El domingo 21 de enero de 1996 pasó a la historia brasileña como la última noche del Hollywood Rock Festival (pronúnciese "joliguchi"). No solo la última noche de las tres auspiciadas por esa marca de cigarrillos, sino de su propia historia, ya que el encuentro en el estadio Pacaembú de San Pablo ya nunca volvió. No fue una mala despedida: Robert Plant y Jimmy Page, The Black Crowes, White Zombie, The Smashing Pumpkins y The Cure fueron algunos de los nombres participantes. La rareza de ese último día fue ver al siempre melancólico Robert Smith con una brillante camiseta verdeamarelha, pero los que se robaron casi todos los comentarios fueron tres tipos que tocaron aún bajo la luz solar, como suele suceder con las bandas debutantes.
Gaz Coombes, Mick Quinn y Danny Goffey arrasaron. En mayo del año anterior, Supergrass había lanzado I Should Coco, un disco que tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de (What's the Story) Morning Glory? y The Great Escape. No solo de esos discos, sino también del ruido mediático de la pelea Oasis-Blur que parecía concentrar todo lo que sucedía en una escena británica en la que sucedían muchas otras cosas.
Supergrass, por ejemplo. Una banda característica de esa bisagra hacia el fin de siglo, del post-Cobain, nueva expresión de esa histórica costumbre inglesa de prestar atención a lo que surgía del otro lado del Atlántico para devolverlo reformulado y mejorado. Pero también mirar hacia atrás y retomar la propia historia de la música de las islas, vinculando diversos hilos estilísticos, estéticos, melódicos y sonoros hasta conseguir un tejido nuevo. Como The Kinks con ese otro ruido mediático de Beatles-Stones, Supergrass hizo de tripas corazón y defendió lo suyo sin rencores. Pero con una potencia y actitud que, en aquella tarde paulista, provocó la repetida mención de otro emblema histórico brit, unos muchachos llamados The Who.
El inocente pop de "Alright"; los arranques punk de "Lose It" o "Strange Ones"; el ácido relato de un arresto policial en "Caught By the Fuzz" con la demoledora energía de Townshend, Entwistle & Moon; la feliz lisergia de "We're Not Supposed To"; el blues reventado de "Time", la pura salvajada de "I'd Like to Know", unos B-52's (aún más) anfetamínicos; el aroma adolescente de "Mansize Rooster" y el pulso casi industrial de "Lenny"... todo eso cabía en solo tres pibes con ganas de comerse el mundo. Gaz y Danny tenían 19; Quinn, el bajista con un cierto parecido a Marcelo Gallardo, un veterano de 24.
Y ahí comienza el gran interrogante: si todos esos artistas del joliguchi bajaron a Buenos Aires, ¿por qué hubo que esperar nada menos que 30 años para que el público argentino al fin pudiera pasar una noche con Supergrass? Y uno anexo: ¿acaso alguien dudaba de lo que iba a suceder en el C Art Media?
Pero aún así: el escenario de Chacarita recibió a cuatro cincuentones con las mismas ganas de comerse el mundo (el tecladista Rob Coombes se unió en 2002), y lo que hubo entonces fue una velada de disfrute y sorpresa en altas dosis. Lejos de quedar en el one hit wonder de "Alright", desde aquel debut Supergrass creció y creció a ojos del público y construyó una carrera en la que no hubo lugar para discos flojos, sí hitos como In It for the Money (1997), Supergrass (1999) o el soberbio Diamond Hoo Ha (2008), la previa de una separación que duró casi diez años. Cuando estaban listos para volver apareció la pandemia. Y la obligada pausa pareció redoblar las ganas, la energía, la decisión y el hambre de salir al escenario a recordar que el brit pop es mucho más que las peleítas tribuneras. A los cachetazos de sonido sanguíneo.
Hubo una sensación que flotó todo el tiempo en el predio de avenida Corrientes: la de estar viendo una banda de verdad. Parece poco descriptivo, todo lo que sea carne y hueso debería incluirse en el concepto, pero no hace falta dar ejemplos para entender que en el panorama actual hay artistas que parecen pura Inteligencia Artificial. Y en algunos casos no muy inteligente. Supergrass no solo tiene esas 13 canciones del debut y la generosa coda que arrancó con "Richard III" -nada menos- y cerró, claro, con "Pumping on Your Stereo". El cuarteto tiene convicción y rabia, sangre y adrenalina, en dosis tan expansivas que borraron de un guitarrazo tres décadas de espera. No es un tanque de estudio que defrauda en vivo (hola, Kaiser Chiefs), es una banda que logró replicar entre paredes acustizadas su verdad de la milanesa, lo que pasa cuando salen al ruedo. Si alguien temía una reunión cosida así nomás, el temor se disipó desde el furioso arranque de "I'd Like to Know". Y de allí en adelante, Gaz, Mick, Danny y Rob construyeron tal vendaval que resultó sencillo creerse, 30 años después, que we are young, we run green.
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