Apenas pone un pie en la vereda, duda qué lado tomar, izquierda o derecha. Un viento repentino la despeina y le hiela las orejas; decide volver a entrar. Le hace señas a la moza y se sienta en la misma mesa en la que había estado hace un momento. Una cucharita brilla en el medio del mantel. Ahí sola, parece como si se hubiera escapado del cajón de los cubiertos donde habita su manada. Una cucharita nómade y quieta.

El olor a facturas y el sonido de la cafetera la adormecen. Apoya la cabeza sobre el ventanal tibio y cierra los ojos. Cuando se despierta, la ciudad ya ha tomado su ritmo frenético de mediodía.

Agarra la cartera y sale a la calle. Quiere llegar hasta el parque que da al río así que toma Dorrego. Sabe que por ahí está la escuela donde iban sus hijas. Hace bastante que no habla con ellas. Nerina ya debe haber tenido al bebé.

Apura el paso y cuando dobla en la cuadra siguiente, aparece la casa. Siempre la misma la casa. Se acerca a unas de las ventanas de la planta baja y espía a través de la cortina. Como es de gual, llega a ver algo del interior. Un sillón de pana gris de dos cuerpos, una mesa ratona y una biblioteca que se extiende por toda la pared. Afuera, en el alféizar, unas suculentas y dos malvones con flores rojas piden agua. Toca timbre y espera. Por un momento escucha unos pasos y se le acelera el corazón. Espera un rato. Nadie.

Cuando por fin llega al parque, mira el Paraná. A esa hora es un lienzo plateado. Se saca las zapatillas y se acuesta en el pasto, al sol. Sueña que viaja en un barco. Toma mate dulce en la proa y cuando se asoma a la baranda, algo le llama la atención. Tarda un rato en darse cuenta: el barco va flotando, no deja estela en el agua.

Un perro salchicha la despierta, su dueño le pide disculpas. Se levanta, se sacude el jean y encara para calle Rivadavia. Pasa por la verdulería de Don Conrado, compra dos bananas para el camino. Están en su consistencia justa.

Ya en la terminal, descansa en un banco. A lo lejos ve esas maquinitas para sacar peluches. Hay un osito amarillo precioso, le gustaría para su nieto. Compra dos fichas. Erra el primer intento. El gancho está flojo y no logra sostener al juguete en el aire. Guarda la segunda ficha en la cartera, para mañana dice en voz alta.

Antes de salir, pasa por el baño, se lava la cara y se delinea los ojos. Hace unos gestos extravagantes cada vez que se maquilla porque no quiere verse la cara completa. Mira su rostro como si solo pudiera mirarlo de a partecitas. Un retrato fragmentario como los de ese pintor que enseñaba en la facultad.

Por la tarde, deambula por el Patio de la Madera y cuando empieza a refrescar, vuelve a la zona del centro por Santa Fe. Se pone la capucha y pasea por Pichincha. Le gustaría entrar a algún bar, pedir una cerveza y tomarla en la barra. Tal vez charlar con alguien. Pero se siente incapaz.

Cuando llega a la intersección de Catamarca y Moreno, escucha a lo lejos las campanadas de la iglesia San José y, otra vez, la ve. Esa casa. Se acerca y pispea, adentro está oscuro. Toca el timbre de nuevo. No sabe por qué lo hace pero siempre que pasa, toca. Se le hizo hábito.

La puerta tiene un pequeño vidrio esmerilado. Lo conoce de memoria. Percibe una sombra detrás. Le parece escuchar una respiración entrecortada, pero es ella la que jadea en la penumbra. Toca de nuevo. Nadie. Nadie, nada, nunca.

Piensa en Saer todo trayecto que hace hasta la Rambla Cataluña. En Saer y en el día en que cruzó a la isla por primera vez. El río picado, inmenso, abierto a la aventura. Como el relato que se escribe en la mente de quien camina con la intuición de que, en algún momento, encontrará un lugar adonde llegar.