La historia de lo malo en el arte es fascinante porque revela aspectos de la institución que de otro modo no se podrían ver; en primer lugar, cómo cualquier expresión artística parece ser el reino de los méritos y las intenciones cuando normalmente se sustenta en otras cosas. Es más, me atrevo a decir que nadie que no aprecie y comprenda lo malo puede ser un artista de verdad, pero eso ya sería más largo de justificar: la cuestión es que The disaster artist, la nueva película de James Franco que replica desde la ficción el rodaje de una película mala y de culto como es The room (2003), se mete en el corazón del problema con la fascinación sincera y la ingenuidad que no lo es tanto de James Franco, que suele hacer películas inmirables y destinadas al fracaso como su versión de El sonido y la furia de William Faulkner. 

La anécdota es ésta: un aspirante a estrella con plata llamado Tommy Wiseau se mudó a Los Angeles para probar suerte y, ante los repetidos fracasos, decidió escribir, filmar y protagonizar su propia película. Lo hizo junto a Greg Sestero, un actor novato y carilindo que unos años después escribiría un libro de no ficción basado en el rodaje, The disaster artist: My life inside the room, the greatest bad movie ever made. Franco quedó deslumbrado con el libro e inmediatamente quiso ver The Room -que por ese entonces ya era una película de culto que se proyectaba en trasnoches en Estados Unidos, algo parecido a lo que pasó acá en pequeña escala con Un buen día, de Nicolás del Boca- y conocer a Tommy Wiseau. La idea de llevar al cine el making off de The room no tardó en llegar, y para eso Franco convocó a parte de la banda de amigos que lo acompaña siempre: su hermano Dave Franco interpreta a Greg Sestero, Seth Rogen es el asistente de guión, Charlyne Yi es la vestuarista, Danny McBride y Lizzy Kaplan aparecen al comienzo dando testimonios, etc.

Por supuesto que The disaster artist es una comedia -voluntariamente, mientras que The room resultó ser una comedia involuntaria-, pero también es otras cosas, más allá de la burla hacia un par de desubicados como Sestero y Wiseau, cuyas aspiraciones parecían mucho más altas que sus capacidades o incluso esfuerzos. Significativamente, en esta ficción es Judd Apatow el que le grita a Wiseau que todo el mundo sueña con lo mismo en Los Angeles pero no todos consiguen lo que quieren, porque las chances son de una en un millón. Para este grupo de artistas que se conocen desde que eran nadie, escribiendo chistes detrás de un escenario y compartiendo departamentos (me refiero a comediantes como Franco, Adam Sandler, Apatow, Jim Carrey y otros), hay emoción verdadera en retratar a este par de locos, sobre todo a Wiseau, que habían comprado el verso de pegarla en Hollywood. 

Tommy Wiseau interpretado por James Franco es un soñador, un loco, un tipo con una enorme cuenta bancaria y un egomaníaco al que le parecía natural que el mundo se agrupara alrededor de su talento, todo a la vez. La creación de Franco es una bestia potente y adorable que funciona porque tiene dos capas: bajo la copia exacta de Wiseau, una imitación ajustada y no paródica, se trasluce el eterno nene de jardín de infantes que Franco no dejó de ser nunca, y en el relato del rodaje de The room aparecen la bromantic comedy, que cuenta los grandes altibajos de los amores entre amigos -aquí Dave Franco como Sestero, y su hermano-. Pero en un nivel más profundo, The disaster artist impacta por algo que quizás ni siquiera Franco pudo prever, y es la ambivalencia radical -¿cuántas películas ambivalentes hay?- del éxito y el fracaso, de un mundo donde cualquiera se puede hacer, como mínimo, respetar si tiene plata para pagarse ese respeto, de la locura de cualquier artista que ofrece su creación al juicio del mundo sin poder controlar cómo otrxs la verán, y finalmente de la crueldad constitutiva del arte, de la que Tommy Wiseau parece (nadie que tenga varios millones de dólares puede parecerlo) algo menos que una víctima.