Pocos rostros del cine latinoamericano son tan conocidos en todo el mundo como el del actor brasileño Rodrigo Santoro, cuya destacada carrera internacional fue objeto de un homenaje en el 53° Festival de Cinema do Gramado. Aquí recibió el tradicional Kikito de Cristal con el que este longevo encuentro de cine celebra a figuras sobresalientes. De esta forma, Santoro se suma a una lista selecta que incluye, entre otros, a los argentinos Cecilia Roth, Juan José Campanella, Soledad Villamil, Leonardo Sbaraglia y Fernando Solanas. 

Además, Santoro fue parte de la comitiva que acompañó la presentación de la película de apertura, El último azul, notable distopía social dirigida por Gabriel Mascaró, reciente ganadora del Oso de Plata en el Festival de Berlín. La película se proyectó por primera vez frente al público brasileño aquí, en la pintoresca ciudad de Gramado, en el vecino estado brasileño de Río Grande do Sul, donde la presencia de Santoro no pasó inadvertida. Su recorrido por la alfombra roja fue seguido por cientos de personas en el lugar y de a miles por la televisión. Es que el Festival de Gramado es un evento de auténtico interés nacional acá en Brasil.

El comienzo de la carrera cinematográfica de Santoro arranca en 2000 con el estreno de la ópera prima de la paulista Laís Bodanzky, Bicho de siete cabezas, que narra la historia de Neto, un adolescente al que su padre interna en una clínica psiquiátrica después de encontrarle un porro. La película se encuentra entre las diez mejores del cine brasileño del siglo XXI en una encuesta que el diario O Globo realizó entre 100 cineastas de ese país, en la que se eligieron las 50 mejores. 

Bicho de siete cabezas fue aclamada en festivales prestigiosos como los de Locarno y Biarritz. Pero si el calvario que Neto atraviesa durante el encierro conmovió a todos en Brasil, y más allá también, no solo fue por la crudeza con la que Bodanzky lo registró. Había algo especial en ese actor principiante que intrepretaba al protagonista, un chico desconocido que con una mezcla de carisma, sensibilidad y una belleza extrañamente melancólica se ganó el corazón del público.

Aunque los espectadores argentinos quizás no están acostumbrados a su nombre, seguro lo han visto más de una vez, ya sea en la pantalla del cine o en la de la tele. Desde aquel primer protagónico su crecimiento nunca se detuvo. Sus dos películas siguientes, no menos exitosas, lo afirmaron como un talento generacional en su país: Detrás del sol (Abril despedaçado, 2001), de Walter Salles, y Carandiru (2003), del argentino-brasileño Héctor Babenco. Esos trabajos le bastaron para que después vinieran tres tanques de Hollywood, como Los Angeles de Charlie 2 (2003), la popular comedia romántica Simplemente amor (Richard Curtis, 2003) y la épica 300 (Zack Snyder, 2006), en la que interpreta al malo de la película, el imponente emperador persa Jerjes. En televisión fue parte de series históricas, como Lost o Westworld

Con Arnold Schwarzenegger en El último desafío.


Santoro compartió pantalla con todo el mundo, desde Arnold Schwarzenegger hasta Jim Carrey y de Margot Robbie a Natalie Portman, además de Hugh Grant, Liam Neeson, Will Smith, Juliette Binoche, Antonio Banderas, Morgan Freeman, Nicole Kidman, John Malkovich, Dennis Quaid, Jamie Foxx y varias veces con Ewan McGregor y Cameron Diaz. En los últimos años participó de varias producciones de Netflix. De hecho, durante 2025 en esa plataforma se estrenará su última película, El hijo de mil hombres, dirigida por Daniel Rezende, nominado a un Oscar como montajista de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002). 

Al mismo tiempo, Santoro nunca dejó de trabajar en producciones brasileñas independientes, destacándose su reiterada colaboración con directores debutantes. Y hasta registra una participación notoria en el cine argentino, interpretando uno de los papeles más importantes de Leonera (2008), de Pablo Trapero, con la que de nuevo pasó por Cannes. Página/12 tuvo oportunidad de dialogar con él sobre esa experiencia y recorrer su exitosa carrera.

Santoro como Raúl Castro. 

-Trabajaste con algunos de los cineastas más importantes del cine brasileño contemporáneo y fuera de tu país con algunos de los actores más populares del mundo. ¿Qué le aporta a ese recorrido una película como El último azul?

-Lo primero es la experiencia que he tenido en el Amazonas, porque la naturaleza es un personaje más de la película. Fue una experiencia muy fuerte estar ahí, en el río, metido en un bote pequeño, en sintonía con la naturaleza. Fue una lección inolvidable. Pero además, El último azul trabaja sobre un tema muy interesante, como la relación que establecemos con el hecho de envejecer. No solo con la forma en que lidiamos con los ancianos, sino lo que significa envejecer en un mundo que te presiona para estar siempre joven. La vejez es un proceso natural y hablar de ella en ese contexto me resultó maravilloso. Tenemos que hablar de esas cosas y dejar de pensar en la belleza solo como un atributo de la juventud. Tenemos que discutir el concepto de belleza, tenemos la obligación de reinventarlo, porque la belleza está por todas partes y creo que la película intenta indagar en ese asunto.

