Cuando llegó a River creyó que tocaba el cielo con las manos. Tras años de transitar el ascenso y sus canchas de barro y madera, llegar a Núñez era un sueño ni siquiera soñado. Todavía le faltaba saltar el océano y llegar al Madrid. 

Sí, porque el Toro Patiño, de él estoy hablando, jugó para la casa Real, tal vez, el equipo más importante del mundo. Y no un partido aislado. Varias temporadas. No solo eso. Su regularidad en el equipo y sus buenos desempeños lo llevaron jugar para la selección española, después de un trabajoso trámite de nacionalización.

Cuando se retiró decidió volver al país. Y para su sorpresa no firmó tantos autógrafos ni le pidieron tantas fotos. Tampoco lo invitaron a demasiados programas de radio. El Gráfico le dedicó un pirulo escondido en la página veinte. Creyó que podía haber bronca con eso de jugar para otro país. O envidia por su carrerón. La cosa es que tampoco lo convocaron los clubes para que dirigiera en primera. Ni siquiera en las inferiores.

Se sentía un paria. Con las pesetas que trajo compró un par de departamentos, un puesto de diarios y revistas sobre la peatonal y un taxi con su licencia. Todo para alquilar y vivir de rentas. Una jubilación anticipada cuando todavía era muy joven.

La falta de reconocimiento y el hastío lo pinchó. Se despertaba tarde, escuchaba radio, almorzaba y volvía a la cama para una siesta temprana. Una rutina que incluía una relación distante con su esposa y sus dos hijos, de los que se ocupaba poco. 

Nunca estuvo diagnosticado, pero sufría una depresión extendida.

El tiempo que sí disfrutaba era el que repartía entre las reuniones de Futbolistas Agremiados, donde llegó a ser tesorero, y el café religioso de la esquina de su casa, en el que todas las tardes se juntaba con los muchachos para hablar de fútbol y minas. Allí daba rienda suelta a su otra pasión, contar chistes de gallegos, muy valorados y festejados por sus amigos. Las palmadas y las risas lo ayudaban a no sentirse tan solo.

Cuando volvía del bar, invariablemente con olor a alcohol, pasaba por el kiosco y me gastaba un par de cuentos de gallegos. Me gustaba más verlo feliz, transitando el cuento, que el remate que siempre era bastante trillado.

Me agradaba tirarle un poco de la lengua sobre sus años mozos. Se le nublaban los ojos cada vez que evocaba un amago, un desborde, un centro a la cabeza. Ni que decir de sus pocos goles. Se acordaba los detalles más irrisorios. El Toro Patiño era marcador de punta derecho. Según papá, “un cuatro de puta madre, de los que ya no hay”.

Todas las semanas pasaba, aunque fuera un día, a contar uno o dos chistes y, ante mi requerimiento, alguna anécdota. Yo le cebaba unos mates y, de paso, le daba una mano para neutralizar el tufo antes de que llegara a su casa.

Hasta que un día dejó de pasar. No me di cuenta al instante, ni a la semana. Quizás dos o tres meses transcurrieron cuando me crucé de vereda para preguntar por él a uno de sus amigos del bar, Cacho Lentini. 

Cacho me dijo que no iba al bar hacía tiempo y que alguien comentó que no salía de su casa y que andaba medicado. No sabía muy bien qué tenía, pero estaba enfermo, según le habían asegurado.

Uno para no entrometerse a veces puede pasar por mal educado. Pero me pareció que tenía que dejarlo en paz. Nunca había ido a su casa. Por algo tampoco se había dado. Era una relación del kiosco. Él lo había establecido así y lo respeté.

Tres o cuatro años después, como si nos hubiéramos visto el día anterior, me saludó con el brazo en alto desde la puerta del kiosco. Yo estaba atendiendo y no le pude dar mucha cabida. 

Pero la actitud y el gesto habían sido distantes, como de cortesía, o de buena vecindad. No se correspondía con su larga ausencia y nuestras innumerables conversaciones.

Me quedó picando el tema hasta que lo volví a ver unos días después, un sábado a la tarde. Yo estaba cerrando el negocio, cuando lo divisé caminando hacia mí, a unos cincuenta metros. Abrí los brazos y lo esperé con un abrazó que devolvió con timidez. Me iba a ver al equipo del barrio, el mismo en el que el Toro había debutado cincuenta años ha, y estaba llegando medio justo. Lo invité a la cancha, sabiendo que él no iba. Y para mi asombro me dijo que sí, que venía. Me puse contento.

Fuimos hasta el auto que estaba enfrente y le di arranque. Pasaron algunas cuadras y el silencio no se había roto. Como siempre yo esperaba que él hablara. Él siempre había hablado. Pero ahora no. Entonces, empecé a preguntarle cuestiones relacionadas con el equipo y sus años vistiendo su camiseta. 

“No me acuerdo mucho”, “Yo jugaba muy bien” y “La gente me quería mucho”, fueron las tres oraciones con las que, lacónico, respondía a mis estímulos. Me di cuenta que eran frases hechas. Que alternaba sin pensar. Como comodines. Como mantras.

Cuando llegamos a la cancha y sabiendo que no tenía entrada ni era socio, encaré al pibe de UTEDYC y le expliqué quién era el Toro. Lo miró y era como si le hablara de un extraterrestre. “Andá a consultar”, le ordené. El muchacho volvió y abrió el molinete. Antes le dijo: “Mi jefe dice que eras un fenómeno, pasá”. El Toro me miró con cierta incredulidad.

Subimos unos escalones y nos sentamos. Habíamos llegado bien. Faltaban quince minutos. Lo felicité por el elogio que le habían regalado. Seguí insistiendo con las preguntas y empecé a enfocar en algunas más obvias, como su paso por River, por el Real, por España. Comodín. Mantra. Yo no lo podía creer. Y ahí me di cuenta. 

El Toro no pudo responder contando ninguna historia porque se había olvidado de las anécdotas y también se había olvidado de contar. Y se había olvidado de todo porque estaba enfermo. Esa era su enfermedad. Alzheimer quizás. Y yo que creía que era depresión.

Se acercó un señor con un nene. “Toro querido, ¿te acordás esa jugada que hacías?”, le preguntó y sin esperar respuesta empezó hacer una morisqueta torpe con su cuerpo añoso, moviéndose para un lado y para el otro: “Flip, Flap, ¿te acordás, Toro?” repitió el señor y sin esperar respuesta miró a su nieto: “No sabés qué jugador que fue el Toro Patiño, el mejor cuatro que vi en mi vida y mirá que vi muchos, eh”.

El Toro, avergonzado, recibió el abrazo del hombre. El chiquito aprovechó para extender una birome y pedir que le firmara la camiseta.

El Toro puso el gancho y me miró. Yo sentí que me quería decir “la pucha, parece que es verdad, que fui bastante bueno”, pero solo atinó a mover la cabeza.

Me dio mucha pena darme cuenta que no estaba disfrutando el tan ansiado reconocimiento.

Apenas grité los dos goles del triunfo tranquilo. Me había ganado la nostalgia.

 

Durante el silencioso camino de vuelta, de pronto, comprendí su padecimiento, en toda su dimensión. Yo no era doctor, pero esto era evidente. Aceleré con los ojos llenos de lágrimas y en cinco minutos llegué a destino. 

Cuando bajó, caminó hasta la puerta de su casa y me saludó desde allí sin ninguna emoción, ya no tuve dudas. Había un culpable del ocaso del Toro. Fue el olvido. El olvido al que lo sometieron acabó victorioso.