La vida es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. La frase, atribuida al escritor e historietista Allen Saunders y luego popularizada por John Lennon, suele utilizarse en infinitas situaciones ejemplificadoras. En el caso de la nueva película de la realizadora correntina Clarisa Navas, su primer largometraje documental, el concepto podría reinterpretarse de otra manera al afirmar que la vida es eso que pasa delante de la cámara pero también fuera de su alcance. Un río vital que fluye como lo que es: una etapa de ingentes crecimientos, cambios y maduraciones. La vida es también aquello que se descubre de casualidad, mientras se están llevando a cabo otros objetivos. Es que la directora de Hoy partido a las 3 y Las mil y una descubrió al sujeto de su documental, Ángel, un niño paraguayo de nueve años, mientras se encontraba en la pequeña localidad fronteriza de Nanawa realizando un capítulo de una serie documental para la televisión pública. De pronto, ese chico inquieto, locuaz y lúcido se comió la cámara y los micrófonos, la chispa de ignición de un proyecto fílmico que demandó una década de realización. Ángel, ese príncipe de Nanawa del título, crece y muta, de niño a púber y de allí a una adolescencia y juventud complejas y conflictivas, pero siempre vibrantes.

Ganadora del Gran Premio del Jurado en la Competencia Internacional de Visions du Réel, uno de los festivales especializados en el cine de lo real más importantes y prestigiosos del mundo, es una película monumental en más de un sentido. Desde luego, la duración de tres horas y media, divididas en dos segmentos, hace pensar de inmediato en su envergadura, pero esa cualidad grandiosa también está dada por lo peculiar que late en cualquier vida. A partir de las visitas regulares de Clarisa y un reducido equipo de rodaje al principado de Ángel y gracias a las imágenes y sonidos que el propio protagonista registró con diversas cámaras digitales y teléfonos celulares, El príncipe de Nanawa describe la experiencia de crecer, con sus dolores y satisfacciones, dudas y crisis. Es la historia de un chico como cualquier otro; es decir, un ser excepcional. Asistir a la proyección del film de Navas –podrá verse a partir del domingo 10 de agosto en el Malba– es ser testigos de toda una vida, al menos de una parte esencial de esa existencia: los años de formación antes de la madurez. El príncipe de Nanawa fascina, encanta y conmueve con las armas del mejor cine documental. Aquí no son los efectos sino los afectos especiales los que atraviesan la pantalla y llegan a la mente y el corazón del espectador.

 

¿QUIÉN ES ESE CHICO?

Las imágenes de la bulliciosa Nanawa muestran una típica ciudad de cruce entre países. Limítrofe con Clorinda, en la provincia de Formosa, la ciudad paraguaya es un hormiguero de gente moviéndose alrededor de los puestos de venta de cualquier clase de productos. “Che, ¿viste ese nenito ahí?”. La voz de Clarisa Navas se escucha en off mientras un chico rubio como la miel se acerca a la cámara y comienza a hablar. Sin parar. “Yo quiero ser veterinario y hacer una guardería para todos los animales del mundo. Todos pueden traer sus animales y yo, Ángel Omar Stegmayer Caballero, los voy a cuidar. Porque soy paraguayo y un argentino independiente. Soy paraguayo y mi sangre es argentina”. Con una locuacidad y capacidad argumentativa notablea, el jovencito se gana la simpatía de la documentalista, pero por sobre todas las cosas logra captar su interés. Así comienza la aventura de casi diez años en la vida de Ángel, sujeto del documental, ahijado putativo, amigo, hermano y muchas cosas más. Navas dice hoy que, en ese momento, cuando lo vio por primera vez, “hubo una especie de flechazo muy particular. Estábamos grabando una serie para Canal Encuentro y nos enfocábamos en entrevistar a adultos, en particular a las mujeres que vivían entre las fronteras. El foco era un poco el por qué las personas no siguen enseñando el idioma guaraní a sus hijos. En ese mercado estaba Ángel, que nos venía siguiendo e insistió mucho en que quería hablar. Así fue que lo ‘corbateamos’, porque nos intrigaba saber qué tenía para decir. Nunca imaginamos que iba a decir todas esas cosas magistrales”.

