Hoy, tratando de contar una anécdota de la infancia, un recuerdo de aquellos años, me voy dando cuenta que el suceso en sí mismo prácticamente es lo de menos; un evento que, de no ser por el contexto, carece de sentido, o es poco creíble. Entonces, para que esto cobre significado, tengo que empezar hablando de Papá. Porque Papá no aparecerá en ningún momento de esta historia, pero será el gestor involuntario.
Tener un padre viajante es bastante particular. Totalmente ausente de la dinámica familiar –para todo estaba Mamá, las veinticuatro horas- igual se las arreglaba para dejar su marca.
En algún punto era una especie de ser mítico de presencia dialéctica (“cuando venga tu padre”, era algo así como la anunciación de buenas nuevas o plagas diversas según el caso).
Y pensándolo bien, tenía ciertos poderes de las divinidades, operaba en la invisibilidad, y tenía incluso la capacidad de alterar el tiempo, como aquel 25 de setiembre de 1977, en que festejé el día del niño. Por supuesto, en su ausencia…
Como sucedía casi todos los fines de semana, ese domingo partimos desde Tablada a Barrio Echesortu a visitar a mi abuela. En realidad, a toda la familia, porque todas las hermanas de mi madre vivían en su casa.
Luli, mi vieja, era la única que había salido del clan para habitar casa propia. “El casado, casa quiere” dijo mi viejo, y acto seguido, se fue de viaje un mes.
Así que mamá, un poco para escapar a la soledad del departamento , y otro poco para que mi hermanito y yo nos entretengamos, arreaba con nosotros, cargaba los bolsos, los muñecos de Gus, mis universos de tapa amarilla de la colección “Robin Hood” y, dos horas y dos colectivos después, llegábamos de la abuela.
Para ese domingo, papá hacía ya veinte días que no estaba en casa. Había estado a fines de agosto, le había ido mal, el día del niño pasó de largo.
Fue triste ver a mis primos con sus sombreros de vaquero, o sus bicicletas y nosotros apenas un libro a cada uno, el de Gus para colorear, y la promesa de papá de hacernos un buen regalo cuando la cosa mejorara.
De eso hacía más de un mes, yo ya había olvidado como cualquier pibe ocupado en lo que sucede ya, en este instante. Hasta que mamá me entregó el paquete.
-Tu padre te dejo esto.
El paquete, de papel de estraza, informe, atado con un piolín. Cuando lo tomé con las manos y sentí esa blandura, esa suavidad que llegaba desde dentro del áspero paquete, supe lo que contenía. El día del niño había llegado.
-El papel de los regalos se rompe –dijo mi mamá-. Dale Carlitos, abrilo.
Apenas asomaron los colores del paquete, toque el cielo con las manos.
Camiseta de piqué, pantaloncito azul y medias a rayas, azules como el mar y amarillas como el sol. ¡El conjunto de Central completo! En tres minutos estaba cambiado y corriendo atrás de la pelota junto con mis primos. Mis primos se sorprendieron, el “primo lecturita” ni se arrimaba al campito.
Pero claro, ellos no entendían, ese día era mi día del niño. Y yo era Mario Alberto Kempes.
El ritual dominguero se fue cumpliendo perfectamente: los chicos jugando, las mujeres preparando la pasta; el olor a salsa inundando todo, con la participación de algún niño premiado con el privilegio de cortar ravioles con la ruedita; los hombres en la previa de los partidos, fumando y escuchando radio.
Llegó la hora del almuerzo; la mesa larga en el patio trasero, ravioles y tinto abocado. Nunca postre, las facturas post siesta eran el premio.
En medio del sopor de la sobremesa se escuchó la voz de Osvaldo, mi tío, largando un descuidado:
-¿Vamo a la cancha? Pinta lindo el partido de hoy.
-Si quieren ir al fútbol, se llevan los pibes ¡acá se duerme siesta, eh! -espetó con voz atronadora la tía Peti.
Se decidió que los tres cuñados se llevaran a los tres sobrinos mayores, entre ellos yo.
-Vení Carlitos, cambiate.
- ¡Dejálo así que llegamos tarde! -Gritó Mario–. Fito ¡encendé la chata!
Ya en camino, por boulevard Avellaneda, sentados en la caja del Rastrojero se me ocurrió la pregunta de rigor:
-¿Quién juega tío?
Osvaldo, enlace familiar entre niños y adultos -esos dos estados tan distantes-, me miró, y guiñándome un ojo mientras jugueteaba con un escarbadientes en la boca me dijo:
-Ñubel y Vélez.
Como ya dije, sin el contexto, sin los detalles, una historia no pasa de ser una mera anécdota.
Una historia necesita hechos, reales o imaginados. O mejor, necesita recuerdos, que no necesitan más comprobación que la palabra del que evoca. Y yo recuerdo:
La cara de sorpresa del empleado de UTEDyC y del único policía que custodiaba la entrada de la popular cuando me vieron vestido con el uniforme del clásico rival.
La voz de mi tío Osvaldo diciendo “Lo traemo a conocé una cancha en serio”
Recuerdo las risas divertidas de los muchachos de la barra brava en la popular, bailando un carnaval rojinegro y gritando a las carcajadas:
- ¡Te equivocaste de cancha pichón!
Recuerdo las piernas cortitas de Pavoni, la camiseta Naranja del Uruguayo Carrasco y sus tremendos bigotazos.
Y recuerdo los tres goles que grité. Y que Papá no estaba conmigo.
(Domingo 25/9/77, fecha 32 del torneo metropolitano, Newell´s Old Boys venció como local a Vélez Sarsfield por 3 a 0, con goles de Giusti, Hugo Paulino Sanchez y Sergio Apolo Robles)