Epígrafe: "Vivimos en una cultura donde siempre estamos mostrando que la tenemos atada, y eso no es muy productivo."

“¿Para qué vas a robar un quiosco, si podés robar un banco?”, le dijo, de escritor a escritor, Juan José Saer a Fabián Casas. El hurto en cuestión es más literario que literal; se refiere a una escritura consciente que se apropia de diversos procedimientos, formas y texturas de las autoras y autores leídos. En el prólogo de Una serie de relatos desafortunados (Emecé), una antología de cuentos que “no funcaron”, que nunca antes había publicado porque los encontraba defectuosos o fallidos, el poeta, narrador, ensayista y guionista recuerda que de joven fantaseaba con la idea de que para poder escribir tendría que mantenerse aislado, sin hijos ni obligaciones. 

Mientras escribía esa introducción, para el libro que editó por primera vez Eloísa Cartonera en 2020, tenía a sus espaldas a su hijo Julián, entonces de cinco años, jugando con unos dragones chinos que peleaban con el Hombre Araña. Y a su hija Ana, de diez, que se acercaba para contarle escenas de un libro de Harry Potter que estaba leyendo. Desde octubre de 2022, un fallo judicial le prohíbe a Casas ver a sus hijos. No alcanzan las palabras, ni todas las lágrimas que derramó, para describir el dolor que siente en este “exilio” desgarrador de su paternidad.

La esperanza de Casas (Buenos Aires, 1965) está en que la jueza comience la dilatada revinculación con sus hijos (ver aparte). El autor de los cuentos Los Lemmings; las novelas Ocio y Titanes del coco; los ensayos La supremacía Tolstoi y Papel para envolver verdura; y Horla City, su poesía reunida desde 1990 hasta 2010, entre otros, tomó el título del libro que acaba de reeditar de Una serie de eventos desafortunados, una película que después dio origen a una serie de Netflix. Son en total siete relatos; dos se agregaron en esta nueva edición: “La limpieza”, con un narrador en primera persona que asiste a la exhumación del cadáver de su madre, que murió hace cinco años; un texto que se lo mostró a Ricardo Zelarayán y sólo se limitó a gruñir (no le gustó). El otro, “La cárcel”, lo escribió mientras estaba guionando junto a Luis Ortega y Rodolfo Palacios la película El Jockey. El escritor fue guionista del film Jauja, dirigido por Lisandro Alonso y protagonizado por Viggo Mortensen, con quien Casas comparte la pasión por San Lorenzo; y en 2007 obtuvo en Alemania el prestigioso premio Anna Seghers.

El soldador que mezcla cosas

-¿Por por qué la literatura es un terreno tan inestable y no hay reglas a la hora de escribir?

-En los talleres muchas veces uno enuncia determinadas cosas y te das cuenta de que esas mismas cosas que enunciaste, por ejemplo que no conviene repetir un nombre en un poema o repetir un adjetivo, después aparece Nicanor Parra y escribe “El hombre imaginario”, un poema que dice: “el hombre imaginario/ vive en una mansión imaginaria”... y es genial. Cada vez que enuncio, trato de decirle siempre a los alumnos que eso es conjetural, porque precisamente la literatura es un terreno donde no puede haber maestras ni maestros. Eso me parece repotente; nadie puede decir: “Yo soy la autoridad y digo cómo hay que escribir” Sin embargo, hay un montón de gente en la historia de literatura que dice: “Esta es la forma en que se tendría que escribir”. Yo prefiero ser un soldador que un soldado. El soldado militariza el ánimo y está todo el tiempo diciendo “tenés que hacer esto”. El soldador mezcla cosas de todos lados; está muy abierto y disponible a que surja alguien que diga algo diferente. El intelectual es alguien que piensa contra sí mismo. El ejercicio de pensar contra uno mismo te marca que no hay muchas certezas y que podés conjeturar. Escribir es precisamente ir probando conjeturas, viendo qué cosas funcionan o no. La literatura es un terreno muy inestable donde no hay una verdad definitiva.

-Lo llamativo de Una serie de relatos desafortunados es que son cuentos que por distintas razones no funcionaron, ¿no?

-Sí, los dejé afuera de los libros porque los textos no me cerraban. Por ejemplo, el narrador de “El resplandor” es muy petulante y tomé la estructura de ese relato y lo usé en otra novela. Pero me di cuenta después de que no me gustaba tanto ese narrador canchero, que es superior a los demás. Aparte como mi pareja en ese momento había ido conmigo a esa fiesta de cumpleaños no quería que saliera ese cuento y ahí también me pregunté: ¿Voy a publicar algo que le puede molestar a una pareja? Y yo pensaba que no, en ese momento. La voz del nenito de “El principito” me parecía que no funcionaba, que no terminaba de armarse; pero a su vez está dedicado a Baltazar Vega, mi ahijado, el hijo de Washington Cucurto, que ahora lo puede leer porque es arquitecto. Me gustó mostrar estos relatos para que los lean y puedan completar, modificar o utilizarlos para robar, como robé yo a otros autores. Vivimos en una cultura donde siempre estamos mostrando que sabemos, que la tenemos atada, y a mí me parece que eso no es muy productivo.

