Ante la espera de la constatación de cadáveres en las calles producto de la inanición para recién allí considerar el desastre, analizamos algunas características del liberalismo clásico con tono sensible, sensiblero. Cerramos con la justificación de la barbarie ayudados de algún argumento neoliberal, en el mundo de “las cosas son así”.
Milei es el portavoz de una parte no menor de la sociedad, que ve como parte del “buen sentido” –para citar a Comte– el hecho de que no haya efectivamente hambre porque, si hubiere, la muerte por inanición sería una constante a la vista. Vamos a hacer aquí, al paso, una corrección, la primera que nos sale al paso: los cadáveres ya no tienen hambre.
Tener hambre no implica morir, sí la sensación de padecimiento: quien escribe, pasó por hambre al final de la década del 90’, pero escribe, y por ello, aún no forma parte de “el show de los muertos” al escribir estas páginas, pues de lo que se trata ante esta sugerencia del supremo mandatario es de la consideración de la espectacularidad del desastre para tenerlo como tal.
Hagamos un breve repaso de la espectacularidad del desastre en el liberalismo clásico, y finalmente, su justificación neoliberal. Comenzaremos por Locke.
En el capítulo final del Segundo ensayo sobre el gobierno civil (1690), el filósofo inglés sienta las bases de lo que podría ser concebido una teoría política de la sensibilidad. La sensibilidad, recordemos, estará presente a su vez en el entramado político de Rousseau bajo la figura de la compasión, pero, ¡no vaya a ser que nos tilden de socialistas!, así que volvamos a nuestro sendero.
Locke entiende que el pueblo es, en general, conservador respecto al estado de cosas que padece, esto es: soporta algunas injusticias parciales; pero cuando ve, percibe, que quienes lo gobiernan atentan contra su propiedad –entendida esta como vida, libertad y bienes–, ¿quién puede llegado a este punto engañarle?, mucho menos culparle por lo que siente en derredor. Recordemos que la sensibilidad, para uno de los exponentes más relevantes del empirismo, no es una facultad menor, sino que se trata de la facultad política por excelencia.
Para vincular con lo que planteamos al inicio: no es precisa la espectacularidad cadavérica requerida por Milei para llegar a concebir la situación política del desastre. Un abordaje similar podríamos hallar en Alexis de Tocqueville, otro liberal.
En El antiguo régimen y la revolución (1856) realiza un estudio pormenorizado de las consecuencias de sedimentar el sentimiento de inferioridad del pueblo, sobre todo en los estratos más bajos. Sea por el impuesto a la talla que sólo ellos pagaban, o por los caminos que estaban forzados a hacer por su cargo y cuenta, o bien por el lenguaje que se utilizaba para referirse a ellos, desarrollaron un registro paulatino de la furia que no tardaría en llegar.
Tocqueville no habla de muertos, habla de atropellos, los suficientes como para hacer volar por el aire primero al monarca y luego a la aristocracia que creía utilizar al pueblo como elemento de choque para ser devorada, al final, por el pueblo mismo. El argumento de la espectacularidad cadavérica del desastre no lo podemos hallar, sin más, en el liberalismo clásico. Responde más bien a un darwinismo social, en que la muerte de algunos es necesaria para el salto cualitativo de la especie. Después de todo, el límite del hambre es la muerte, aún se estaría –en este periodo de absoluta y plena libertad que el soberano consumidor tiene la dicha de transitar en este lado del mundo– dentro de los parámetros normales.
Murray Rothbard, en El manifiesto libertario (1973), critica a Herbert Spencer, a quien se le atribuye la frase “There Is No Alternative” (TINA), reproducida por Margaret Thatcher (fuente: Wikipedia), por conservador y evolucionista, oponiéndose a ello por considerar que –primero el liberalismo y luego el libertarianismo– instituyen doctrinas radicales de la libertad y desarrollo de la propiedad humanas. ¡Rothbard!, sí, el que a menudo aparece enmarañado en el discurso presidencial. Pero la fatalidad hace que cuando este exponente libertario podría protegernos de la crueldad es dejado a la sombra de Conan, y aparece en la boca de lobo de nuestra realidad urgente otra sombra igual de funesta.
No alcanza aquí con Spencer, expulsado del panteón liberal por Rothbard bajo el anatema de conservador y evolucionista, sino que sale a consolarnos otra figura, otra sombra, la traemos en breve, pero cerremos la idea: el liberalismo clásico, con Locke, sobre todo, nace al mismo tiempo que el empirismo, corriente de pensamiento que adscribe verdad a los sentidos y desconfía, en consecuencia, de la razón.
En La sagrada familia (1845) Marx lo nota, y percibe con su olfato de historiador de las ideas que el empirismo no sólo otorga verdad a los sentidos, sino que con él comienza a esbozarse una forma sensible de la praxis, pues: si los sentidos nos presentan la realidad, consiste en cambiar, justamente, esa realidad sensible, de transformarla y no meramente percibirla, para realizar al hombre en su integralidad.
Hasta aquí Marx, y concluimos provisoriamente –aunque somos conscientes que amerita mayor análisis– que el liberalismo es sensiblero. De modo que no es ningún insulto para nosotros el hecho que la sensibilidad política nos muestre la verdad de las cosas; muy por el contrario, hay que desconfiar de la cancelación de los sentidos. Vayamos, por último, al principio, a la espectacularidad de la muerte por hambre que nos presentaría ¡recién allí! el desastre, siempre tarde.
Supongamos que sucediera, ¿qué inferimos de ello? Simplemente que semejante evento descansa en una lamentable fatalidad. Al fin y al cabo, como cree Spencer, quien muere por razones de inadaptación evolutiva lo hace por una ley de la naturaleza, por un evento natural, ¿y qué más natural que morir de inanición? Podrían morir los individuos en una lucha en pos de la supervivencia; para ello bastaría, por caso, que el ejemplar del que se trate integre una fuerza de seguridad, o bien, habría que forzarlo a que se enfrente a ella y, por algún accidente debido a una mala utilización de cartuchos disuasivos, perezca.
Pero Hayek, hay que hacerlo notar, nos consuela, en este punto. El argumento reside en lo siguiente: el mercado no es injusto, solamente retribuye a quien le compensa con capital o con innovaciones. En su lamento Hayek apoya su mano límpida en nuestro hombro, y sugiere lo siguiente: puede ser decepcionante, desde luego que lo es, pero no es injusto (La fatal arrogancia, p. 118). Esto es: alguien puede esforzarse muchísimo, ser un ejemplo viviente de meritocracia y caer en desgracia, resbalar pues, del mundo. Esto puede ser decepcionante, podemos lamentarlo, pero no es injusto. Porque el mercado es la única fuente de justicia, único modo en que la Historia instaura un orden justo.
Después de todo, ¿cómo podría la Historia, la naturaleza, la divinidad o lo que fuera que instaure este orden, equivocarse? De modo que quien muere, muere con justicia –divina, natural, histórica, podemos agregar–, y ya. Lamentémosnos, decepcionémosnos, pero una sola cosa se nos pide, una sola: ¡no seamos sensibleros!
Oscar Wilde, gran sensiblero, desliza una opinión, así como de soslayo: cínico, es quien sabe el precio de todo y el valor de nada.
* Doctor en Filosofía.