Michael Herr, autor de Despachos de guerra

Durante los días malos del invierno de 1968, cuando más nos atacaban, había un joven marine en Je Sanj cuyo servicio en Vietnam había concluido. Casi cinco de sus trece meses de soldado los había pasado allí, en la Base de Combate de Je Sanj, con el 26to de marines, que había ido aumentando lentamente desde la primavera anterior hasta formar un regimiento completo y luego aún reforzado. Podía recordar tiempos no muy lejanos en que el 26to se consideraba afortunado por estar allí, cuando los muchachos hablaban de ello como si fuese una recompensa por algo que hubiese hecho su unidad. En lo que respecta a este marine, la recompensa era por una emboscada en la carretera de Cam Lo a Con Thien, en la que su unidad tuvo un cuarenta por ciento de bajas, y él mismo fue herido por la metralla en el pecho y los brazos. Eso fue cuando Con Thien era el nombre que conocía todo el mundo, mucho antes de que lo de Je Sanj hubiese adquirido proporciones de asedio y se asentara como una obsesión en el corazón del Mando, mucho antes de que hubiese caído una sola andanada dentro del perímetro para llevarse a sus amigos y convertir su sueño en algo indistinguible de la vigilia. Recordaba cuando había tiempo para jugar en los arroyos, bajo la meseta de la base, cuando la gente solo hablaba de los seis tonos de verde de las colinas de los alrededores, cuando él y sus amigos vivían como seres humanos, sobre la superficie de la tierra, a la luz del día, no como animales, y tan volados que empezaron a tomar pastillas contra la diarrea para reducir al mínimo las excursiones hasta las peligrosas letrinas. Y en aquella última mañana de su periodo de servicio en Vietnam, aquel marine podría haberte dicho que había pasado por todo y que se las había arreglado bastante bien.

Era un chaval alto, de Michigan, de unos veinte años, aunque nunca era fácil adivinar la edad de los marines en Je Sanj porque nada parecido a la juventud duraba mucho en sus caras. Eran los ojos: siempre cansados o llameantes o simplemente en blanco, los ojos nunca tenían nada que ver con lo que hacía el resto de la cara, y daba a todo el mundo un aire de extrema fatiga e incluso de locura relampagueante. Este marine, por ejemplo, siempre estaba sonriendo. Era ese tipo de sonrisa que bordea la risilla, pero sus ojos no reflejaban ni alegría, ni malicia, ni turbación ni nerviosismo. Estaba un poco loco, pero, sobre todo, era esotérico, con aquel esoterismo especial de tantos marines de menos de veinticinco después de unos meses en el I Cuerpo Táctico. En aquel rostro joven e indescriptible, la sonrisa parecía brotar de cierto antiguo conocimiento, y decía: “Te diré por qué sonrío, pero te hará volverte loco”.

Se había tatuado el nombre Marlene en el brazo, y en el casco llevaba otro nombre de mujer, Judy, y decía: “Sí, hombre, Judy sabe todo lo de Marlene. Eso está resuelto, no hay ningún problema”. En la espalda de su chaleco antibalas había escrito tiempo atrás: “Sí, aunque cruzo el Valle de la Sombra de la Muerte, no temo ningún Mal, porque yo soy el peor cabrón del Valle”, pero había intentado más tarde, sin mucho éxito, borrarlo, porque, explicaba, todos los tipejos de la Zona Desmilitarizada tenían aquello escrito en sus chalecos blindados. Y sonreía. También sonreía aquella última mañana de su periodo de servicio. Tenía todo el equipo, los papeles en orden, el talego lleno, y estaba pasando por todas las ceremonias del último minuto de despedida, los golpes y palmadas en la espalda, las bromas con el Viejo (“Vaya, sabes que vas a echar de menos este lugar”, “Sí señor, ¡muchísimo!”), el intercambio de direcciones, los extraños y fragmentados recuerdos nacidos de penosos silencios. Le quedaban unos cuantos porros, enrollados en una bolsa de plástico (no los había fumado porque, como la mayoría de los marines de Je Sanj, esperaba un ataque por tierra y no quería estar pirado cuando llegara), y se los dio a su mejor amigo, o, más bien, a su mejor amigo superviviente. Su amigo más antiguo había caído en enero, el mismo día en que explotó el depósito de municiones. Siempre se había preguntado si Gunny, el sargento artillero de la compañía, estaría enterado del asunto del fume. Después de tres guerras, a Gunny probablemente no le importase mucho. Además, todos sabían que también estaba en un rollo fuerte. Se pasó por la casamata a despedirse y luego no había nada que hacer con la mañana, solo entrar y salir de la casamata para echar un vistazo al cielo, y volver a entrar diciendo que para las diez estaría sin duda lo bastante claro para que entrasen los aviones. Al mediodía, cuando los adioses y los cuídate y los haz algo por mí se habían prolongado demasiado, durante horas, empezó a asomar el sol entre la niebla. Cogió su talego y una pequeña bolsa y se dirigió hacia el aeropuerto y la pequeña y honda trinchera que había al borde de la pista.