Robar a los otros

-¿La idea del robo en la literatura te parece productiva?

-Sí, me parece genial tomar de otros, que es básicamente lo que estoy haciendo desde que empecé a escribir. Me acuerdo que Juan José Saer me dijo una vez: “¿Para qué vas a robar un quiosco si podés robar un banco?”. La idea de originalidad es una carga pesada del capitalismo que te imponen para agobiarte.

-¿La idea de robo no será también una idea que nos impone el capitalismo a través de la noción de propiedad?

-Puede ser... no lo había pensado de esa manera… En los talleres, fomento mucho que tomemos de los otros y que reconozcamos esas partes que tomamos. En la literatura argentina, casi todos toman de otros.

-¿Los poetas de los 90 fueron los que más pusieron en práctica ese “tomar de los otros” ?

-Sí, tal vez nosotros fuimos más abiertos a tomar de todo. Nos dimos cuenta rápidamente de que le podíamos afanar a (Joaquín) Gianuzzi, a (Juan) Gelman, a (Leónidas) Lamborghini, a todos. Inclusive robarnos entre nosotros, eso nos parecía superproductivo. Y sobre todo buscar en personas que no escribían como uno; para mí eso es muy enriquecedor. Si sos el “turco” (Jorge) Asís, robale a (Gustav) Flaubert.

-¿Cuál es el primer “robo” que recordás que hiciste?

-A Giannuzzi; agarré su libro Señales de una causa personal, lo encontré en una mesa de saldos y dije: “Esto es genial”. No sabía bien si vivía, después lo conocí personalmente. Me acuerdo que leí los poemas y me parecieron tremendos y los empecé a copiar. Yo creo que construí lo que escribí a través de la voz de Giannuzzi. También tuvieron mucha importancia las traducciones cuando empecé a estudiar idiomas para leer directo, porque antes quedaba prisionero de traducciones que no me convencían. La traducción es una traición y un robo. Hay poemas o textos que empecé sacando de traducir, trayéndolos hacia mi lengua, y a su vez también los modificaba con conceptos. Los ensayos de T. S. Eliot me fascinaron y me llevaron a pensar que podía escribir ensayos, que podía ensayar cualquier cosa, que no tenía que tener un saber extremadamente erudito, que podía cruzarlo con mi vida personal porque veía que Eliot también lo hacía. Una cosa que aprendí de Fogwill es que él estaba disponible para saltar de la prosa al poema, del poema al ensayo. Entonces me di cuenta de que está bueno no quedarte en un lugar. Y escribí poemas, después ensayos, después cuentos, después novelas. Siempre buscaba pasar vergüenza, que es lo me pasa practicando karate. Algo que aprendí es que las personas se estresan mucho porque no quieren pasar vergüenza. Me parece que pasar vergüenza es algo productivo. Yo voy a karate y paso vergüenza casi toda la clase porque me olvido los katas, me olvido el ritual de inicio y de cierre, o no lo sé bien, y eso que tengo muchos años de práctica.

-¿Cómo sería pasar vergüenza en la literatura?

-Publicar textos como los que acabo de publicar, que son malos; textos que no están bien terminados, están sacados del horno antes de tiempo, son como cincomesinos...

La cultura de la venganza

-¿Por qué los personajes estables no sirven para las buenas historias, como plantea el narrador de uno de los cuentos?

-Si un personaje es malo todo el tiempo, no te sirve. Nadie es malo todo el tiempo; un personaje así se vuelve plano y depende para quién es malo, ¿no? Los personajes son muy complejos; me doy cuenta cuando estoy leyendo o viendo algo y es todo políticamente correcto, como si fuera un casting para una serie de Netflix en el que hay un negro o una lesbiana, y están los editores de sensibilidad para cumplir con todos los requisitos. Esto es un problema; el editor de sensibilidad y ser políticamente correcto van en contra de la poesía. La poesía no tiene que cumplir esos requisitos, sobre todo porque no sabés qué es. La podés decir, "siento que tal cosa es poesía", pero después no la podés definir. A la poesía se la reconoce, pero no se la define. Entonces cada uno reconoce poesía y seguramente vos y yo tengamos diferencias y eso me parece buenísimo porque hay una idea de uniformización, de que todos somos iguales, de sentarse en esos lugares de seguridad y confort, que no me interesan.

-En los 90 no había esta preocupación por la corrección política, ¿no?

