Corrían los primeros días de marzo de 2025. Valentina llevaba pocos meses en la panza de su mamá. Junto a ese recinto impoluto, Emilia, su hermana mayor de por entonces tres años y monedas, preguntaba cuándo llegaría. Cuándo saldría. Quería saber, conocer, conversar. Indagaba y, a su tiempo, analizaba. Hablaba de cómo compartiría su habitación con Valen. Incluso, sus juguetes. Lo que sí, ponía algunas cláusulas de por medio, como la que imposibilitaba a su hermanita de babear los chiches. Difícil.

En todo momento, entendió que mamá y papá se iban a ausentar unos días si Valentina decidía aterrizar en un país convulsionado por una tormenta ácida que atenta contra la convivencia pacífica. Emilia sabía que serían uno o dos días, no más que eso. Sabía que podía ir a visitar a mamá y a su hermana menor, que estarían en una habitación y que, mientras tanto, el tío Julián o los abuelos la iban a cuidar. Estaba chocha. Imaginaba paseos, más tele de la que permiten mamá y papá y, seguramente, algo más de helado. Pero el plan se desajustó.

Desde entonces, Emilia no entendía. No podía mesurar que su mamá estaba internada pero Valentina no llegaba. “¿Y Valentina dónde está?”, repetía. El caso es que mamá arribó a la clínica con poquito más de 34 semanas de embarazo y con Valentina por nacer. Había que encontrar la manera de retrasarlo un poco. Había que ayudar a la maduración, intentar que siga protegida, envuelta en la cobija mágica del útero y así continuar con su crecimiento.

Emilia tardó más de un día y medio en volver a ver a mamá. Mamá y papá se fueron por la noche, mientras dormía, para no asustarla. Desde la nocturnidad de un lunes al miércoles por la tarde, quedó en casa. Cuando pudo ir a la clínica, se encontró con una mamá conectada al suero, medicación, con algunos moretones en los brazos y algunas dificultades para hablar. Había dolor. Por alguna razón que sólo Emilia podría explicar, lo percibió. Entró sonriente, pero tensa. Contenta, pero cuidadosa. No quería lastimar a mamá. Y la pregunta volvió: “¿Dónde está Valentina?”

A ver, paso a paso. Mamá y papá fueron al sanatorio. El tío Julián llegó y se quedó a dormir en casa para cuidarla. Todos lo conversado se cumplió, menos un punto determinante. Y es que, bajo la supervisión del obstetra, se ganaron unos días más y Valentina no nació. Emilia trataba de entender por qué Valentina seguía en la panza. Y afloraron algunos cortocircuitos.

El mismo miércoles por la noche, llegó el abuelo Gustavo desde Formosa. Se sumó al equipo de contención. Permitió que Emilia vuelva al jardín, porque la llevaba y la buscaba, mientras papá cuidaba a mamá durante el día, volvía por la tarde para preparar la cena, bañarla y organizar el día siguiente antes de volver a pasar la noche en el sanatorio. Valentina podía llegar en cualquier momento.

Y llegó. Pasaron cinco días y por la tarde un sábado el parto fluyó con total naturalidad. Algunos gritos, típicos dolores, miedos, algún que otro “sacala”, y Valentina nació con dos kilos y medio. Lloró. Hasta se animó a abrir los ojitos. Pasó por los chequeos protocolares y directo a la incubadora. Tres horas después, mamá la estaba visitando. Mamá sangraba y apenas caminaba. Primaba el instinto más puro, el que electrifica cada centímetro del cuerpo para arrastrarse y tocar a un hijo. Hija, en este caso. Porque nada puede frenar a una mamá cuando quiere abrazar a su bebé. Y así fue.

Así fue como empezó más de una semana en neonatología. Por suerte, Valentina no necesitó asistencia respiratoria, no manifestó inconvenientes físicos y estuvo diez días para poder cumplir las 36 semanas y, por más loco que suene, aprender a comer. Y aprendió. Así como mamá y papá aprendieron a diseñar un mecanismo que permita estar en la puerta de neo cada tres horas para darle la teta y saber si aumentó de peso. Todo se vuelve una cuestión desesperante de gramos. A más gramos, más chances de volver a casa. Y estar los cuatro juntos.

