El día que me enteré que iba a ser coreuta de ABBA, justo ese día, murió mamá. No sé cómo se enteraron ustedes que yo fui lo que fui, porque no salió en ningún medio. De hecho las revistas más populares de la época, Antena, Radiolandia 2000 y TV Guía, sólo se ocupaban de los romances de la farándula. Hubo meses en que las tapas estaban dedicadas al affaire entre Guillermo Vilas y Carolina de Mónaco. Mamá leía esas revistas, incluso tenía vocación de periodista de chismes. Se pasó semanas corriendo la cortina de la ventana de casa que daba al frente para pescar al carnicero de la esquina con la Cuni, porque se rumoreaba que había algo entre ellos y quería tener la primicia. Nadie me saca de la cabeza que cuando la atropelló esa camioneta al cruzar la calle, se distrajo porque los vio besándose o algo así.

En medio de esa situación tremenda, entré a casa para buscar la libreta cívica de mamá y vi la carta en el piso, al lado de la puerta. Esa carta era de Buddy McCluskey, que escribía las letras en castellano de las canciones de ABBA. Me decía que había pasado la audición y que en dos semanas, si aceptaba, me podía sumar a la banda. Ese día empezó todo. Lo recuerdo perfectamente.

Los ABBA tenían en sus giras y en sus discos tres maravillosos coreutas: Birgitta Wollgard, Liza Öhman y Tomas Ledin. De este último dependía mi lanzamiento al estrellato, si es que existía tal categoría para alguien que hace coros para un cantante o una banda reconocida mundialmente. Porque, de entrada, ya en el avión, Buddy me advirtió que si bien yo entraba como suplente de Tomas, la experiencia que iba a vivir sería inolvidable. Realmente, fue así. Puedo recordar con nitidez el primer día, cuando me llevaron al estudio de Polar Music, donde estaban trabajando con los temas para el disco “Voulez-Vous”. Agnetha fue la primera en adelantarse para darme la bienvenida. Me tomó ambas manos y me besó en la mejilla mientras repetía con acento dificultoso mi nombre: Fernando. Después, se fueron acercando de a uno: Anni-Frid, Benny y Björn que, señalándome con el dedo, me dijo: Fernando, nice name for a song. Y se rio a carcajadas. Luego, me presentaron a las chicas del coro y a Tomas que apareció tosiendo seguido, un rato más tarde. También ese día llegó, acompañada por Ola Brunkert, una cantante de jazz que sería suplente de las chicas. Se llamaba Anette. Nos hicimos amigos enseguida.

La primera noche en el hotel no hice otra cosa que recordar cómo me conoció Buddy. Había venido a Rosario acompañando a Roberto Carlos, porque le escribía las versiones castellanas de algunos temas (“Viviendo por vivir” me gustaba mucho) y creo que lo producía. Luego del show del brasileño, lo llevaron a cenar a un restaurante donde un amigo y yo cantábamos canciones de Sui Géneris para los comensales. Cuando terminamos, Buddy se acercó y me pidió un teléfono para llamarme porque, según dijo, tenía un proyecto dando vueltas. Al mes siguiente me citó en una oficina de Buenos Aires. Llegué tarde porque me llevaba Tito con su camión y antes de llegar a la capital tenía que dejar unos electrodomésticos en un negocio de Campana. Buddy me recibió igual con una sonrisa y me dijo que su hermano Donald me haría las pruebas. Cuando avisó que iba por café, me quedé mirando las paredes. Había cuadros de trompetistas y tapas de LPs que le había visto a mi tío Ernesto. Eran discos de los Mac Ke Mac’s, banda que integraba Buddy con sus otros hermanos. Buddy volvió con una bandeja con tres pocillos y Donald que me saludó con una sonrisa ancha. Buddy afirmó: si lo hacés bien después de un café, estás para comerte al mundo. Durante la prueba, Donald me alcanzó la letra para que cantara “compañeros chequendengue chequendengue, siempre fuimos compañeros…” que yo conocía de una película que pasaron por la tele un sábado por la tarde. Buddy aplaudió y me despidió diciendo que iba a recibir una carta certificada, si quedaba para acompañar a ABBA.

