¿Qué tal si hablamos de un investigador privado que, además, es exestrella de circo, cinturón negro de karate, licenciado en criminología, admirador de las aventuras de Lew Archer, devoto de la arquitectura y con un coeficiente intelectual digno de un genio? Sí, todo eso junto, y todo eso dentro del cuerpo de un enano. ¿Qué tal si hablamos entonces del doctor Robert Frederickson mejor conocido como Mongo, el magnífico?
–¡Adelante con los faroles! –largó desde el fondo el más alto de todos nosotros.
La historia de Mongo en Argentina empezó en 1978 con la salida del libro Una sombra fatídica, editado por Sudamericana en su colección Vértice. Esa colección se inició cuatro años antes, y fue, de alguna manera, el resultado más notorio de una serie de cambios, evidenciados mayormente en cuestiones de gráfica, que se vieron en esa editorial desde los 60s, impulsados por el boom.
La figura clave de esta transformación fue la artista plástica Iris Alba (1935-1993) creadora –desde su rol de directora de arte– de recordadas tapas como, por ejemplo, la primera de Cien años de soledad, aquella de las tres flores naranjas y un galeón flotando fantasmal entre la maleza como si fuera el corazón latiente de la selva. El carácter gráfico de Vértice, con su impronta deudora del arte pop, fue concebido por Alba como una totalidad: logo, diseño interior, tipografía, caja de texto y, por supuesto, las ilustraciones de tapa. Sus dibujos (muchas veces sin firma) ilustran los 16 primeros títulos, porque luego la despidieron tras el secuestro por parte de militares asesinos de la dictadura de su compañero, el poeta Miguel Ángel Bustos. La importancia del arte gráfico de Alba en el mundo editorial, lo cuenta y desarrolla su hijo, Emiliano Bustos, en un esclarecedor texto titulado “Iris Alba, la argentina detrás de Cien años de soledad”. También lo detalló hace un tiempo, Julián Axat en una justa semblanza de este diario.
“Paco Porrúa no tuvo nada que ver en la colección Vértice. Fue una colección que pensamos entre Enrique Pezzoni y yo. El editor y quien elegía los libros era Enrique”, me dice por mail la editora Gloria Rodrigué y, ante esta afirmación, uno vuelve a pensar (agradecer) en las lecturas a futuro que nos dejó Pezzoni, no como lector-vidente, sino como lector-percibidor de los movimientos de la literatura entre aquello que conmueve la mente y aquello que despereza al alma. Porque Vértice fue, post boom, una rara apuesta por ofrecer otra brújula de lectura.
Tan raro es el catálogo de Vértice como tan raro es encontrar en la sinuosa ciudad misionera de Oberá a un especialista en novelas de espionaje. Y sin embargo el especialista estaba ahí. Hablo de Johny Malone, creador de dos blogs ineludibles para todo aquel que despunte el vicio de la literatura de género: “Una plaga de espías” y “Las estrellas son oscuras”.
En la reciente Feria del libro de Oberá fue él, Malone, el que me aclaró algunas cuestiones: “Vértice fue un intento, uno más, de crear una colección que reuniera literatura de prestigio con literatura best seller, una tendencia editorial de los 70s. Y duró lo que duró. Un poco en la línea de Grandes Novelistas de Emecé que fue la colección de ese tipo que más recorrido tuvo. Pero Emecé esquivaba a ciertos autores que sí publicó Vértice convirtiéndose en una colección menos formal y más irónica. Esto se ve al repasar el catálogo donde, por ejemplo, se juntó a Kurt Vonnegut con Lawrence Sanders. En síntesis, Vértice fue un intento por atraer a todos los públicos y que siempre tuviera un factor sorpresa. Por ejemplo, publicar los casos de un detective enano”.
Y así volvemos a Mongo, el pequeño personaje creado por el escritor neoyorquino George C. Chesbro (1940-2008).
–¿Me siguen? –preguntó el Anfitrión que aquella noche nos notaba demasiado concentrados en el guiso de lentejas.
Chesbro escribió veintiocho novelas de las cuales quince tienen a Mongo como protagonista. Lo hizo mientras se ganaba la vida como profesor en el Centro Psiquiátrico Rockland, y más tarde, como seguridad en un antro de rock. Chesbro deseó vivir de la literatura y nunca lo logró pese a que las historias de Mongo (saldadas en el terreno de lo esotérico y sobrenatural) eran leídas por miles de lectores. Incluso su obra mereció una etiqueta crítica: el Tech-Noir, por aquello del cruce entre misterio y ciencia ficción. Sí, porque Mongo, además de leer a Ross Macdonald, llevaba en su bolsillo un diminuto grabador que arrojaba informes acerca de la verdad o la mentira de los testimonios que captaba. Lo cierto es que, pese a todos los elogios, Chesbro siguió viviendo de un salario inestable hasta su temprana muerte a los 68 años. Alguna vez contó: “Las ideas, como los hongos, crecen mejor en la oscuridad. Y un día que yo estaba en esa oscuridad me encontré buscando un personaje. Mike Hammer, Sam Spade o Lew Archer, ya habían sido creados y yo no quería ser un imitador. Entonces llegó a mi cabeza la idea de un enano detective, pero sólo fue una idea, una especie de broma. Me la quise sacar de la cabeza, pero no me soltaba. Así que me puse en marcha: primero escribí en tono de sátira, pero a mitad de camino, abandoné. Mongo me había conmovido. Como les sucede a los hombres pequeños, la suya fue una lucha por la dignidad y por ser tomado en serio. Y eso fue lo que hice”.
Mongo es un hombre serio. Las risas que surgen a su alrededor se apagan ni bien empieza a hablar. Mongo sabe trocar burla por admiración, sobre todo cuando trata con mujeres. Sólo a ellas les confesó que abandonó el circo al darse cuenta de que los niños no huían de sus casas para ir al verlo sino para drogarse, y al comprender que afuera de la carpa había demasiada gente hambrienta que el sistema deseaba eliminar “como verrugas en el rostro del país”. Y así fue que sus fuertes y pequeñas manos dejaron los trapecios y abrieron libros. Hizo la universidad y empezó a enseñar. Pero el dinero no alcanzaba, entonces alquiló una oficina, trepó a una silla, y sobre un viejo escritorio leyó los diarios para entender la política internacional en plena Guerra Fría.
Su primer caso trata sobre la desaparición de un famoso arquitecto que, luego de un accidente, adquiere la capacidad de leer la mente de las personas. Lo buscan la CIA y la KGB porque temen que ese hombre sea capaz de descifrar las claves de seguridad de la Gran bomba que esconde Irán. Para dar con el arquitecto, Mongo se enfrenta cuerpo a cuerpo con verdaderos gigantes rusos. En su segunda novela, La ciudad de piedra susurrante (1981), Mongo se mete con la policía secreta de Irán: la temible Savak. Debe hallar a un forzudo iraní que abandonó sin aviso un circo y se lo cree un doble agente.
–¿Solo dos novelas? –preguntó el menos distraído de todos nosotros.
Así es. Por alguna inexplicable razón en Argentina sólo se publicaron esas dos novelas. Desde entonces nadie volvió a pensar en Chesbro ni siquiera cuando sonaron noticias que HBO estaría por iniciar una serie con Mongo, interpretada por Peter Dinklage.
Se produjo un silencio general. Y en nuestras cabezas la pregunta nació sola: ¿Cuál es el modelo de lectura que siguen hoy los editores argentinos? Como dijo Mongo con cierta tristeza: “Quizás los editores todavía no estén listos para aceptar a un detective enano”.