El príncipe de Nanawa - 9 puntos 

Argentina/Paraguay, 2025 

Dirección y guión: Clarisa Navas 

Imagen: Lucas Olivares y Clarisa Navas 

Montaje: Florencia Gómez García 

Duración: 212 minutos 

Intérpretes: Angel Stegmayer Caballero, Clarisa Navas, Omar Stegmayer, María Lucía Caballero, Roberto Caballero, Eugenio Stegmayer, Fabiana Centurión. 

Disponible exclusivamente en Malba Cine, Av. Figueroa Alcorta 3415.

Esculpir el tiempo es el título del libro que el cineasta Andréi Tarkovski publicó en 1985, poco antes de morir. La frase se convirtió en una de las más citadas a la hora de tratar de encontrarle una explicación a esa maravilla inexplicable que es el cine. Sin embargo, ese ciclo de repeticiones (a veces abusivas) no consiguió mellar la brillantez poética del concepto, que define un arte físicamente posible a partir de crear una imagen que solo puede existir en el terreno de la metáfora y la alegoría. Algo de esa potente naturaleza paradojal habita en El príncipe de Nanawa, la más reciente película de la argentina Clarisa Navas.

Durante el rodaje de una serie documental sobre el cruce entre el español y el guaraní, en el paso peatonal que une a la ciudad formoseña de Clorinda con la paraguaya Nanawa, Navas conoce a un nene que insiste en dar su testimonio sobre el asunto. Y ella decide permitírselo. Es irrelevante si de verdad le interesaba lo que ese chiquito rubio de ojos enormes tuviera para decir o si solo fue una treta para sacarse de encima al pequeño moscardón. Lo único que importa ahora es lo que ocurre cuando el nene de nueve años empieza a hablar, sin necesidad de mucha indicación.

El efecto que se produce al escucharlo es de perplejidad y asombro. Es cuestión de oírlo contar sobre el día en que su maestra argentina lo retó por hablar en guaraní durante la clase y no querer que pare, que siga, que la cámara se quede con él. Que no abandone la pantalla. El chico es magnético, hipnótico, adictivo. Y Navas, que en sus películas previas -Hoy partido a las 3 (2017) y Las mil y una (2020)- ya había dado muestras de ser muy buena en eso de mirar el mundo a través de un lente, no tarda en darse cuenta de que tuvo la suerte de encontrar oro cinematográfico. Por eso, después de dejarlo hablar un rato largo, lo abraza con fuerza, le agradece y no puede evitar decirle, emocionada: “¡Qué genio que sos!”. La película acababa de registrar su propio nacimiento sin saberlo. Un milagro de cine.

Al año siguiente, Navas regresa varias veces para reencontrarse con Ángel (así se llama el nene), para seguir charlando sobre lo que él quiera. Además le dará una cámara para que registre todo lo que le parezca importante en su vida diaria, una decisión radical que condensa una mirada ética. Así durante 10 años: eso es esculpir el tiempo. En su capa más visible, El príncipe de Nanawa es un diario cinematográfico que exhibe ante el público la transformación de ese nene durante una década, atravesando en el camino todas las etapas vitales. Pero también los cambios del entorno: pasa la pandemia, la muerte del padre de Ángel, una inundación que deja a la modesta casa familiar tres metros bajo el agua y meses después una sequía histórica. Como pocas veces, Navas consigue crear una obra hecha de tiempo.

El efecto es demoledor, capaz de generar momentos de empatía de una intensidad poco frecuente. Resulta inevitable que el espectador se comprometa con lo que ocurre en pantalla y a partir de ello cree un vínculo muy fuerte con Ángel, al que literalmente está viendo crecer, generando una pulsión de familiaridad muy verosímil. Eso se debe en parte al eficaz dispositivo de narración diseñado por Navas, pero sobre todo a la figura entrañable y humana de Ángel, que se entrega con inocencia total al juego que le proponen. Con la salvedad de que no se trata de un juego: hay alguien haciendo una película con su vida. Un detalle no menor que en varios tramos genera dudas sobre los alcances éticos de la experiencia. Una instancia que sus responsables no eluden, aunque tampoco parecen tener respuestas definitivas. No importa: en su complejidad, El principe de Nanawa incluso es capaz de responder a esos dilemas por sí misma.