Cuando era apenas un niño Él aún no estaba allí, en el patio. Calculo que estoy refiriéndome a unos quince años atrás, o quizás algo más – mi memoria no es muy precisa -. Y decir que Él no estaba no es decir cualquier cosa. Significa que en ese tiempo me sentía seguro, como cuando uno se siente dueño de las cosas y espacios que cree le pertenecen: el patio mismo, los juegos, mis actitudes; en una palabra la privacidad y la intimidad mismas. Tenía ese lugar para mí, como un cofre en que guardar cada momento, cada tropezón, cada llanto, cuando me quedaba dormido en el sillón.
Él aún no me molestaba porque ni siquiera existía y no se me pasaba por la mente que algún día tuviera que soportar su presencia. Creo que la niñez es el momento de la vida en que no nos preocupa el futuro porque ni siquiera pensamos en él; será por eso quizás que siempre añoramos nostálgicamente aquellos años… Era muy feliz cuando en el patio podía jugar a indios y cowboys, ladrón y policía, con mis soldaditos de plástico y los ladrillitos de goma para elaborar edificios en escala. Muchas veces tuve que jugar solo –nunca fui muy sociable -, valiéndome de una gran dosis de imaginación. Y otras veces con algún ocasional amiguito de la cuadra o compañero de la escuela. También venía algunas veces mi primo Andrés, casi siempre molesto e invariablemente caprichoso.
En el patio podía tirarme al suelo, hacer de cuenta que volaba, usar una escoba vieja como escopeta o juntar dos o tres sillas para imaginarme en un colectivo que yo mismo conducía. Y todo en la más absoluta privacidad, en secreto. Únicamente mi madre interrumpía los juegos cuando venía a tender la ropa o a sacudir el felpudo de la entrada. Por cierto el que los interrumpía era yo, un poco con disimulo y otro poco por vergüenza si el juego me parecía un tanto estúpido para mis años.
También sin su presencia había aprendido a leer. Cada libro o revista debía pasar por el cuidadoso examen de ser leído en el patio, sentado por supuesto ora en el sillón grande, ora en el suelo. Él aún no me vigilaba.
El patio de mi casa, un departamento de monoblock en planta baja era todo mío.
Hasta que una tarde de verano me enteré de que algo iba a cambiar. Y una extraña intuición infantil, no sé exactamente porqué, me decía que era para mal. Primero supe que Él iba a estar ahí mismo donde sigue ahora gracias, y para mi desgracia, por el quiosquero de al lado, esa especie de duende diminuto que hacía emerger su cabeza por la ventanilla del negocio para relatar al cliente de turno cualquier hecho ocurrido en la cuadra, por pequeño y confidencial que hubiera sido. Para Longo no había secreto posible en dos cuadras a la redonda. Yo mismo se lo conté a mi padre, aunque como era su costumbre dijo que ya lo sabía. Longo hacía muy bien sus deberes.
Se hablaba mucho de Él en el vecindario porque era el primero en venir. Y vino nomás. No fue de repente, por supuesto, sino que se fue apersonando de a poco, lentamente. Durante los dos primeros meses no lo veía. Sólo escuchaba los sonidos que profería y sus ruidos estrepitosos, que crecían semana tras semana hasta volverse muy molestos. Ya mis silencios estaban interrumpidos y molestaba a mis horas de lectura.
Recuerdo como si fuera hoy, o mejor dicho ayer mismo, la mañana en que al salir lo vi dentro de mi patio. Lo ví asomarse día a día, semana a semana, creciendo lentamente pero sin cesar, hasta que todo cambió ya definitiva y lamentablemente. Al principio, cuando Él aparecía de a poco me molestaba mucho porque era un intruso; mucho peor fue cuando estuvo totalmente instalado…
Y desde aquel tiempo estuvo siempre allí, día y noche, cuando para combatir el calor salíamos con mi padre a jugar al chinchón. Invierno y verano, de lunes a domingo y de enero a diciembre, que es el mes de mi cumpleaños. Aún hoy creo que todavía estará presente allí por mucho tiempo más, y quizás me sobreviva. Aunque esto último no es seguro.
No hubo día de mi vida que no lo tuviera ahí vigilándome, molestando e irrumpiendo siempre. Sentía permanentemente que me estaba mirando, y no con dos ojos sino con muchos, varias decenas. A veces con todos al mismo tiempo cuando los tenía abiertos, y otras turnándose ellos para observarme con sus ojos oscuros de día y brillantes de noche. También escuchaba sus voces como un murmullo apagado; unas veces gritaba como una madre histérica, otras cantaba y a menudo sonaba como el llanto de un bebé. Muy pocas veces lo escuché hablar amablemente; solamente los días en que el aire estaba calmo y mi casa en silencio, que era casi siempre, especialmente los domingos temprano cuando todos dormían.
Pero los momentos más tensos y angustiantes eran cuando Él estaba silencioso, inmutable y misterioso.
Sentía como cientos de ojos clavados en la espalda cada tarde que salía a jugar a mi patio. Siempre me miraba, enorme - asomado sobre el muro que da al pasillo de entrada -, amenazante con sus mandíbulas que sobresalían de su bocas. Siempre serio, tapándome el sol temprano de las mañanas de invierno, a la mejor hora, cuando lo esperamos ansiosamente. Siempre estaba ensimismado herméticamente, como hibernando en los tiempos de frío y abriendo ahogado por el calor sus numerosas fauces monstruosas en las agobiantes siestas de verano. Con la luz que echaba por los ojos las noches cuando, después de cenar, salía a jugar con mi pelota de goma.
Ya mi vida había cambiado definitivamente, también porque transcurrieron unos años y ya estaba enamorado de la hija de la panadera de enfrente. Ya no sería nunca más el mismo con Él que sin Él, aunque ahora que lo pienso bien, con el pasar del tiempo me fui acostumbrando a su presencia en el patio, pero me resulta familiar desde hace unos años; o mejor diré que me resultaba indiferente. De tanto verlo no me molesta y pasa casi desapercibido. Además ya soy un hombre adulto.
Creo que están por venir más como Él al patio y no resulta ser ni un drama ni un misterio a esta altura de los acontecimientos. Lástima el sol de las mañanas de invierno…
Pido disculpa a mis ocasionales lectores porque me olvidaba de presentarlo. A Él, al intruso; de quien más puedo estar hablando.
En muy pocas palabras diré que tiene catorce pisos y dos departamentos en cada uno con balcones a la calle. Está en la vereda de enfrente, del lado de los números impares.