-Tu primer protagónico fue Bicho de siete cabezas, considerada una de las 10 mejores películas brasileñas del siglo XXI. En el otro extremo, El último azul es tu trabajo más reciente y acaba de ganar el Oso de Plata. Aunque es imposible saber cómo le va a ir a las películas cuando las elegís, haber participado en tantas producciones de un nivel tan alto habla de una visión tuya muy clara en el proceso de selección. ¿Cómo decidís en qué películas vas a trabajar?

-Sobre todo busco conexión, necesito establecer un diálogo interno con la historia y el personaje que me ofrecen. Porque la cabeza es muy buena para ayudar con las elecciones, pero a veces te engaña. Naturalmente, siempre estoy analizando cuál va a ser la experiencia, porque la experiencia también es vida. Pero no elijo una película solo por el trabajo, por el resultado que me puede generar, porque, como acabás de decir, eso nunca se sabe de antemano. Así que elijo basado en la historia, en el personaje, la temática. Para mí, el artista dentro de su oficio tiene la obligación de promover pensamientos, diálogos y discusiones que resulten útiles a la sociedad. Entonces mis elecciones son una mezcla de razón, que me va a decir que un proyecto está bueno por esto y por esto, pero una gran parte tiene que ver con prestarle atención a lo que siento cuando me relaciono con el material. Y la fe que tengo en la grandeza de las historias, que sean interesantes, pero sobre todo profundas.

-¿Necesitás que tus personajes ocupen roles destacados en esas historias?

-Estoy convencido de que los personajes pequeños no existen. Mi personaje no aparece mucho tiempo en El último azul, pero creo que su presencia es importante en el desarrollo de la historia de la protagonista. Creo que el número de escenas o el tiempo que un personaje aparece en la pantalla es muy relativo. Su importancia tiene que ver con la profundidad de la experiencia que te propone. Con las películas y los personajes me pasa lo mismo que con las amistades: a veces conocés a alguien y ocurre algo. En mi carrera trato de ir por ahí, esa es mi brújula.

-Tus siguientes trabajos después de Bicho de siete cabezas son Detrás del sol y Carandiru. Todas aparecen en la encuesta de O Globo entre las 50 mejores. En ellas tus personajes son hombres muy sensibles, de vidas muy duras, atravesados por la violencia y deseosos de encontrar un lugar mejor en el mundo, un grupo en el que también podría entrar el de El último azul. ¿Qué te atrae de ese tipo de personajes?

-Los personajes más interesantes siempre me parecen los que tienen conflictos fuertes, ya sea existenciales o en sus vínculos. Eso es lo que hace que tengan muchas capas. Me encanta que tengan un arco dramático amplio, como las personas lo tenemos en la vida. Pero creo que eso de trabajar sobre cierta sensibilidad es una característica mía, propia, porque a fin de cuentas las herramientas del actor son su propio cuerpo, sus emociones, sus vivencias. Siento que soy un hombre que no tiene problemas en mostrar sus emociones, me emociono muy facilmente. Recuerdo que cuando era joven y todavía no teníamos discusiones sobre la masculinidad, cuando me emocionaba trataba de minimizarlo para que nadie creyera que yo era débil. La capacidad de llenarme de una emoción es algo que tengo por naturaleza y creo que por eso hago lo que hago. Mi oficio me da la posibilidad de poder trabajar a través de mis personajes cuestiones personales muy profundas. Yo comparto mis conflictos con mis personajes, busco entenderme un poco más a mí mismo a través de ellos y elaborar mis propios dolores a través del trabajo.

-Después de filmar esas tres películas fundamentales del cine brasileño contemporáneo, tus siguientes trabajos ya son en Hollywood, dentro de grandes producciones. ¿Cómo se explica ese salto en menos de tres años y con tan pocas películas?

-El contexto de los 2000 era muy distinto. Internet recién empezaba, el mundo no estaba del todo globalizado, ni existía eso de que te contraten porque tenés 20 millones de seguidores no sé dónde. Era otro mundo. Pero sobre todo, no se trata de tres películas cualquiera. Bicho de siete cabezas es parte del renacimiento que el cine brasileño tuvo a partir de finales de los años '90 y triunfó en festivales muy prestigiosos. Ahí empezó mi camino. Después, Detrás del sol fue a Venecia, ahí la compró Miramax para su distribución y fuimos a una premiere en Los Ángeles. Y Carandirú estuvo en Cannes. Fue mi vez primera ahí.

-Donde además te premiaron como actor revelación.

