Será esa ley de que los opuestos se atraen, que los brasileños quieren nieve y los argentinos palmeras, la cosa que ahí andan esos bonaerenses por las sierras puntanas. Te los cruzás, por ejemplo, en la YPF del Trapiche, que es de las viejas y chiquitas, una bandada de canosos con motos de alta cilindrada. Les fue bien, aman sus fierros de alta gama, comparan performances y pesos -con los años ya pesan las motos- y se ríen cuando la piba que atiende el surtidor les pide que se corran. Es que en el pueblo son un embotellamiento y la camioneta que llenó de gasoil no puede pasar. La chica es de ahí, y también motera, con unos cuantos viajes lejanos en dos ruedas.

Los moteros, todos menos el amigo mendocino que se sumó de acá nomás, buscan eso de que el camino suba y baje, que adelante no esté siempre el horizonte sino un cerro, una cumbre. Es excitante no ver qué hay más allá, la posible sorpresa del tránsito que venga, en fin, algo que hacer que no sea ir para adelante. La banda viene de varios puntos de la provincia, de la capital, del norte y del centro, pero todos tienen el horizonte enfrente siempre. 

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La otra es jugar al desierto, como en la ida de San Juan al este, a San Luis capital, 215 kilómetros sin estaciones de servicio -cosa que los puntanos avisan y los sanjuaninos no- y apenas agua en algún punto perdido. Los policías juegan a que las fronteras internas son externas y piden cuanto papel se les ocurre, menos la visa que no hace falta. Uno, ingenioso, hasta pregunta si la VTV está al día, pero como el coche está registrado en la Capital y tiene un QR se la fuma: no tiene cómo leerlo. Deberían preguntar si uno lleva agua para la travesía, pero eso sería útil para alguien...

La cosa es que ahí es un reino de espinillos, que hay que prestar atención a las cabras cruzando y pastando en las banquinas, letales para coches y para moteros también. Al que no lo crea, le dan la lección de ver una destrozada, puro hueso blanqueándose, y medio kilómetro de pedazos de goma de camión. 

Es otra lógica, donde un caserío se lee como un oasis, un lugar donde la napa está más arriba y se puede vivir. Cerca de Encón, el último poblado sanjuanino en la ruta 20 antes de cruzar a San Luis, se ven olivares jóvenes y terrenos despejados para futuros olivares. Después, arreglate.

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En medio de todo eso, en un lugar que ni paraje es, vive un gran artista argentino, Don Nardo Morales. Sin prestar atención, se pasa de largo, que no hay cartel, ni aviso. De pronto, medio en una curva que podría ser saudita o etíope, hay un crudo techo de palo y algunas vasijas espectaculares, coloradas o negras, lobulares o rectas, de tamaños que uno cree imposibles. 

Ahi derrapa Carina Carriqueo, literalmente. La activista, cantante y escritora mapuche, patagónica de nacimiento y bonaerense de adopción, frena, curva el auto y derrapa en la banquina levantando polvo como si fuera el Dakar. Se le escapa un ¡lo encontré! alegre y no termina de frenar que se está bajando. No es para menos, que lo que hace Don Nardo no es de este mundo. Te lo muestra, cordial con las visitas del día, con esos modos formales del que vive solo y es del campo. Ahí están las piezas secándose, titánicas, altas como una persona, de un gris de barro triste. Ahí están las ya horneadas, coloradas claritas, casi naranjas, pesadas y fuertes como si fueran de hierro. Las hay de todos los tamaños, las hay hechas por los nietitos -una de cinco espera vender una camita con dos bebitos dormidos que el abuelo coció con cuidado- y ahí está el horno de titanes, de ladrillos de adobe, grande como una cabaña de un ambiente.

Don Nardo hasta explica cómo se logran los colores -para el negro, bosta seca en el fuego, que da humo espeso; para el gris, ramas verdes, que dan humo liviano- y se extraña que alguien pregunte cómo la arcilla va del gris de lluvia al coloradito alegre. Es tan natural que eso ocurra, que la pregunta no se puede contestar. Como tantos que piensan y crean con las manos, lo que el hombre no puede ni arrancar a definir es cómo hace las cosas. Lo muestra, sí, poniendo los dedos en un borde fresco para que vean qué facil es doblar, curvar, marcar. Pero ahí quedan las cosas.

