Antes de sumergirnos en esta historia, es necesario advertirles: están a punto de conocer el increíble caso de un país menguante. Es, sin duda, uno de los relatos más inquietantes jamás contados. Prepárense para estremecerse, para sentir miedo, quizás incluso para horrorizarse. Si prefieren evitar esta experiencia, ahora es el momento de dejar de leer.

Una lluvia radiactiva en las costas del océano Atlántico, la dispersión de plaguicidas organoclorados sobre la pampa húmeda, las alteraciones en la composición química y física de los suelos en zonas mineras son algunos de los posibles puntos de partida. Los científicos todavía no pudieron determinar la razón con exactitud. Pero más allá de las incertidumbres y las polémicas aún abiertas, está claro que de un momento a otro aquel país del Cono Sur comenzó a achicarse. Su territorio era de los más grandes, más de tres millones y medio de kilómetros cuadrados, octavo a nivel global. Después de ese acontecimiento -aún indeterminado- algunos empezaron a advertir la reducción de su tamaño. No tardaron en surgir las voces que negaron el fenómeno. O que lo relativizaron. El rastreo en las hemerotecas también permite observar que estaban aquellos que decían que mantenía su magnitud y que, en realidad, las mediciones previas habían estado mal elaboradas.

Pero el país se siguió achicando. A diferencia de casos tradicionales, no se debía a una guerra con otra nación y el consecuente cercenamiento de una zona limítrofe; a una invasión extranjera; o a la pérdida de un territorio concreto y puntual que quería independizarse. No. La superficie se reducía en conjunto, de manera proporcional, sin perder su croquis. Hasta que el fenómeno se volvió evidente. Aquellos que dudaban o negaban la merma se quedaron sin argumentos. Se encargaron nuevos estudios y llegaron expertos de distintas partes del planeta. Agrimensores, topógrafos, geógrafos, geólogos, físicos, matemáticos, economistas. Y, por supuesto, gente que no había estudiado ni tenía experiencia, pero abría la boca para gritar sus verdades.

Un grupo de técnicos internacionales planteó una receta que parecía infalible. Había que reducir aún más el déficit fiscal, eliminar subsidios de todo tipo, ajustar salarios, jubilaciones, pensiones y cualquier programa de transferencia social. Cumplidas esas metas, los expertos brindarían los préstamos que permitirían volver a crecer.

De a poco, el país fue perdiendo todas sus fuentes de ingreso. Cerraban las empresas, las grandes, las medianas, las pequeñas. Los restaurantes estaban vacíos, los bares bajaron sus persianas. El consumo se desplomó. También se derrumbaron las fuentes de trabajo. La caída de las recaudaciones vía tasas e impuestos, obligaba a achicar aún más las inversiones públicas. Algunos antropólogos sostuvieron que se trataba de una espiral de encogimiento permanente nunca antes vista.

El extraño caso de este territorio menguante atrajo la atención de los medios del mundo. El presidente del país recibía propuestas para escribir libros, protagonizar series y películas, brindar charlas en foros globales. Era más que un fenómeno barrial. Un naturalista comenzó a hablar del prodigio de la nación bonsai.

El grupo de expertos internacionales vio que se abría una nueva oportunidad para intervenir en el caso. Su resolución podría dar prestigio, premios, incluso la obtención del Nobel. Luego de semanas de conciliábulos, llegaron a la que presentaron como la medicación que esta vez sí lograría ya no sólo la recuperación del tamaño original sino incluso un desarrollo nunca antes visto. El tratamiento incluía la reducción del déficit fiscal, la eliminación de todo tipo de subsidios, el ajuste de salarios, jubilaciones, pensiones y cualquier programa de transferencia social. Cumplidas esas metas, los expertos se comprometían a brindar préstamos para que se pudiera retornar a la senda del crecimiento.

La receta se siguió al pie de la letra. El país se fue volviendo cada vez más insignificante. Llegó un momento en el que parecía haberse achicado tanto que un balcón se transformó en territorio de litigio judicial. En un campo de batalla. En una cuestión de Estado.

La nación se hizo minúscula, débil, a punto del desmayo. Una pieza tan chiquita que era la primera que se perdía en cualquier juego de TEG. Lo que para otros pueblos -o antes para sí mismo- era una tarea nimia, rutinaria, cotidiana, se volvía ahora una epopeya. Cómo evitar quedar al alcance de cualquier garra, o ser comido por un insecto o por un pájaro.

Los medios globales dejaron de prestarle atención al caso. El grupo de expertos cobró los honorarios, el capital y los intereses y no volvió más por aquellos lares.

 

El nano país atrapado entre lo infinitesimal y lo infinito tuvo una revelación: ambos eran, en esencia, la misma cosa. Lo minúsculo y lo inconmensurable. Los miedos se derritieron, y la aceptación de su existencia, por más pequeña que fuera de manera transitoria, se volvió luminosa y clara. La nación seguía existiendo. Sus habitantes comprendieron que ya no había ni arriba ni abajo, ni dentro ni fuera, ni Sur ni Norte. Ellos eran, a la vez, el centro y la periferia. Tan sólo necesitaban despertar de la pesadilla. Y una mañana, abrieron los ojos.