La realizadora recuerda que Ángel acompañó al equipo de grabación durante todo el día, hasta que cayó la nochecita y su mamá, que venía de trabajar del lado argentino, dio por terminado ese primer contacto. “Fue en ese momento que Ángel me dijo que no me olvidará de él, que nos hiciéramos un análisis de ADN porque tal vez éramos hermanos perdidos. Todo eso me conmovió y ahí mismo sentí la necesidad de volver. Por supuesto, en ese momento no había ningún tipo de programa, mucho menos la idea de hacer una película a lo largo del tiempo. Volví unos meses después y ni siquiera sabía dónde vivía, así que hubo una búsqueda por Nanawa hasta que di con su casa. Ahí le propuse hacer algo y recuerdo que la madre me dijo que iban a pensarlo, que dependía un poco de cómo le iba en la escuela”. En la conversación surge naturalmente la comparación con Boyhood, la célebre película de ficción rodada a lo largo de muchos años por Richard Linklater y estrenada en 2014, y la serie documental británica Up, que siguió a un grupo de personas durante toda su vida, entrevistándolos exactamente cada siete años, desde 1964 hasta 2019. “Nunca vi Boyhood. De hecho, todo el mundo me la nombraba y me la sigue nombrando. Me agarró una especie de resistencia a verla”.

Ángel camina por el puente peatonal de Nanawa, una imagen que se repetirá varias veces a lo largo de la película: durante la pandemia, con el cruce fronterizo completamente cerrado; con un Ángel quinceañero pasando de un país al otro con mercadería sobre los hombros; finalmente, durante los últimos minutos del documental, cuando el protagonista está a punto de cumplir la mayoría de edad y las novedades en su vida son muchas y pisan fuerte. Pero tres horas antes, en la película, Ángel sopla diez velitas y Clarisa lo filma mientras se canta el cumpleaños feliz y algo de la crema de la torta termina en sus cachetes. El chico mira a cámara y sonríe. Esa misma noche él mismo tomará en sus manos el aparato y registrará su hogar y alrededores, hablando al mismo tiempo, sin saber cabalmente que esos momentos formarán parte de un documental que será premiado en Europa. “Hola a todo el mundo. Vino mi amiga, mi súper amiga. Estoy por llorar, legalmente”. Las maneras del habla son similares pero no idénticas, y el guaraní se cuela entre las palabras en español, razón por la cual la película se exhibe con subtítulos. La forma de hablar de Ángel, en tanto, contrasta con la que el espectador encontrará más tarde, cuando mida muchos centímetros más y su voz se escuche grave y, sobre todo, reticente.

 

DIVINO TESORO

“Cuando Ángel era niño tenía incorporados muchos discursos del papá y de la mamá. Además, siendo el hermano más pequeño también había algo de demostrar cierta lucidez, con todo el desafío y el sobreesfuerzo de llevar adelante esa articulación de ideas”. Sin embargo, Navas confirma algo que las primeras escenas de la película demuestran con creces: “Ángel era un chico muy inteligente, incluso fuera de lo esperable. Y creo que al llegar a la adolescencia surge algo de parecerse más a los amigos, a cierta jerga generacional. Ahora Ángel tiene diecinueve, va a cumplir veinte, y volvió a esa lucidez, a poder articular discursos claramente. Durante la adolescencia es como que todo eso quedó opacado, pero por suerte son cosas que vuelven”. La pandemia trajo cambios radicales y la frecuencia de las visitas se cortó súbitamente, más allá de las videollamadas regulares. “Fue un año y medio, casi, de no vernos personalmente, y cuando finalmente nos reencontramos él era un adolescente. Había una conformación diferente en el lugar y el propio Ángel era otro. Antes de todo eso había una comprensión mutua muy grande que de pronto cambió. Algo ligado a hacerse hombre, a una idea de la masculinidad, muy diferente a mi mundo. No es un mundo que frecuente mucho, y eso me generaba incluso algo de rechazo. Hubo que explorar para encontrar cosas en común en esos tránsitos. Supongo que a él le pasaba algo similar. La película tiene que ver con eso también”.

Navas confiesa que, en un primer momento, pensó que la película iba a ser sobre un niño compartiendo su infancia: un recorte de ese período y listo. “En ese sentido, había una especie de guion o guía, pero eso enseguida se dio vuelta. Explotó en mil pedazos”, recuerda. “Fuimos escribiendo algo parecido a un guion, casi de ficción, pero era esencialmente para conseguir fondos y seguir filmando. Lo que siempre se impuso fue la realidad. Después, ya en el montaje, la cosa fue diferente”. Al tener tantas horas y horas de material, no sólo del material que grabaron ellos sino el que grabó Ángel, fue necesario encontrarle un sentido. “Priorizamos cierta sensación ligada a los encuentros, a los acontecimientos. Fue como extirparle el corazón a las edades, a ciertos momentos. Enfocarnos en eso más que en una simple cronología, de manera de poder destacar las instancias de cambio”. Fue mucho trabajo: dos años editando en total, hasta llegar a tener un primer corte de ocho horas y media de duración. “Había que seguir eliminando cosas, por supuesto, pero al mismo tiempo seguíamos filmando. Las elipsis, en ese sentido, fueron necesarias, pero al mismo tiempo emulan algo que pasa en la vida real. Con el paso del tiempo, en la memoria, uno se va quedando con momentos específicos y el hilo general es lo que se pierde. El montaje responde un poco a esa sensación que tiene la temporalidad de la existencia”.