-Exacto. Entonces, es cierto que fueron solo tres películas, pero con una proyección internacional enorme que me permitió entrar en contacto con cineastas, escritores, directores de casting. Pero no fue fácil. Al principio me ofrecían papeles protagónicos que no me gustaban. De nuevo: estamos hablando de los 2000, una época en que los personajes latinos eran completamente estereotipados. Y yo no salí de Brasil diciendo: "voy a hacer una carrera en Hollywood a toda costa". No tenía el hambre de hacerme famoso y eso fue muy bueno, porque no me tiré a hacer cualquier cosa. Tenía muy claro en mi cabeza que quería seguir creciendo e investigando como artista, y hacer cosas que me desafiaran, que me estimularan. Al principio mis agentes en Estados Unidos se ponían locos, porque yo rechazaba papeles importantes. Pero les decía: "¡Es que no sé qué hacer con eso!" Me negaba a aceptar estereotipos horribles.

-En tu discurso durante la entrega del Kikito de Cristal con el que el Festival de Gramado te homenajeó por tu carrera internacional, destacaste que Bicho de siete cabezas era una película que no contaba con apoyo de nadie y de una directora debutante. Y en tu filmografía hay no menos de 10 títulos que son óperas primas o segundas películas. ¿Por qué te gusta trabajar con directores que recién empiezan?

-Me gusta la pasión de las primeras películas. Obviamente, si no sintiera esa conexión de la que hablamos antes no lo haría. Pero si conecto con el guion, la historia, la temática, entonces me comprometo. Por ejemplo, 7 prisioneros (2021), que está en Netflix, es la segunda película de Alexandre Moratto, un director brasileño-estadounidense. Recuerdo tener una cena con él cuando me presentó el proyecto. ¡Y fueron cuatro horas de cita! Ahí me dije "¡esto funciona!". Es así. Soy mucho de conversar y sentir lo que el otro quiere y propone. Y me gustan esas ganas de hacer, de poner su propia visión en juego que caracteriza a los directores nuevos. Me gusta la gente apasionada por lo que hace. Sea lo que sea.

-En la película Spiderman (Sam Raimi, 2002) hay una frase que se convirtió en un dicho muy repetido: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad." Y la popularidad ciertamente es un poder. ¿Sentís responsabilidad por ella?

-Sí, claro. La siento desde la primera película. Bicho de siete cabezas habla de la salud mental; 7 prisioneros habla de la esclavitud moderna, del trabajo esclavo; El último azul habla de la vejez. En mi trabajo siempre elijo los proyectos siendo muy conciente de los temas y las discusiones que proponen. Especialmente en el cine independiente, que es el que se compromete con esas cuestiones vinculadas a la crítica social. Porque el cine comercial está comprometido con otras cosas. Por eso nunca me alejé del cine independiente. Entre Bicho de siete cabezas y El último azul pasaron 25 años, pero las dos son totalmente independientes y utilizan recursos similares. Las dos son historias fabulosas y creo que proponen discusiones que vale la pena tener. Esa es la responsabilidad que siento.

-Una de las películas que combina tu trabajo fuera de Brasil con esa decisión de mantenerte cerca del cine independiente es Leonera, del argentino Pablo Trapero. ¿Cuál es tu vínculo con el cine argentino?

-La experiencia con Trapero fue estupenda. La primera versión del guion de Heleno (José Henrique Fonseca, 2011, basada en la vida del futbolista Heleno de Freitas, ídolo del Botafogo en la década de 1940, quien jugó para Boca Juniors durante el campeonato de 1948) estaba escrita por Fernando Castets, que también es argentino (guionista de El hijo de la novia, de Juan José Campanella, nominada al Oscar en 2002). Hace unos años trabajé con la actriz Maricel Álvarez en El traductor (Rodrigo y Sebastián Barriuso, 2018). Siempre admiré mucho al cine argentino, porque es una clase magistral de cómo es posible hacer muy buenas películas sin necesidad de una gran estructura. Películas que tienen historias, personajes y una visión muy clara de cómo contarlas. Para mí el cine argentino enseña.

-Sin embargo, el cine en Argentina está viviendo un momento muy difícil, similar o peor al que atravesó el de Brasil durante el gobierno de Jair Bolsonaro.

-Lo sé. Tengo amigos argentinos que desde hace unos años ya me contaban de las dificultades que empezaba a tener el cine en tu país. Espero que sea pasajero, como lo fue acá en Brasil, en donde después de esa situación crítica ahora estamos en un momento muy lindo. Y siempre defendiendo la idea de que el arte debe estar arriba, porque la cultura es la identidad de todo un pueblo, de todo un país, de toda una región, y eso no puede estar sujeto a las polarizaciones de la política. Creo que el arte debe ser soberano, tiene que tener libertad y espontaneidad para poder existir. Lamento la situación del cine argentino y desde acá estoy "torciendo" para que eso cambie muy pronto.