¿Qué podría impedir que un dispositivo de poder, con jefaturas empresariales locales e internacionales, con extensiones en la inteligencia, la política y la justicia, y con un laboratorio detrás, imponga a la sociedad una figura que, sin trayectoria ni la debida preparación, alcance la presidencia de la Nación? Sin duda, un recurso para impedirlo sería un sistema de medios de comunicación no colonizado por ese mismo dispositivo, junto a una acción ágil y bien diseñada en las plataformas digitales.

Pero no se dan esas condiciones en la Argentina, donde una persona como Marcelo D’Alessio, condenado a comienzos de julio por asociación ilícita, violación a la Ley de Inteligencia, lavado de activos, extorsión, coacción y tenencia ilegal de armas fue hace menos de diez años una figura de enorme exposición en los medios, ofrecido a la sociedad, promocionado para mejor decir, como experto en seguridad, uno de los temas que más estremece a las personas.

D’Alessio habitó pantallas televisivas y páginas de diarios, en papel y digitales, como especialista en seguridad, experto en asuntos del narcotráfico, abogado y economista, conocedor de la ciencia forense, piloto de avión, instructor de tiro, colaborador y consultor de varios organismos del Estado. Para el toque más simpático: músico.

Su estrella comenzó a opacarse cuando una de sus víctimas, el empresario Pedro Etchebest, lo acusó de intento de extorsión: le exigió que pagara para no caer en las redes de las pandillas judiciales de la llamada “causa cuadernos” –hubo una filmación que expuso claramente al fiscal Stornelli-, y en maniobras mediáticas que, con un par de títulos, lo pondrían bajo el calvario de ser parte de la “corrupción k”.

De las cloacas de las bandas de la inteligencia fueron enviadas a superficie datos de más proezas atribuidas a D’Alessio, como la relación estrecha con la entonces y actual ministra nacional Patricia Bullrich.

Por todos los involucrados, es decir jueces, fiscales, empresarios, políticos, periodistas y espías, esta gran figura mediática paga hoy los platos rotos, según parece con enorme entereza, ya que hasta ahora al menos no expuso la lista de coludidos y coludidas, aunque cabe pensar en la posibilidad de que, de hacerlo, se le iría la vida.

Pero el nudo no es en sí D’Alessio, sino el sistema que lo encumbró, así como lo hizo con Javier Milei. José Claudio Escribano escribió en septiembre de 2023 -cuando su diario, La Nación, no experimentaba la menor molestia por el ascenso electoral de Milei- una nota con aparente asombro por el empuje mediático de este otro “experto”. Mencionó, basándose en estadísticas de Ejes de Comunicación, que solo en 2018 había sido entrevistado en 235 ocasiones por canales y radios.

El espía fue condenado, sí, pero el dispositivo se pavonea con salud rebosante. El sistema mediático que lo usó a destajo esbozó, en líneas perdidas, una admisión a medias sobre haber empleado una fuente que engañó a unos incautos bien intencionados. Las huellas de su desempeño como columnista de Clarín e Infobae están borradas casi en su totalidad.

La secuencia, desde su comienzo hasta la condena, expone un problema dramático del desempeño comunicacional en Argentina, en el que no solo hay recurrencia a fuentes sin ninguna autoridad ni seriedad para hablar de lo que hablan. También hay una progresiva desaparición de la mención misma de las fuentes, lo que vulnera uno de los principios fundamentales del oficio: que el público tiene derecho a conocer exactamente la fuente que informa, porque se sabe sobradamente que toda fuente que pasa datos lo hace por un interés específico y es, por lo tanto, arte y parte del hecho que comunica.

Este problema estructural del periodismo, que demanda crítica y autocrítica, es dramático porque impacta entonces en derechos básicos de la población. Es una demanda que se dirige al sistema mediático que suele recostarse en la comodidad autocomplaciente de sostener, con tono moralista y hasta indignado, que si la población está hoy desinformada, si reproduce falsedades, si es víctima de engaños, pues la responsabilidad hay que buscarla en las redes digitales (redes “sociales”).

La condena, por cierto, no revierte los daños atribuidos a D’Alessio. Pero, además, ni siquiera roza al entramado comunicacional que tiene la primera responsabilidad.

* Escritor y periodista