Desde Barcelona

UNO Están los que escriben cartas a los vitales muertos o a los ausentes en vida (acaso aún más espectrales y embrujadores que los que ya no están de este lado); y están los que, como Rodríguez, se envían telegramas a sí mismos a partir de breves anotaciones en sus cuadernos y libretas. Y Rodríguez pensaba en esto releyendo Herzog del gran Saul Bellow (y, sí, cuánta razón tenía Vladimir Nabokov cuando afirmaba que la única y verdadera forma de lectura era la relectura). Rodríguez --en su adolescencia, riéndose mucho-- leyó la novela, casi autobiográfica, apenas encriptada, vengadora y revanchista, como casi todo lo del autor. Novela con la que Bellow se consagró en 1964 como superstar literaria (en tiempos en los que aún existía la posibilidad de serlo; hoy abundan más bien los literales agujeros negros). Y la leyó pensando en todo eso por lo que pasaba su en todo sentido (aristotélico/extravagante) peripatético antihéroe como en algo ajeno o por lo menos tan distante. Hoy, ahora, temblándola y riéndose mucho menos --no mayor pero sí más viejo que Moses Herzog-- Rodríguez no puede sino confirmar su teoría de que todo clásico debe ser leído por lo menos tres veces: cuando se es más joven que su protagonista, cuando se tiene exactamente su edad, cuando se la ha superado. Así, a Rodríguez la relectura de Herzog se le hace entre cataclísmica y, por fin, cómplice y cercana. "Si he perdido la cabeza, no pasa nada, pensó Moses Herzog". Y más adelante: "Nos gustan demasiado los apocalipsis, y la ética de las crisis y el extremismo florido con su emocionante discurso. Disculpe pero no. Yo ya he tenido toda la monstruosidad que quería". Y --sí, claro, por supuesto-- demencia armageddónica como (mal) signo de los (des)tiempos: todo o.k. (todo k.o.) y suficiente; pero siempre hay más sitio al fondo desde la superficie. Rodríguez copia ambas frases en su cuaderno de turno a modo de talismanes protectores o de actas de rendición.

DOS Y pregunta incómoda e (im)pertinente: ¿A qué cuadernos le gustaría a Rodríguez que se pareciesen los suyos? Respuesta fácil pero difícil de recibir, de ser digno de ella: a los cuadernos destilados en los Diarios de John Cheever. Cuadernos como vida secreta, como doble identidad, como la fachada tras la pared, como el pentimento escondido tras el retrato oficial, como el sincero Mr. Hyde de un Dr. Jekyll mentiroso. Esos que un Cheever atribulado, antes de morir, revela a su hijo mayor, Benjamin, para que le diga qué le parecen. Al hijo le parecen "muy bien escritos" e "interesantes". Cheever comenta que "la publicación de los diarios podría incomodar a la familia". "Dije que podríamos asimilar el golpe", le dice su hijo. Cheever llora mientras su hijo lee allí (cuadernos que resultarían en uno de los libros capitales de Cheever y a la altura de sus mejores ficciones) cosas como "Al leer los cuadernos antiguos me convenzo de que las constantes de mi naturaleza son sanas; como hombre que cultiva un huerto, quiero decir sano en el sentido de planta que responde a la descripción que figura en el paquete de semillas, que reacciona bien a la tierra y el clima y que produce una cosecha sorprendentemente abundante y nutritiva. Las aberraciones de mi naturaleza me parecen meras sombras, tormentas aberrantes y pasajeras". Rodríguez no llega a las lágrimas pero sí arriba a la tristeza. Porque, claro, para poder escribir cuadernos así también hay que escribir así novelas y cuentos y...

