más de 400 fórmulas en cuatro lenguas; en total recogí unas dos mil combinaciones de plantas”. Fiel a su estilo desinteresado, de sabio y maestro, afirma: “Aprendí sobre el tema porque no quería saber”. El estudioso argentino Edgardo Krebs observa que para antropólogos, fotógrafos, y académicos, Pierre Verger representa tanto un colega como un adversario, porque impugna casi todos los estilos de conocimiento reglamentarios.

El 10 de febrero de 1996, Gilberto Gil lo entrevistó para el documental “Pierre Verger – Mesageiro entre dois mundos”. Ahí se lo ve viejito, quebradizo y jovial. Aquel que, convocado por el destino, debido a sus peculiares dotes se transformó en el intercesor privilegiado de la africanidad diaspórica, murió, feliz, al día siguiente.