-En los 90 se podía hacer cualquiera; ahora estamos viviendo un momento paradójico porque hay una corrección política intensa, pero también hay un delirio descomunal con la agresión en todos lados, no solamente desde el gobierno. Esta es una sociedad que está desquiciada y tiene una especie de rencor atávico. No hay lugares donde se pueda discutir con la persona que piensa diferente. No es casualidad que tengamos un gobierno que surgió del streaming. El streaming ha producido eso: gente hablando e insultándose. Si te entrevisto en un streaming, tengo la obligación de hacerte preguntas picantes porque si no la gente se duerme. No hay posibilidad de pensar, de esperar o de mostrar que tenés derecho a la incredulidad, a demorarte en capturar qué te parecen determinadas cosas. La cultura de la venganza que tienen los gobiernos de Estados Unidos y de Israel es malísima porque sabemos que la venganza es el comienzo de otra venganza; es infinito. Por un lado, somos políticamente correctos en un montón de cosas y por otro lado hay un desfasaje que permite decir cualquier cosa. Lo que sirve es el que grita más fuerte; es como una terapia de grito que había en una época en los 60 que se llamaba primal scream. Pero también vivimos una época increíble porque una persona puede ser a la mañana un hombre y a la noche una mujer. Eso no pasaba en los 90. Hay un convencimiento de la emancipación de las mujeres superpotente y una concientización respecto al bullying entre los chicos; en ese sentido es una época superior.

El ejemplo de las Madres 

-Hace más de diez años que escribís guiones para cine. ¿Qué balance hacés de esa experiencia de escritura y trabajo?

-El cine siempre es en colaboración, en términos de escuchar a otras personas. La construcción colectiva hace que te queden las voces de tus compañeros o compañeras; escribí también con chicas un montón de veces y tener al lado una mujer trabajando un guion con otra visión con respecto a un montón de cosas me parece re potente. El guion puede ser buenísimo, pero lo que marca si la película es buena o no es la directora o el director. Barrio chino puede tener un guion genial, pero el final lo pone (Roman) Polanski. Los guionistas son importantes, pero la película siempre es del director. También de un guion flojo se puede hacer una buena película. Burning, la película que hizo Lee Chang-dong sobre “Quemar graneros”, un cuento bastante esquemático de (Haruki) Murakami, es una obra maestra.

Casas revela que aprendió a vivir el día a día. "No hago muchos planes, pero no por la edad que tengo y porque sepa que soy mortal. Muchas veces me preocupé por un montón de cosas que después no me pasaron. Entonces ya no me preocupo más. Sé que en agosto me tengo que ir a Alemania, a un foro de guionistas, y después tengo mis clases. Yo creo en la inmanencia, no creo en nada trascendental”, agrega y destaca unos versos de una canción de los Redondos: “Un último secuestro, no/ el de tu estado de ánimo/ Tu aliento vas a proteger/ en este día y cada día”.

Después de unos segundos en silencio, como si estuviera chequeando que recordó bien los versos de la canción, vuelve a la carga para meter el dedo en una llaga acuciante de este presente. “A veces el estado de ánimo te lo secuestra la gente que creés que marcha con vos y no tu adversario... Y descubrir eso es re difícil. ¿Cómo luchás contra un gobierno como el que tenemos que es muy agresivo, brutal y muy cruel? Luchás con alegría, con hospitalidad, creando puentes y hablándole a la gente para que cambie. No con venganza ni con rencor ni replicando las mismas actitudes. Las Madres de Plaza de Mayo no mataron a nadie. Para mí es el ejemplo más potente en el que me miro cuando me levanto todos los días. Nunca tuvieron deseos de venganza, solamente tuvieron necesidad de justicia. No no se conoce ningún caso de una madre de Plaza de Mayo que haya matado a un represor. Es un ejemplo de no victimizarse, de pedir que los genocidas fueran a la cárcel, que cumplieron una condena”, concluye el escritor.

(imagen: Verónica Bellomo)
 
 

 

 

Familia y paternidad

-“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia” es tal vez uno de tus versos más citados. ¿Cómo te resuena desde que no podés ver a tus hijos?

-El otro día me lo recordó una persona en la calle y me dijo: “qué buena imagen que tenés de la familia, que de algo podrido surja la familia”. Lo leyó de otra manera, hizo otra lectura que no está condicionada porque yo, en ese momento, escribí en contra de la familia. Después fui papá. La familia es algo de lo que hay que entrar y salir. Si te quedas dentro de la familia, te destruye. O sea, tenés que hacer siempre limpieza, entrar y salir. Yo era joven y podía mirar un montón de cosas con cierta altivez. Después, lo que te enseña la vida es que las cosas son muy inestables, muy complejas. La última vez que vi a mis hijos (Ana y Julián) fue hace tres años. Ahora estamos esperando la orden de la jueza para que empiece la revinculación.