TRES ...Cheever y Bellow se veían poco pero se querían/leían mucho. Y las cartas entre ellos (mientras que sus papeles más o menos privados los revelan más como duelistas respetuosos de las habilidades su rival) rebosan de afecto y admiración mutua. Se aprecian, tal vez, porque se saben opuestos complementarios: el judío Bellow es más apolíneo mientras que el protestante Cheever es más dionisíaco. Y hay por ahí una foto que a Rodríguez le gusta mucho: Cheever dando un discurso y Bellow riendo a carcajadas. Rodríguez se pregunta qué habrá dicho uno para que el otro se ría tanto y hace una anotación para no olvidarse de buscar el motivo en las monumentales biografías que Blake Bailey y Zachary Leader dedicaron a Cheever y a Bellow sabiendo que, por supuesto, no lo hará nunca porque le da miedo no averiguarlo y quedarse con la duda, con otra indudable duda más. Y así la interior intención cuadernaria es lo que sobrevivirá a la acción fuera de ellos, ahí afuera, cada vez más lejos.

CUATRO ¿Se puede pedir a una Inteligencia Artificial que escriba como Bellow y Cheever? Seguramente sí; pero no. Además, se pregunta Rodríguez, si se necesita toda una botella de agua refrigerada para un texto cualquiera de cien palabras, entonces cuántos litros serán necesarios para humedecer el sueño más bien pesadilla de una falsificación de familias como los Wapshot o los March. Mejor, entonces, dejar a uno y a otro descansar en paz y --se lo teme Rodríguez-- algo no está funcionando muy bien si, como cabe suponerlo, se están provocando sequías con la aplicación de Artificiales Inteligencias a la hora de series y películas. Todas iguales, todas previsibles, todas tan pasajeras e instantáneamente olvidables (pero recordando a otras y ahí están esos calcos de Red Sparrow y Maverick que a su vez recordando a otras anteriores que son Ballerina y F-1 ya listas para ser recordadas por las que vendrán en cuestión de meses mientras Superman recuerda a los Kal-El que vinieron y por venir) al punto de convertir a productos apenas más humanos en algo memorable y digno de atención. Rodríguez piensa --series oficiosas y sobre oficios-- en la by numbers pero amable Stick (cortesía del cada vez más sutil a la hora de hacer de sí mismo Owen Wilson) o en la más indigesta con cada episodio The Bear (con sus atormentados aprendices de Anthony Bourdain jugando a la porno-epifanía y al buenismo bipolar y al diálogo encimado que en su momento supo patentar Robert Altman). O en todos esos daddy films con galanes maduros de pronto entrando en acción con Liam "Papa Vengativo" Neeson (aunque próximo a reinventarse como comediante en la inminente remake de The Naked Gun) como patriarca feroz. Otra cosa que Rodríguez jamás podrá ser o hacer más allá de una anotación en su cuaderno. Y mínimo consuelo: mientras siga escribiendo siempre podrá decirse que algún día será escritor.

CINCO Después de todo, cualquiera puede serlo, ¿no? Rodríguez tiembla gacetillas y espía solapas de novelas donde una autora incluye en sus currículm que está "especializada en contenidos en moda y belleza y tiene 7800 seguidores en IG, 800 en X y 500 en TikTok" y la editora de otra explica que "por momentos da ganas de quemar contenedores y de gritar bien fuerte que toda nuestra RaBia contenida también es la tUyA" (así, con esas entrometidas mayúsculas). Aberraciones de la naturaleza y monstruosidades a las que se quieren pasajeras; pero vaya uno a saber si alguna vez llegarán a sus justos y sin retorno destinos para ya no volver. Y, ay, tal vez no es que no pasa nada: es que ya pasó todo aquello que no debía pasar.

 

Así que, mejor, volver a mirar esa foto como postal recibida en el correo de la memoria y en la que --ambos son muertos inmortales y siempre próximos-- alguien dice algo y alguien se ríe de lo que dice. Y, seguro, es algo con contenido y que no da ganas de quemar nada y apenas --nada más y nada menos y todo más, sin rabia y con calma-- da ganas de leer y de escribir y de seguir leyendo y, haciéndolo, de ganar y de reencontrar la cabeza.