Los argumentos son los clásicos, y se repiten de un organismo a otro: corrupción, ineficiencia en la gestión, sobre-empleo administrativo. Son los argumentos que emplean decisores que no entienden de sectores, y que desconfían visceralmente de cualquier argumento de base sectorial: se los desprecia como mera expresión de intereses particulares.
Para alguien que viene de las finanzas –como es básicamente el equipo económico de este gobierno, que toma estas decisiones– todo se administra de la misma manera: repitiendo slogans y administrando lo menos posible; y si hay dudas, se le pregunta a alguien del sector privado, que es la gente que sabe.
Recuerdo al respecto una discusión acerca de un proyecto vial, en los '90: el secretario de Obras Públicas –un economista del área de finanzas– ni nos preguntó a los profesionales del organismo nuestro punto de vista: alcanzaba con la que le había dado el presidente de una empresa contratista de obra pública.
La ignorancia es tanta en estos decisores, que ni siquiera sabrían indicar cómo gestionar eficientemente a un organismo como Vialidad Nacional. Simplemente, lo suprimen; nadie de su círculo podrá estar en desacuerdo. El argumento de que si hay corrupción o ineficiencia, pues se las combate y se asegura un buen funcionamiento, simplemente no tiene oídos.
Vialidad Nacional es un organismo que en 8 años habría completado un siglo de existencia, y que fue en su momento ejemplo en América Latina. Suprimirlo es renunciar a su prestigio, basado en una larga historia; y ésta es una pérdida que no tiene justificación.
Pero hay un riesgo latente, además, y esto es mucho más grave.
Un principio básico de la política argentina es que cuando para el gobierno nacional un tema no es relevante, se lo transfiere a las provincias, en lo posible sin los recursos necesarios para gestionarlo. Si antes ya pasó con la salud y la educación públicas –con los resultados a la vista– quizá ahora sea el turno de la red vial.
La Nación dejaría de planificar y ejecutar obras viales, las que quedarían a cargo de las provincias, con sus recursos; esto implicaría transferirles los distritos de la Dirección Nacional de Vialidad, organismos radicados en cada provincia, y que tiene a su cargo el seguimiento del estado de la red nacional y la identificación de obras. Con esto, se iría diluyendo la noción de una red vial federal, con sentido de país, y las provincias atenderían con sus disminuidos recursos (y una muy variable capacidad de gestión) las requerimientos básicamente locales (el grueso del tránsito, debe recordarse, es de corta distancia y atiende necesidades locales movilidad).
Esta idea, de hecho, fue puesta en la agenda durante las reformas de los '90, pero no llegó a concretarse; sí hubo un intento de vaciamiento de Vialidad Nacional a través del sistema de concesiones, cuyo control fue asignado a un organismo separado, creado al efecto (el Organismo de Control de Concesiones Viales).
Esta transferencia a las provincias no es sino un conjetura. Pero los antecedentes de este gobierno –y lo ocurrido en los años 90– le dan asidero. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar las consecuencias de esta reconfiguración, en términos del mantenimiento y desarrollo de la red vial.