Salvo que se trate de un gran lector de literatura histórica o, por algún motivo, esté rodeado de viejos abogados, lo primero que hará el espectador de esta obra es correr a buscar su significado. Amanuenses: personas cuya rutina es escribir a mano, copiar o dejar en limpio escritos ajenos, dictando y transcribiendo en despachos, oficinas o tribunales. No se sabe con exactitud en cuál de estos espacios se encuentran los cuatro personajes que construyen esta comedia física coreografiada y dirigida por Constanza Feldman. Lo que sí se puede es situarlos en una época: algún rincón remoto del siglo veinte, un tiempo anterior al de las computadoras, las fotocopiadoras, el fax, internet.
Hoy las oficinas se ven muy distintas a las de aquel entonces, pero las dinámicas típicas del trabajo de cuello blanco no cambiaron tanto. Quien alguna vez haya sido oficinista seguramente podrá reconocer la propia rutina en varias escenas de Amanuenses: los saludos al comienzo de la jornada, mientras la oficina de va poblando; la práctica del trabajo individual y colectivo a la vez, la apertura de tuppers durante el almuerzo, el ritual del cafecito después de comer, el último golpe de concentración por la tarde, la despedida hasta el día siguiente. Cada uno de estos momentos (a grandísimos rasgos) constituye en la obra un pequeño cuadro, una escena que podría ser autoconclusiva, y de cierta forma lo es, pero encuentra su razón de ser en el hecho de ser parte de un todo. Todas están unidas a la anterior y a la siguiente no solo por su tema común, sino también por un procedimiento compartido, que la directora fue encontrando junto a su elenco –Emmanuel Palavecino, Martín Bertani y Juan Jiménez– con el correr de los ensayos. El método consistió en tomar gestos y movimientos de situaciones oficinísticas reales, quitándoles su utilidad y estilizándolos por completo hasta volverlos una copia un poco absurda de la real, a la manera de Charles Chaplin o de Buster Keaton.
La gran magia de Amanuenses radica, justamente, en la paradoja que construye este procedimiento. La obra narra la jornada de esos escribientes sin valerse de ningún texto, apoyándose exclusivamente en el lenguaje físico y en la música, a cargo del siempre increíble Pablo Viotti, experto en acompañar proyectos escénicos con sus sonidos. Pero, incluso despojada de palabras, la pieza tiene una vocación comunicativa más propia del teatro que de la danza contemporánea. “Desde que empezamos a ensayarla, me di cuenta de que me interesaba la idea de que Amanuenses estuviese hecha de situaciones reconocibles. La danza puede ser medio críptica a veces para espectadores no tan habituados a verla, y yo tenía ganas de hacer algo que a todo el mundo le pudiera resonar”, dice Constanza, que se formó tanto en escuelas de teatro como en talleres de trabajo físico, y en su recorrido artístico siempre se las ingenió para mezclar todos los códigos escénicos que fuera posible juntar en una pieza.
Cuando terminó de completar el elenco y empezó a reunirse con él para darle forma a este trabajo, no tenía mucha idea de cómo terminaría siendo su obra pero tenía dos certezas: sabía que quería estar en escena acompañando a los tres intérpretes –un bailarín, dos actores– pero no quería que su incorporación orientara la lectura de la pieza únicamente hacia la cuestión de género. ¿Era posible incluirse como una amanuense más, sin que la distinción entre los varones y esa mujer cobrara relieve? Empezó a investigar y a probar cosas con esa pregunta en la cabeza. “Durante la fase inicial de pruebas se me ocurrió llevar tacos a los ensayos, para ver qué traía eso desde lo físico. La incorporación de algún accesorio siempre te predispone de una manera particular, te hace o verte pararte distinto, empieza a traer un sentido”, explica. En algún momento, esa línea inicial se desdibujó y los zapatos de taco fueron reemplazados por una corbata. Esa pieza de tela anudada al cuello, en su sencillez y contundencia, ordenó los tantos: “Fue como si el objeto empezara a ser más inteligente que nosotros, a cobrar vida propia, y de pronto se nos volvió evidente que yo tenía que vestirme como ellos”, recuerda. Entre los espectadores, hay quienes decodifican el personaje como mujer, hay quienes se lo imaginan como un hombre trans y están quienes ni se preguntan por el género de ese o esa oficinista, sencillamente ven “uno más” en la maquinaria laboral.
Lo que genera acuerdo unánime entre todos los espectadores es la nostalgia que la obra instala, hayan vivido o no tiempos más analógicos. Amanuenses es una suerte de evocación a épocas en que las cosas parecían tener mayor espesor y una materialidad: en un momento, la obra construye una orquesta de sellos, lapiceras sobre el papel, formularios, grapadoras, roce de carpetas, carraspeo de los compañeros y mates que los bits y el teletrabajo, de a poco, fueron acallando. “Lo analógico hace ruido, los cuerpos hacen ruido, y la idea fue poner esos ruidos a jugar”, reflexiona su autora. En esa especie de obstinación por lo tangible y lo analógico, que acompaña a Constanza más allá de este opus (“a veces siento que la tecnología me cuesta un montón”), Amanuenses construye su ética y su estética, para crear cada domingo un universo que no necesariamente es mejor que el que vivimos ahora, pero sin dudas es menos frenético.
(En cuerpo menor)
Amanuenses se presenta los domingos de agosto en el Galpón de Guevara, Guevara 326. A las 20.




