El universo de la artista Josefina Labourt es el de la putrefacción brillante. Sus esculturas oscilan entre una joya y un cadáver; guardan el resplandor de un diamante y la repugnancia de la descomposición. Su trabajo está centrado en garantizar ese equilibrio entre dos características que están muy alejadas una de la otra. Con el tiempo, ha perfeccionado esta técnica hasta conseguir que toallas, gasas y trapos viejos sean objetos de potencial devoción, a la vez que son el testimonio de la decadencia. Algunas de las piezas que reflejan estas obsesiones persistentes de su obra están ahora exhibidas en el Centro Cultural Recoleta, en su muestra La vigilia de los harapos.
Esta exposición reúne parte del trabajo que la artista realizó entre 2017 y la actualidad. Además, entra en diálogo con algunas esculturas de Norberto Gómez, el artista argentino que nació a comienzos de la década del ‘40 y que falleció en 2011, uno de los escultores más destacados dentro de la historia del arte local. La vigilia de los harapos pone a convivir a estas dos producciones, que marcan una continuidad dentro de la escultura argentina, morfológica y materialmente. El lenguaje de Labourt, y su proximidad con el de Gómez, provoca una ilusión de la cual es difícil escapar, a tal punto que la línea que diferencia una producción de la otra –para un par de ojos distraídos– puede ser invisible.
Josefina comenzó a mostrar su trabajo hace más de diez años. Ha realizado exhibiciones individuales en distintas galerías, como por ejemplo Isla Flotante, Big Sur y Piedras. También mostró su trabajo en México, Reino Unido y Suiza, aunque su principal lugar de actividad es Buenos Aires. Su formación comenzó en los tempranos dos mil, cuando ingresó a la carrera de artes visuales de la Universidad Nacional de las Artes. Luego, pasó por el programa de artistas de la Universidad Di Tella y también por el laboratorio de cine de la misma institución. Su obra ha participado de diversos salones –como el Nacional de Artes Visuales y el de Rosario– y de premios como el de la Fundación Klemm y, recientemente, el Braque.
La vigilia de los harapos es su primera muestra individual de carácter institucional y contó con la curaduría de Javier Villa. Además de esculturas, en la selección de obras también hay pinturas y collages. Más allá de los formatos, todas las obras de artista dan vuelta sobre algunas preguntas acerca del paso del tiempo, las transformaciones que este imprime sobre el aspecto, la piel y el cuerpo. Su imaginación se pierde en eso que provoca sobre nosotros el mero transcurso de los días.
EL SOMETIMIENTO DEL CUERPO
Hacer una escultura es querer invertir tiempo y energía. Mucho tiempo y mucha energía. Una escultura no tiene la rapidez de la fotografía, por ejemplo. Ni tampoco la templanza de la pintura. La escultura es, por definición, una práctica agresiva: hay que inclinar el cuerpo hacia adelante, hacer fuerza, esperar, encastrar, desencastrar, lijar, limar, pintar, moldear y meter la cabeza en la nube de toxicidad que puede generar la resina, como esa que usa Labourt en su obra. Es decir, ser escultora implica un esfuerzo, es una actividad física. Esta sería la parte performática del trabajo de esta artista, una performance que sucede en su taller y que existe aunque no haya público. Ella tiene que poner el cuerpo para que el objeto exista de una manera, tal vez, un tanto más exagerada o forzosa que si se dedicara a otra práctica.
Algo de ese proceso existe en sus obras. La forma en la que materializa sus esculturas refleja ese esfuerzo y las consecuencias que conlleva. Estas figuras con reminiscencias humanas que aparecen en La vigilia de los harapos son el resultado del sometimiento del cuerpo a una práctica. Si Labourt puede dar cuenta de cómo es la degradación física de la piel, el rostro o cualquier cosa, es porque su propia práctica la habilita a hacerlo. El ejercicio de la escultura se transforma en una fuente primaria para poder dar origen a las piezas que se encuentran en esta exhibición.
El interés de la artista por cómo afecta el paso del tiempo al cuerpo –es decir, un interrogante sobre la vejez– es algo que viene trabajando desde hace ya varios años. En Señora, una muestra que realizó en 2021, esto ya aparecía. Con pinturas y esculturas, la artista cuestionó algunas representaciones tradicionales que circulaban alrededor de la palabra que le daba título a la muestra y devolvió un conjunto de piezas que mostraban fragmentos de una anciana decrépita (sin ánimos de ofender a nadie). Esa decrepitud también se ve en las esculturas que componen su muestra en el Recoleta; es decir, su trabajo sigue intentando dar cuenta de la degradación del cuerpo, a contramano de las tendencias de la época que profesan la rutina diaria del skincare y el uso indiscriminado de Ozempic, la inyección mágica para adelgazar. En un punto, la fantasía de la degradación que propone es más honesta y realista que los atajos para obtener algún tipo de juventud eterna.