Los rasgos se afilan y la voz cambia. Sobre el final de la primera parte, antes del necesario intervalo, Clarisa le dice a Ángel que si llegara a tener un hijo ya no podría visitarlo regularmente. “Pero sería tío”, le responde el chico, que ya anda por los trece años. Luego del corte, Ángel, de unos quince, vuelve a caminar por el puente de Nanawa. Señalando abajo, hacia el cauce casi seco del río, afirma que la gente se camufla para pasar mercadería de contrabando de un lado al otro como forma de supervivencia económica. El propio Ángel formará parte de ese pelotón de hormigas llevando sus enormes hojas a cuestas. “Estos son mis compañeros, acá vengo a fumar algo tranqui. Están Cruz y todos los pibes”, le dice a la realizadora y a la cámara. Ángel ya no es un niño, aunque los rasgos sigan siendo joviales. Algunas escenas más tarde pasará parte de la noche a la vera de la ruta chilleando, tomando algo con los compinches del barrio. Dos perros se trenzan en una pelea feroz y los humanos deben separarlos. La cámara está algo lejos y hay algo de la intimidad de ese pasar el rato que ni Ángel ni los demás parecen dispuestos a exhibir por completo. La extroversión total y absoluta ha dejado de ser tal. Signo de la edad, no de los tiempos.

Para Navas, uno de los dilemas más grandes que se enfrentan al hacer una película así es del orden de lo ético. “Porque además tiene que ver con un vínculo, con una vida, no sólo con una película. La relación con Ángel, no sólo la mía sino la del resto del equipo, es algo que va a estar siempre. Ángel es como alguien de mi familia, y en varios momentos eso fue más importante que cualquier otra cosa. De hecho, abandoné la película en varias instancias. ‘En esta etapa no se filma, porque todo está demasiado complicado’. De hecho, en un momento hubo una especie de tironeo con él, que en la película está expuesto mínimamente en una serie de conversaciones. La idea de la película nunca fue exponerlo todo; hay ciertas zonas que se eligieron recortar. Son momentos complejos que se atraviesan en una vida, en un vínculo y durante un crecimiento. Desde el inicio comprendí que la relación era asimétrica, por la diferencia de edades, y que el hecho mismo de hacer algo con un niño planteaba miles de cuestiones éticas”.

Siempre estuvo claro, asegura Clarisa, que cuando llegara el momento del montaje Ángel iba a tener derecho al corte. De decidir si quería dejar algo afuera. “Yo no creo que sea un simple sujeto del documental, sino un cocreador. Hay omisiones que tienen que ver con eso. Y otras con el hecho de que no quería confirmar ciertos lugares comunes sociales ligados al ámbito. Al comienzo Ángel dice que va a filmar todo lo que está mal en su lugar, pero finalmente hay un corrimiento de esas cuestiones. De la supuesta denuncia pasa a filmar su cotidianeidad, imágenes de otro tenor. Aunque esos temas siguen estando presentes, porque es un lugar de privaciones y de olvido, una frontera olvidada por ambos países. Fue algo muy revolucionario en la vida de todos nosotros, nos corrió el eje muchas veces”.

 

PASADO, PRESENTE, FUTURO

En la vida la tentación de etiquetarlo todo es muy fuerte. Para Clarisa Navas las sensaciones y emociones fueron variando con el correr de los años, y si al comienzo del proceso Ángel la llamaba su “súper amiga” más tarde comenzó a decirle “hermana”. De hecho, en Nanawa hay mucha gente que piensa que Ángel y Clarisa son realmente hermanos. “Hay algo muy especial en este vínculo, y es precisamente su carácter indefinible”, afirma la cineasta. “Cómo si fuéramos una familia muy particular”. La consanguinidad sí dice presente durante una escena puntual y de radical importancia emocional cuando el equipo acompaña a Ángel a encontrarse con su hermanastro, un hombre de mediana edad, en la ciudad de Mar del Plata. Es una de esas instancias que podrían considerarse extraordinarias a pesar de su carácter aparentemente usual. “Es muy loco en ese sentido el montaje, porque en una de las primeras escenas Ángel habla de un hermano que viaja por todo el mundo y trabaja para L'Oreal París. Eso lo encontramos y nos pareció loquísimo, aunque en una película de casi cuatro horas puede perderse un poco. Después nombra un par de veces a un tal Omar, pero es recién durante el viaje a Buenos Aires, cuando ya tiene quince años, que la cosa toma otra forma. Ahí es que nos dice que, ya que estábamos yendo a la ciudad, quería visitar a su hermano. Fue algo completamente impensado que, simplemente, se dio”.

