El fenómeno de la locura es particularmente complejo. Por eso mismo, las disciplinas biológicas, humanistas y culturales tienen algo para decir sobre el asunto, aunque ninguna posee la última palabra.
Sin embargo, nunca hay que esperar demasiado para que los reduccionismos organicistas o psicológicos pretendan concluir sobre las causas, transformando las hipótesis en verdades absolutas. Es mucho más sensato admitir que en los genes y en la crianza no están todas las respuestas.
Se dice que existen locuras ruidosas y locuras silenciosas. Las primeras, especialmente cuando perturban el orden público, desencadenan las respuestas de las burocracias sanitarias y jurídicas. Por ejemplo, un pasaje al acto homicida en un contexto de descompensación de la psicosis.
Las locuras silenciosas, en cambio, se camuflan en el orden supuesto del mundo. No obstante, allí donde la normalidad parece encontrar sus fundamentos, la locura habita y discurre tanto como en cualquier otro lado.
Si se trata de hacerlas visibles, si acaso quiere hacerse oír allí un mensaje, nada cierra tanto los oídos como despertar enojos. Por eso el término “chifladura” puede pensarse como una modulación más amable del término locura. Así, no es lo mismo señalar que estamos locos, que invitar a problematizar las chifladuras que nos habitan y constituyen el tejido de la realidad cotidiana.
Entonces, ¿qué hay de la chifladura capitalista? En su tiempo, el psicoanalista Jacques Lacan propuso una teoría sobre los cuatro discursos. Llamaba discurso a una forma de regulación del lazo social, es decir, lugares y funciones desde las cuales los sujetos se relacionan entre sí según el contexto.
Por ejemplo, en el discurso universitario el saber comanda la escena, acumulando un conocimiento que disimula la incompletud estructural del saber. Allí la erudición tiene un lugar entre los ideales de los sujetos.
Años más tarde, Lacan se pregunta si el sistema capitalista puede ser calificado como discurso. Más allá de las características propias del régimen económico -la acumulación obscena del capital y la defensa ciega de la propiedad privada-, concluye por la negativa. No es un misterio el porqué, dado que la experiencia histórica muestra que el mecanismo capitalista desalienta la construcción del lazo social. El sujeto contemporáneo es esencialmente un ser individualista, ensimismado en la autoafirmación de su yo.
En las formas tardías del capitalismo, el ideal que orienta las conductas es la figura del “sujeto intrépido” que, tal como un presidente norteamericano o un magnate tecnológico, construyen imperios financieros imponiéndose en una suerte de competencia salvaje. En una escala más modesta, la figura del “trader” entusiasma a los oportunistas que esperan hacer la gran diferencia.
En este contexto, el otro, el semejante, es en potencia un competidor, tal como en la teoría evolutiva de Charles Darwin. Las políticas no intervencionistas de las administraciones neoliberales, especialmente cuando reducen las responsabilidades del Estado en materia de salud y educación pública, llaman libertad al hecho de dejar librado a cada uno a su propia suerte. ¿Acaso no es una paradoja que la cultura misma promueva un retorno a la condición animal original?
Reflexionando sobre las contradicciones de la libertad, J.-A. Miller recoge una frase del reverendo Jean-Baptiste Lacordaire: “Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el servidor, es la libertad la que oprime y la ley la que libera”.
Entonces, frente a la chifladura meritocrática del ideal capitalista, siempre puede anteponerse la consistencia de una ética colectiva.
*Psicoanalista, docente y escritor.


