El piano estaba ahí, en la casa. No recuerda si lo eligió. Se permite bromear con la frase de que, tal vez, fue a la inversa: que el instrumento lo seleccionó a él, de niño, entre los miembros de la familia. Desde los seis, en rigor, Nicolás Guerschberg toca el piano. Nunca interrumpió, nunca hizo una pausa: una relación indisoluble de 44 años. Lo más estable, dice, de su vida. “Hubo una vez que me senté y listo. Fue importante mi papá Eduardo, médico pero también poeta y músico. Todo fluyó naturalmente”, dice con la misma templanza con la que pulsa las teclas en el nuevo disco de su trío, En un lugar, donde además de temas propios hay versiones de Stevie Wonder, Pipi Piazzolla, Shostakóvich, Mozart, Ginastera y Spinetta. Toda una declaración de principios: no hay fusión ni mezcla forzada, sino que en Guerschberg se respira versatilidad y desafío estilístico, un mapa amplio de referencias que, sin embargo, tiene un anclaje en la música popular argentina.
Junto a Pipi Piazzolla en batería y Mariano Sívori en contrabajo, con los que además comparte el sexteto Escalandrum, el músico grabó su octavo disco solista con un fetiche: un piano Fazioli de gran cola. Lo grabaron en una sola sesión en vivo: tocaron los diez temas sin ningún tipo de separación en el estudio ni sobre-grabaciones. Los discos, asume, reflejan un instante. “Si volviéramos a grabarlo, serían otros temas y no aparecerían las mismas versiones. Esa fluidez es imposible de repetir. Tratamos de que las cosas sean espontáneas sin hacer demasiado esfuerzo. Así nos gusta vivir la música”, dice el pianista, compositor y arreglador, tan anfibio como uno de sus maestros, Manolo Juárez, en eso de moverse entre lo académico y lo popular.
Pianista y compositor de Escalandrum y de numerosas colaboraciones, desde Ute Lemper a Concha Buika, de Hermeto Pascoal a Susana Rinaldi, el autor de discos notables como Solo piano, Punto de fuga y Movimientos porteños concentra una extensa obra para piano, conjuntos de cámara y sinfónicos, y ha recibido premios Grammy latinos, Konex y Gardel. En un lugar suena en la estética móvil de Guerschberg, con climas finamente seleccionados. La melancolía con aire de balada jazzística de “Dora’s vals” seguida del sonido envolvente de “Yaco’s song”, dedicado a Jaco Pastorius, ambas composiciones suyas. La versión elástica de “Overjoyed”, el clásico de Stevie Wonder, se entrelaza con los tonos folklóricos de “Danza de la moza donosa”, de Ginastera, y la crepuscular “Milonga del adiós”, y entre medio la saltarina “Waltz 2”, un homenaje a Shostakóvich, famosa por la película Ojos bien cerrados, de Kubrick,. Y el cierre con “Laura va” no resulta antojadizo: escucharlo con el arco del contrabajo de Sívori sumerge en los arreglos de Guerschberg, gotas de agua de una lluvia que se impone en el arrabal tanguero.
No casualmente, entre sus preferencias, está Brad Mehldau, de quien sus eclécticas versiones de Buarque, Beatles y Bach suenan con un aire de familia en las armonías del músico porteño. Le gustan otros pianistas de jazz: Shai Maestro, Tigran Hamasyan, Jason Moran, Vijay Iyer, Sullivan Fortner. La escucha va de la música clásica, con el tridente Bach-Beethoven-Mozart hacia Bartok, Ravel, Stravinsky, Debussy. Luego vuelve a los gigantes de la improvisación: Bill Evans, Hancock, Oscar Peterson, Monk, Chick Corea. De joven le voló la cabeza The Köln Concert, la revolución solitaria de Keith Jarrett. Pero se detiene en el tango. Se asume fanático de Piazzolla y Salgán.
“Me siento un músico argentino que disfruta de distintas influencias y géneros. Digamos que soy alguien filtrado de música clásica y jazz, con fuerte arraigo con el tango, el folklore y la atmósfera porteña”, dice quien viajó por más de 40 países en el mundo, donde recuerda la excitación de haber tocado en el North Sea Jazz Festival en Holanda. “Tenía 27 años, fue allá por 2002 y me invitaron como artista de tango para tocar con músicos holandeses. Miré la grilla y todos los días había un ídolo distinto, fue enloquecedor tocar en ese escenario”.
Cada mañana se levanta y toca el piano, como cuando era niño. Escribir, arreglar y tocar: un torrente sanguíneo que no cesa. “Componer e interpretar es la misma cosa. Tocando se me ocurren ideas, voy al papel y luego al piano, es un ida y vuelta. Tocar, improvisar, componer, todo en un mismo plano. No son cosas separadas sino unidas y entrelazadas. Es algo que siento orgánicamente, y si sigo haciendo música es también para dejar un testimonio de cultura y sensibilidad, algo que siento poco valorado hoy por las nuevas generaciones”, se explaya el pianista que se formó de chico con Sarah Rousseau de Tegli, después con Santiago Giaccobe, Fernando Pérez y completó con Manolo Juárez. “Sarah fue como una abuela dulce, me llevaba a rendir a mis primeros exámenes en el conservatorio. Santiago me abrió al jazz, todo un mundo de improvisación y nuevos lenguajes. Con Fernando se priorizó el concertista, con más profundidad y un tinte profesional. Y Manolo, un personaje único, un as que enseñó a pensar la música y no sólo tocarla, con una infinidad de información artística”.
En cada disco gusta de pensar equilibrios nuevos, que convivan estilos y ritmos. “Me da intriga la manipulación. Lo que hacemos los que nos gusta improvisar, pero que a la vez necesitamos dejar un registro vivo del proceso”, y confiesa que le atraen las biografías de músicos, como las de Miles Davis y Keith Jarrett, “esa parte humana, de la vida cotidiana, y de pronto la irrupción de la genialidad creativa”. Las últimas palabras se las reserva para Escalandrum, el grupo de amigos-músicos unidos hace 26 años. “Seguimos juntos increíblemente por los proyectos tan variados y desafiantes. Somos una pequeña familia agrandada por la familia propia de cada uno. Y el respeto y el cariño son la base de estar en movimiento, nunca estancados”.