Portada de la nueva edición de Anagrama

EL PEOR SITIO DEL MUNDO

Je Sanj era entonces un sitio muy malo, pero el aeropuerto era el peor sitio del mundo. Era lo que tenía Je Sanj en vez de una diana, el exacto y predecible blanco de los morteros y los cohetes ocultos en las colinas circundantes, el blanco seguro de los grandes cañones rusos y chinos instalados en la ladera de la cordillera CoRoc, a once kilómetros de distancia, pasada la frontera laosiana. Disparaban casi a tiro hecho y nadie quería estar allí. Si acompañaba el viento, podías oír los calibre 50 del NVA disparando al fondo del valle siempre que se aproximaba un avión a la pista, y la primera andanada llegaba siempre segundos antes del aterrizaje. Si estabas allí esperando para irte, solo podías acurrucarte en la trinchera y hacerte lo más pequeño posible, y si llegabas en el avión, no podías hacer nada, nada en absoluto.

Siempre estaban los restos de un tipo u otro de aeronave apilados en la pista o cerca de ella, y a veces los impactos obligaban a cerrar la pista durante horas, mientras los del Batallón de Constructores o el 11mo de Ingenieros la despejaban. Aquello era tan malo, tan pronosticablemente malo, que las Fuerzas Aéreas dejaron de enviar allí su vehículo de transporte favorito, el C-130, utilizando solo el C-123, más pequeño y manejable. Siempre que era posible, los suministros se tiraban en paracaídas con plataformas protectoras desde una altura de unos quinientos metros, unos paracaídas azules y amarillos muy bonitos, un espectáculo, cayendo por todo el perímetro. Pero evidentemente a los pasajeros había que bajarles y recogerles en tierra. Eran principalmente tropas de relevo, tipos que iban o que volvían de R&R, especialistas de un tipo u otro, muy pocos mandos (la mayor parte de los mandos de división para arriba se organizaban el viaje a Je Sanj por su cuenta) y un montón de corresponsales. Mientras los pasajeros, tensos y sudorosos, corrían mentalmente a la trinchera una y otra vez, esperando que se abriese la escotilla de carga, de diez a cincuenta marines y corresponsales encogidos en la trinchera se lamían vanamente los labios para aliviar la sequedad, y luego, en el mismo instante exacto, se lanzaban todos a la carrera, tropezaban, irrumpían, intercambiaban sitios. Si el fuego era particularmente intenso, todos los rostros se crispaban en el tipo más sencillo de pánico, los ojos más desorbitados que los de un caballo atrapado en un incendio. Lo que veías era un traslúcido borrón, perceptible solo en el centro inmediato, como una fotografía de carnaval turbulento-chic, y atisbabas un rostro, un fragmento de proyectil entre blancas chispas, un trozo de equipo suspendido en el aire quién sabe cómo, una brizna de humo, y maniobrabas entre los tripulantes que desataban la pesada carga, eludías los perros exploradores, las bolsas de cadáveres colocadas por allí de cualquier modo, junto a la pista, cubiertas de moscas. Y los hombres aún luchaban por subir o por salir cuando el aparato giraba ya lentamente para echar a rodar, antes del despegue más rápido del que era capaz. Si estabas a bordo, el primer movimiento era un éxtasis. Allí sentados todos con huecas y agotadas sonrisas, cubiertos por ese polvo rojo increíble que suelta la laterita, polvo como escamas, sintiendo el delicioso posestremecimiento del miedo, esa convulsión viva y única de seguridad. No había sensación en el mundo tan buena como salir por aire de Je Sanj.