De un tiempo a esta parte han aparecido diferentes producciones que, así como lo hace la artista, indagan sobre estos dilemas e interrogantes. A pesar de que fue un libro comentado hasta el hartazgo, la crítica literaria no señaló muchas veces que Nuestra parte de noche –la novela con la cual Mariana Enriquez ganó el Premio Herralde– dedica gran parte del libro a hablar de la decrepitud: por un lado, Juan, el protagonista de la historia, tiene un corazón muy frágil que, a medida que pasan las páginas, funciona cada vez peor; por otro lado, hacia el final de la novela, aparece la epidemia del sida, fenómeno que generó la aparición de muchos otros cuerpos raquíticos, demacrados y consumidos como el de Juan. Más acá en el tiempo, la directora de cine Coralie Fargeat dio vueltas sobre este mismo universo con su película La sustancia, en la cual una conductora de televisión –que ya perdió el colágeno de la mocedad– decide inyectarse un suero de dudosa procedencia para poder convertirse en una versión más joven de sí misma, sin percatarse de que las consecuencias de eso pueden dejarla más parecida a una obra de Josefina que a una supermodelo.
De lo que se trata, entonces, es de señalar algunos ejemplos para contextualizar el momento en el que se inscriben estas obras. No es que el trabajo de un artista tenga que vincularse con la época en el que se genera; las obras no están al servicio de la historia, ni de la actualidad, pero es inevitable que no se tracen algunos puentes entre época y producción. La labor de esta escultora atraviesa estas discusiones y debates para recordarle al espectador la certeza de lo inevitable: el tiempo es lo único que avanza sin detenerse. La descomposición es ineludible.
ADENTRO Y AFUERA
La tradición de la escultura en Argentina es, como mínimo, extraña. Ni las coquetas Alicia Penalba y María Simon lograr escaparle a la rudeza de la escultura y crearon trayectorias trabajando con piedras pesadísimas, chapas oxidadas y pedazos de cartón. A lo largo de décadas entregaron piezas abstractas que no transmitían ningún tipo de tranquilidad, ni tampoco de sentido claro. El trabajo de estas mujeres no se centró en devolver adornos para jardines, sino en dar cuenta de procesos de elaboración complejos y de cómo una obra, en su deformidad, puede incluir infinidad de sentidos y lecturas. Más acá en el tiempo, otros artistas incursionaron en la práctica en un sentido que podría emparentarse más con el trabajo de Labourt, como es el caso de Miguel Harte, artista destacado de la década del noventa, que con sus esculturas entregó brillo y repulsión.
En la lista también está Norberto Gómez, cuyas obras conviven con las de Labourt en La vigilia de los harapos. Hacia finales de la década del ‘70, este artista empezó a trabajar en una serie de obras creadas a partir de resina poliéster en las cuales había algunos indicios de partes de cuerpos, pero nunca aparecía un cuerpo en su totalidad, es decir, se trataba de cuerpos mutilados. En 1983, con la llegada de la democracia, el artista Luis Felipe Noé, que falleció recientemente, escribió un texto titulado “El profeta de los huesos”, en el cual afirmó: “Tuve la sensación de que Gómez será uno de los muy pocos artistas que dejará vivo y elocuente testimonio de esta era de muerte que nos tocó vivir”. El “nos tocó vivir” refería a la última dictadura cívico-militar y el “elocuente testimonio” a estas piezas que podían servir como señalamiento de los asesinatos y crímenes de lesa humanidad ocurridos a partir de 1976. Tanto Gómez como Labourt, de alguna forma u otra, conversan con la época que les tocó vivir.
Sin embargo, más allá de los parecidos entre uno y otro, hay una diferencia radical entre las esculturas de Gómez y las de Labourt: él estuvo interesado por el interior del cuerpo –los huesos, las vísceras– , mientras que ella se preocupa por el exterior –la cara, la piel, la boca–. La obra del escultor es el punto de llegada de la putrefacción: lo único que queda es un puñado de huesos y dentaduras. En cambio, el trabajo de Labourt se preocupa más por el proceso que por el resultado: refleja la manera en la que la piel de un rostro se va volviendo más fina y transparente para dar paso a los huesos. En ambos casos hay una idea de putrefacción y decadencia, pero sobre superficies distintas.
La vigilia de los harapos se puede visitar de martes a domingo, de 12 a 21, en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930. Gratis.