Hay un perrito absurdamente chiquito y tierno, que tiene un lujo: le hacen sopa en un cuenco moldeado por su dueño que merecería caviar. Lo que no hay es agua y el tanque tuvo una pérdida y se vació, una desgracia hasta que llegue el camión que lo llene. Don Nardo cuenta que las napas bajan y bajan, que los árboles en algunas partes se mueren porque chupan arsénico de allá abajo. La casa, atrás del techo de palos que es el negocio, es fresca y unos metros atrás sigue nomás el desierto. Allá hay que ir pronto a traer leña para la próxima hornada, que hay muchas piezas por cocer.

Carriqueo lamenta no haber llevado unos bizcochos, tomarse unos mates con el colega huarpe, no poder llevarse una de las vasijas gigantes, que necesitan mínimo una camioneta machaza. No es la única.

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Fascinante: en medio del desierto, el viajero se siente un Lawrence de Arabia. Pero se puede pagar con el teléfono. No hay señal, y entonces te ofrecen cordialmente el wifi del rancho-kiosco-parador.

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El bonaerense moderno debe prestar atención, además de a las tonadas locales, una sopa sabrosa, a las nomenclaturas. De Bragado o La Plata, de Viedma o San Nicolás, de Junín o Coliqueo, acá son todos porteños. Será de conservadores en la lengua o de tener largas memorias federales, pero es como si nadie se olvidara de que hubo eso del Estado de Buenos Aires, la provincia independiente, con patronímico porteño. La guerra con la Confederación duró varios años y la solución del petiso Roca fue sacarle la ciudad a la provincia a ver si se calmaban.

Eso fue en 1881, pero acá todos se acuerdan. Porteños, todos, hasta los de Vicente López, que viven a la sombra de la General Paz y alegan demencia.

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Otra de lenguaje es que, pasando Córdoba nomás, parece que las vacas fueran otras. Uno termina en un asado a quebracho blanco y pinche -a la llama nomás y una delicia- esperando ver qué es la "punta de espalda" que se viene, crocante. Es entraña, y eso de asarla pinchada en un tridente, en el ángulo correcto y frente a un fuego furioso, es una gran idea.

Y pregunta obligada en un asado: ¿es cierto que ustedes usan carbón? Cuando se explica que sí, que también es porque no hay leña o cuesta como ocho lucas la bolsa, se te quedan mirando. Tal vez los cordobeses o los rosarinos, en sus ciudades grandes, entiendan el problema. En el resto de este enorme país, es un misterio de porteños.

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Ahicito nomás de la capital sanjuanina está el santuario central de la Difunta Correa. El que crea, que crea, el que no que se quede con la boca abierta y respetando esa gran creación de los argentinos. O que vaya a ver la camiseta de Messi firmada por toda la selección que el Chiqui Tapia subió de rodillas a la capilla central. 

Fuera de temporada, el lugar es tranquilo y hasta llaman la atención la bicisenda, los descansos de peregrinos con parrillas, la infraestructura que los recibe, nuevamente como en un oasis. Hay demasiados restaurantes, hay una calle entera dedicada las ofrendas -cintas rojas con la marca de cada coche jamás hecho- pero curiosamente no hay las pilas de botellas de agua que se ven en los santuarios desperdigados en todas la banquinas de esta patria.

De un lado están las capillas dedicadas, el mausoleo de la Difunta, las paredes con infinitas chapas o azulejos agradeciendo un favor o un milagro. En la otra falda del cerrito, hay decenas y decenas de casas en miniatura, de locales con el teléfono de delivery, hasta de una estación de servicio con pit stops y todo. El santuario es como un mapa de lo que desean los argentinos -techo y auto- y de las desgracias que los desvelan, como el desempleo y los chicos enfermos.

Todo es abigarrado, colorido, excesivo. Barroco criollo, destello en el desierto polvoriento. Fervoroso y algo febril.

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Exótico, para algún porteño de cualquier confín de la provincia.