UNA CUESTIÓN MÉDICA

La última mañana, el joven marine consiguió que le llevara un coche desde el puesto de su compañía hasta unos cincuenta metros de la pista. Como iba a pie, oía el sonido lejano de los C-123 llegando, y eso era todo lo que oía. Había poco más de treinta y tantos metros de techo de visibilidad, amenazador, pesando sobre él. Todo estaba en silencio, salvo por los motores que se aproximaban. Si hubiese habido algo más, aunque solo fuese un proyectil enemigo, podría haberse oído perfectamente, pero en aquel silencio el rumor de sus propias pisadas sobre la tierra le aterraba. Más tarde dijo que había sido esto lo que le había hecho parar. Dejó caer el talego y miró alrededor. Contempló el avión, su avión, cuando tocaba tierra, y luego corrió saltando por encima de unos sacos terreros que había esparcidos junto a la carretera. Se tumbó en el suelo y escuchó cómo el aparato cambiaba de carga y despegaba, escuchó hasta que no quedaba nada que escuchar. El enemigo no había lanzado ni una sola andanada.

En la casamata hubo cierta sorpresa por su regreso, pero nadie dijo nada. Cualquiera puede perder un avión. Gunny le dio una palmada en la espalda y le deseó mejor viaje la próxima vez. Aquella tarde montó en un jeep que le llevó hasta Charlie Med, el destacamento médico de Je Sanj, que habían instalado demencialmente próximo a la pista, pero jamás llegó a superar los sacos terreros que había fuera del pabellón de heridos.

–Oh, no, cabrón de mierda –dijo Gunny cuando volvió al puesto. Pero esta vez le miró largo rato.

–Bueno –dijo el chico–. Bueno...

A la mañana siguiente, dos amigos suyos le acompañaron hasta el borde de la pista y le vieron meterse en la trinchera. (“Adiós”, dijo Gunny. “Y esto es una orden”) Volvieron diciendo que aquella vez se había ido, seguro. Una hora después, apareció de nuevo por el camino, sonriendo. Aún seguía allí la primera vez que yo dejé Je Sanj, y aunque probablemente acabase yéndose, uno no puede estar seguro.

Estas cosas tan raras suelen pasar cuando los soldados han terminado casi su periodo. Es el síndrome del próximo a licenciarse. En el pensamiento de los hombres que están realmente en la guerra un año, todos los periodos de servicio terminan pronto. Nadie espera mucho de un hombre cuando le quedan una o dos semanas. Se convierte en un obseso de la suerte, un recolector de malos augurios, un adivinador de cualquier mala señal. Si tiene la imaginación, o la experiencia de la guerra, preverá su propia muerte mil veces al día, pero le quedará siempre lo bastante para hacer la única cosa importante, escapar.

Algo más estaba actuando sobre el pobre marine, y Gunny sabía lo que era. En esta guerra lo llamaban “reacción ambiental aguda”, pero Vietnam ha engendrado un argot de locuciones tan delicadas que suele ser imposible saber, ni aun remotamente, qué cosa se describe. La mayoría de los norteamericanos preferían que les dijesen que su hijo sufría reacción ambiental aguda a que les dijesen que padecía neurosis de guerra, porque no podrían asimilar el hecho de la neurosis de guerra lo mismo que no podrían asimilar tampoco la realidad de lo que le había pasado a su hijo durante sus cinco meses en Je Sanj.

Digamos que sus piernas se negaban sencillamente a obedecer. Era claramente una cuestión médica, y el sargento tendría que procurar que se hiciese algo al respecto, pero cuando yo me fui, el chaval aún seguía allí, sentado en su talego, sonriendo, muy tranquilo, y decía:

–Bueno, cuando llegue a casa, ya lo controlaré.