“...Y por el poder de una palabra

vuelvo a vivir

nací para conocerte

para cantarte

Libertad”.

Así termina un larguísimo poema que escribió Paul Éluard en 1942. La libertad, dice el poema, no se tiene, no nos es dada, se toma. Esa verdad que se nos vuelve invisible en tiempos más o menos de paz, en tiempos de guerra (también aprendimos que las hay, hay guerras antifascistas en democracia) se revela, como si emergiera del negativo de una foto. Con esa palabra se nos ha gritado: Guerra. Y aquí estamos, dándola.

Paul Éluard nos dice desde ese tiempo otro pero tan próximo, que las palabras tienen algún poder, encierran un poder iba a escribir pero advertí con las palabras aún temblando entre mis dedos y el teclado, que las palabras hacen exactamente lo contrario, o esa capacidad que tienen es la que nos interesa: las palabras liberan.

¿Qué hizo el poeta? No únicamente escribió ese largo, largo poema, largo porque el poeta entendía que hay cosas por las que vale la pena insistir, cosas que no se dicen rápido ni fácil, sino que además logró imprimirlo en papeles (Nusch Éluard lo llevó a la imprenta de la Resistencia; cuenta la historia que lo llevó escondido en una caja de chocolates, el poeta ya vivía en la clandestinidad, perseguido por la Gestapo). Miles de papeles con el poema impreso fueron arrojados con paracaídas desde aviones en la ciudad de París, durante el Holocausto. Esa proeza en tiempos en los que las redes sociales eran inimaginables constituyó un “acto”. Nada más propicio a la “viralización” que los papeles, papeles que caen en cualquier mano, en todas, no en las burbujas que el algoritmo diseña.

Llevé el poema días atrás, aun antes de la proscripción de CFK, a un conversatorio. Ese mismo día mi amiga Michelle, desde Chile, me cuenta que ese poema y la historia de esos papeles arrojados desde el aire aparece en la película Lee Miller, retratos de guerra. Así fue que la vi. Véanla, queridos lectores, es terrible y bella. En efecto, esa historia aparece en la película, en una imagen muy breve pero poderosa. Una exmodelo devenida fotógrafa y luego corresponsal de guerra (un dato más que interesante, siendo mujer no le resultó nada fácil), autora de fotos que se convirtieron en testimonios del horror y de la emblemática foto en la bañera de Hitler, es la protagonista. Alguien le pregunta si sabe cómo empezó el horror. Empezó de a poco --dice Lee encarnada en la belleza y el talento de Kate Winslet-- lentamente, pero ocurrió de la noche a la mañana. Las palabras de ese dialogo que nombra la paradoja del terror, su manera de instalarse, traspasaron la pantalla, me golpearon. Pienso que sí, que así está ocurriendo eso que dijimos que nunca más ocurriría, que no podría jamás volver a ocurrir. Eso que supusimos demasiado confiados que sería pasado. Empieza de a poco pero de golpe nos damos cuenta de que en esas estamos, que una mañana despertamos y la realidad tiene una brutal contundencia horrorosa aunque el sol brille y las cosas aparenten seguir su curso normal, cotidiano. La indiferencia y la indolencia siguen su camino, imperturbables. Muchos se acostumbran, también nosotros corremos ese riesgo.

En medio de la historia que narra Lee, entra en escena el poema de Éluard, quien participó en la Resistencia francesa durante la ocupación alemana. La poesía, para Éluard, era herramienta de lucha antifascista. Yo pienso que la poesía es en sí misma antifascista: es el género que existe para mostrar que el sentido de las cosas no es una esencia ni un destino, y que las palabras pueden discutirlo, que con palabras discutimos el sentido establecido, que con palabras también lo combatimos, con palabras creamos nuevas realidades. Nombrar hace existir cosas, otras veces las ilumina, nos permite verlas. Que las miradas son capaces de transformar los objetos del mundo, entrar en ellos y hacerlos hablar, hablarnos, que la sensibilidad es un órgano de conocimiento, eso también lo sabe y lo dice la poesía. Que podemos despertar con poesía, no sólo es cierto que soñamos con poesía, que gracias a ella podemos anoticiarnos del mundo, no sólo de nuestra interioridad. Por supuesto que cuando hablo de poesía no me refiero únicamente a poemas... lo supo Lee Miller, ese personaje de carne y hueso que hizo poesía con imágenes y que decidió ingresar en la Historia, comprometiendo la suya.

De hecho, las calles que rodean un balcón de esta ciudad son poesía, se recubren las paredes de poesía, se grita poesía a viva voz, la calle se vuelve corpórea, sonora. Se llena de poetas, poetas de a pie, no los del “cuarto propio” sino los de la intemperie común, en la que arden nuestros amores, nuestros odios y rabias. Una nueva versión de Resistencia allí se poetiza. Es que la poesía no se esconde, se proclama.

El fascismo es, también, una economía de los sentidos y de las subjetividades, nos disputa el sentido, los afectos y el ánimo, corroe la subjetividad desde afuera y desde adentro. La poesía, diría, es esa sustancia extraña, enigmática, que junta cuerpos y palabras, los mezcla, cualquier teoría política necesita de esa particular alquimia. La poesía es lo que hace que el horror retroceda, que advierta que al fuego cuando se lo ataca no se lo apaga, sino que se aviva, crece.

Nadie sabe, no aún, hasta donde.