Emilia visitaba a Valen. Había sonrisas, fascinación y bronca. Sí, la bronca de que después de unos minutos tenía que irse y Valentina tenía que seguir rodeada de monitores, cables, una sondita por la boca y ruidos raros. No entendía, y no tenía por qué entender a sus casi cuatro años. Decía que era injusto. Quería hacerle upa y no podía. Se frustraba. Nada era como se lo plantearon ni como lo había proyectado.

Mamá y papá elegían algún rinconcito para llorar. Algunos minutos para expulsar la angustia, desanudar la garganta, purgar el el enojo, la tensión y la incertidumbre. A veces por separado, a veces juntos. Mantenían la sonrisa frente a Emilia, aunque por dentro no quedaba un solo músculo en pie. Cuando se abrazaban los tres seguían sintiendo que algo faltaba. No estaba ese pequeño par de manos que día a día aprendía a comer para conocer su casa de Burzaco.

“¿Qué hicimos mal?”, fue una de las preguntas entre ellos. “¿Por qué toca pasar por una situación así?”, también se escuchó. Esas dudas entre lágrimas transitaron por quince días. ¿Cómo encontraron la fuerza? Con la familia, no hay dudas. Ahora bien, cuando estás internado, el contacto con los seres amados es, al menos, limitado. Hay mucho tiempo para mirar el techo y pensar. Las visitas son constantes, pero de quienes tienen la tarea de cuidarte.

Aquellas preguntas tenían respuestas. Llegaban gracias a Silvina, Norma, Verónica, Natasha, Claudia, Rocío, Romina o Carla. También Diego, el primer enfermero que atendió a Valentina. Gracias a Lorena también, la obstetra de guardia que llegó corriendo, esquivó el corte del bajo nivel de Pasco por el partido de Temperley y recibió a Valentina. Una Lorena con su propia historia, la de no poder concebir, pero con una frase de cabecera: “El día que no sea feliz por un bebé no hago más este trabajo”.

Hay más nombres. Muchos que quizás no se conozcan. Desde la recepción hasta quien te pregunta si necesitas una almohada más porque el rostro grita cansancio. Son muchos los que aportaron, dieron fuerzas y sostuvieron en alto el “lo estás haciendo bien mamá”. Ese susurro al oído que estabiliza los latidos y despeja de niebla el camino. “Lo estás haciendo bien papá”, “lo están haciendo bien”. Porque, cuando no se sabe lo que hay que hacer, lo único que se necesita es saber que lo estás haciendo bien. Se necesita calor, el calor humano, el de la solidaridad.

En un país gobernado por la agresión, el insulto y el desprecio que dinamita la empatía, los trabajadores y trabajadoras de la salud de un sanatorio de Temperley volvieron a mostrar que lo humano está por encima de lo miserable. Que la crueldad no es moneda corriente, demostraron que no está en las venas sociales ni sintetiza el entramado de vínculos que tejen la cotidianidad, en este caso, de una esquina del conurbano.

Que no asombre que muchos de quienes abrazaron a mamá y papá, optaron por el cambio propuesto por Javier Milei. Quizás, lo vuelvan a hacer. Quedará en un llamado de atención para quienes deciden o dicen representar lo antagónico.

Aquí, en Temperley, sobre la avenida Almirante Brown, contuvieron a mamá y papá para que puedan contener a Emilia. Porque a mamá y papá también se les quemaron los papeles. No entendían, al igual que Emilia. 

Mamá y papá tuvieron el privilegio de contar con el resguardo de los trabajadores de la salud, de los que necesitan más de un trabajo, los que ven que la plata no alcanza, los que lidian para tener todos los insumos necesarios para laburar. Un escenario que no distingue privado ni público. Al igual que su amor, que nunca preguntó quienes ni cómo somos. Simplemente, querían ver a Valentina y Emilia felices junto a mamá y papá.