Por esos días, en Estocolmo, todo era una locura maravillosa. Estaban todo el tiempo agregando cosas al disco “Voulez-Vous”, que ya tendría que haber salido. Y, en algunos momentos, se ensayaba para el gran concierto que iban a dar en Wembley, recién en noviembre. En un alto de la grabación me llama Björn y me lleva al estudio. Me puso unos auriculares por donde se escuchaban a las chicas en el estribillo de “Voulez-Vous”. Me indicó que sumara mi voz cuando coreaban “ahá, ahá…” Quedé solo frente al micrófono y Björn se fue del otro lado del vidrio con el ingeniero de sonido. Luego de mi intervención, mostró sus pulgares hacia arriba y volvió al estudio. Puso un papel con una letra en el atril. Era “Does your mother know”. Me hizo grabar todo el estribillo, pero no sé si quedó porque no pronunciaba bien algunas palabras. Creo que quedó mi falsete de apoyo a las chicas. Me reconozco cada vez que escucho el tema. Trabajaban mucho los discos. Buddy me explicó que grababan capa sobre capa, al estilo Phil Spector. Yo no sabía bien qué era eso, pero estaba impresionado.

En los ratos libres, por la noche, salía a caminar con Anette. A veces nos metíamos en algún bar. Otras recorríamos los puentes o nos sentábamos algún atardecer a contemplar un lago que desembocaba en el mar Báltico. La primera noche que pasamos juntos en mi habitación, hicimos el amor y cuando ella se durmió me puse a leer la carta de tía Martita que me habían dado esa tarde en la discográfica. Me contaba que todos estaban bien de salud, pero muy tristes porque mi amigo Jorgito había desaparecido cuando volvía de la facultad, y nadie sabía nada de él. Guardé el papel en el sobre y salí al balcón a fumarme un Gitanes de los que me convidaba un francés que laburaba como asistente en el armado de los equipos para los conciertos. Mientras pitaba, miraba el cielo limpio, con sus estrellas brillantes, como si así pudiera saber algo de Jorgito, con quien había hecho la primaria y la secundaria.

Al otro día, en Polar nos vieron llegar juntos de la mano y fue Frida quien empezó a aplaudir, oficializando nuestra relación. Esa tarde anunciaron que “Voulez-Vous” estaba listo para salir. Hubo brindis y gritos de alegría. Por la noche, como parte de la celebración, fuimos todos a un pub donde Ola Brunkert y Janne Schaffer tocaban con su banda de rock y jazz fusión. Frida cantó un par de temas, recordando su adolescencia jazzera. Ola y Janne eran un baterista y un guitarrista increíbles. Benny y Björn tenían buen oído para elegir a sus músicos. De hecho, integraron bandas de rock progresivo cuando eran muy chicos.

Antes del mítico concierto de Wembley, hubo un par de presentaciones en vivo. Anette y yo teníamos las ilusiones intactas, pero ni las chicas, ni Tomas, se enfermaban nunca. Participábamos de los ensayos, pero a los shows los vivíamos desde el costado del escenario. El público no distinguía esas cuestiones artísticas y mucha gente nos pedía autógrafos o nos sacaban fotos aquellos que cargaban con una Polaroid, tan de moda por aquellos tiempos. La verdad, Anette y yo éramos muy felices. Yo anidaba la esperanza de que la banda tocara en Argentina. Soñaba con una presentación en el Gigante de Arroyito, en Rosario, pero Buddy me decía que el dólar siempre se disparaba y los productores locales nunca cerraban los contratos. El primer divorcio, el de Agnetha y Björn, conmocionó a todos. Se intuía el principio del fin.

Me quedé en Suecia unos meses más. Anette tuvo la idea de irnos a París a cantar a dúo clásicos del pop en bares y ferias de artesanías. Dos años después, ella se volvió a su amor nórdico, su pueblo, y yo me subí a un avión hacia Ezeiza. Estuve un tiempo haciendo un tributo a Roberto Carlos en bares y teatros pequeños. Luego, entré a trabajar en el depósito de una librería, hasta que me jubilé. No sé cómo me encontraron, chicos. No sé.

 

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