Hay otro aspecto evidente que con el correr de los minutos pasa a un segundo plano, aunque nunca desaparece: el tono de piel clarísimo y la cabellera dorada de Ángel, en un marco en el cual ambas cosas se destacan por su carácter poco habitual. “Su padre pertenecía a una comunidad alemana, de esas que hay en Córdoba, y emigró a Paraguay siendo muy grande, después de la crisis de la hiperinflación. Fue padre de Ángel siendo muy grande. Es raro, sí, ser el único rubio de Nanawa. Y eso a veces es un problema en países que son completamente racistas, como Argentina y Paraguay, y se suelen dar rechazos, cargadas y bromas sobre el color de piel. Es complejo ese tema”.

El momento más común y silvestre, usual y cotidiano, pero sin embargo extraordinario para quien lo transita, llega sobre el final. La cuestión de la paternidad vuelve al frente, esta vez con un nuevo protagonista. La vida sigue su curso y, entre los eventos fuera de lo común que cerraron un ciclo, no puede dejar de destacarse el viaje para acompañar el estreno mundial de El príncipe de Nanawa en Visions du Réel, el pasado mes de abril. “Teníamos mucha incertidumbre. ¿Cómo iba a recibir la película un público europeo, suizo, con otra lengua y otra cultura. Al final fue una experiencia notable, maravillosa. Viajamos junto con Ángel, el camarógrafo Lucas Olivares, que formó parte de todo el proceso, y la productora Eugenia Campos Guevara. La charla de una hora después de la proyección me emocionó muchísimo”.

Es el poder inextinguible, tal vez la verdadera magia del cine: tender puentes sobre abismos que parecen insondables.

El príncipe de Nanawa se podrá ver, a partir del 10 de agosto, todos los domingos en Malba Cine. A las 20.

La directora correntina Clarisa Navas
 

ESTAR AHÍ

Por Clarisa Navas

Hace diez años, filmando unos documentales de duración breve para la televisión, conocí a Ángel en un mercado de Nanawa, en la frontera de Paraguay con Argentina. Él tenía sólo nueve años pero insistió mucho en que quería ser entrevistado. Cuando empezó a hablar no podía creer todo lo que ese niño pensaba, se cuestionaba y sentía. Al despedirnos, me hizo prometer que no me olvidara de él. El cine para mí siempre arranca con un desvío del camino, una deriva impensada que hace perder el control. A partir de ese encuentro filmamos El príncipe de Nanawa durante diez años.

Conocer lleva tiempo pero, ¿qué sostiene a los procesos a lo largo de los años? Que se caigan las imágenes que intentamos sostener para que aparezcan otras sin tanto control requiere tiempo, requiere un “estar ahí”. ¿Qué posibilidades hay de un cine del “estar ahí” cuando los procesos y las lógicas industriales del mismo intentan que el tiempo sea “efectivo”, “rendidor”? ¿Cómo desafiliarse de ese “hacer rendir el tiempo”?

Un cine del estar ahí es todo lo contrario. A veces ni se filma, el tiempo no rinde; el tiempo es otra cosa, un flujo que va modificando, contradiciendo, encontrando, produciendo variaciones y repeticiones. Mientras tanto se está ahí, haciendo imágenes mientras se espera. Muchas veces me pregunté qué esperábamos que sucediera. Cuando las cosas alrededor sólo parecen seguir la trayectoria de lo inevitable, sin embargo, la vida a veces sorprende. Abrirse a eso es quizás una de las mayores reservas para el cine en este tiempo de des-imaginación generalizada.

Más que puesta en escena, cada momento de esta película implicó poner el cuerpo en una experiencia, que la luz del momento salpique, que el encuadre se adapte a que la vida pueda seguir su curso sin tanta autoconsciencia. Esta película nos transformó la vida y se fue haciendo contra muchos imposibles del presente. A veces también pienso que es una suerte de manifiesto en un tiempo de estéticas cuidadas y extremo control de todo lo que sucede –o mejor dicho, no sucede– dentro de las películas, algo así como dejarse llevar sin una consigna, una forma política sin programa que sostiene que quizás un gesto radical que se puede hacer hoy en día sea el de acompañarnos.