Desde Barcelona
UNO "Dime, dime, dime si he hecho alguna cosa", no dice Rodríguez sino que se lo dicen en la pantalla de su televisor mientras lo que se muestra son páginas antiguas y amarillentas rebosantes de la angulosa y perfecta caligrafía en espejo con la que escribía en sus libretas un hacedor de muchas cosas. Un hombre de mundo pero fuera de este mundo llamado Leonardo Da Vinci. Sí: Rodríguez está viendo el documental en cuatro episodios sobre ese renacentista inmortal dirigido por Ken Burns mientras afuera agosto muta a septiembre y, por suerte, comienza a anochecer más temprano; y seguro que Leonardo dedicó alguna página a la observación de esto de la luz cambiante con el paso de las estaciones como se la dedicó al análisis de los movimientos de la llama de una vela porque, claro, escribía y dibujaba junto a ella y... El documental de Burns es muy interesante (aunque un poco demasiado pulcro y Dr. Jekyll; Rodríguez prefiere los docs de Errol Morris, mucho más inestable y Mr. Hyde) y se ocupa de la vida y obra de un hombre interesante al que todo le interesaba y era más bien dado a abandonar y dejar inconclusos sus cuadros y encargos porque siempre surgía algo que le resultaba más digno de atención. La mecánica de las alas que lo ayudase a alcanzar la gloria del vuelo (se dice que solía comprar aves enjauladas para experimentar el placer para él casi orgásmico de liberarlas), el comportamiento de las aguas y de la sangre, las máquinas de guerra y el espanto de la guerra mientras iba de aquí para allá a la búsqueda de un mecenas que no le pagase por pintar vírgenes melancólicas o últimas cenas como fotografía del momento exacto en que se dice "Uno de ustedes me traicionará" o retratos mirando fuera de cuadro o fondos de selfie sonriendo a quienes no los contempla y le dan la espalda con sonrisa que parece preguntarse qué están o no están mirando.
DOS Sí: un documental sobre el más curioso de los hombres y quien gozó de mayor curiosidad en toda la historia del mundo. Hijo bastardo y, por lo tanto, "uomo senza lettere" sin derecho a la mejor educación académica y por lo tanto autodidacta y libre de todo corsé académico/clásico establecido. Alguien que postuló antes que nadie la idea de la gravedad y de que el macrocosmos celeste dependa del microcosmos del cuerpo del hombre y viceversa dictaminando: "He aquí formas, he aquí colores, he aquí el carácter de toda parte del universo concentrándose en un punto. Y ese punto es algo tan maravilloso... Estos son, de hecho, milagros. El que en un punto tan pequeño pueda representarse al universo y reorganizarlo en toda su extensión". Alguien no cercano a la santidad póstuma pero sí a algo mucho más divino y proporcionado y de vitruviana cuadratura humana: el permanente estado de gracia en vida. De ahí que, en lo de Burns, casi todos los especialistas en su figura y época y logros no hagan otra cosa que repetir los mismos conceptos desprendiéndose de las múltiples maravillas producidas por el maravilloso, insistiendo visualmente en el recurso de pantalla dividida con una mitad mostrando inspirados diseños y dibujos y la otra con sus inspiradores equivalentes naturales. Y acerca de todo eso que es nada más y nada menos que El Todo, uno de los fragmentos más revolucionarios y revolucionados en sus escritos es este: "Antes de ir más lejos, deberé hacer algunos experimentos, porque lo que pretendo es primero producir la experiencia y luego, mediante el razonamiento, demostrar por qué la experiencia se ve obligada a actuar de tal modo. Y esta debe ser la verdadera regla por la cual quienes investigan los fenómenos naturales deben proceder. Y aunque la Naturaleza comienza con la causa y culmina con la experiencia, nosotros debemos de proceder en sentido contrario. En otras palabras, comenzar con la experiencia y utilizar lo allí contemplado para comprender la causa". Otro extracto, mientras toma notas para la resolución de un por ya por entonces antiguo e irresoluto problema matemático, se interrumpe con un "Y etcétera: la sopa se enfría".
TRES Y todos quienes esbozan a Leonardo frente a la cámara de Burns coinciden en la repetición refleja y automática de la palabra genio. Y, claro, una cosa es ser genio (como Leonardo o Shakespeare o Bach o Proust) y otra muy diferente ser genial (¿Los Beatles, Sigmund Freud, Andy Warhol, Vladimir Nabokov, Stanley Kubrick, Philip K. Dick, David Lynch, Pink Floyd a la altura del ahora cincuentenario Wish You Were Here?). Y a qué especie pertenecen exactamente seres como Jobs & Zuckerberg & Bezos y Musk (y mejor ni asomarse a la condición de genioide). Así, es más fácil adjudicar la etiqueta de genial a todo lo que se ponga a tiro y blanco (Rodríguez la ha visto aplicada hasta al Código Dan Brown) y salir corriendo.
Y de la indiscriminación del asunto se ocupa The Genius Myth: A Curious History of a Dangerous Idea de Helen Lewis. Ensayo que razona sobre la consistente inconsistencia de la categoría en cuestión y que compara a los complejos y funcionales baños diseñados de Bernini con la sofisticación intelectual del urinario de Duchamp y se pregunta quién/cuál es más genial. Y se responde que la percepción y calificación del genio está ligada a las normas del período en el que este se manifiesta. Es decir: el que alguien sea un genio depende de que su tiempo lo entienda como tal y, si no, si hay suerte, tal vez le quede el premio consuelo del reconocimiento póstumo (de ahí la abundancia de genios desconocidos en su tiempo y reconocidos demasiado tarde para ellos). Y Lewis enumera también convencimientos no tan geniales en lo que hace a la percepción de la condición: Francis Galton --primo de Darwin-- aseguró que era algo privativo de familias acomodadas y europeas y nepotistas y que se transmitía a través de las mujeres pero no se manifestaba en ellas (Lewis dedica largo tramo a la idea sexista del genio ideal) y que no era de sabios confiar en la idea de la inspiración porque era algo cercano a "esas voces que sólo oyen los dementes". Lewis también se detiene en la fascinación por el genio depresivo-suicida (David Foster Wallace) y por aquel que (ahí está ese momento en que Watson se ve obligado a explicarle a Sherlock Holmes el que la Tierra gira alrededor del sol y que este le manda a callar con un "no necesito esa información inútil ocupando espacio en mi mente") se convierte en una especie de genial secretario que se ocupa de cuestiones mundanas y evite distracciones. Y Lewis concluye que nuestra veneración por el genio parte de una suerte de concepción casi mítica de la idea de aquel quien llega para cambiarlo todo: una defensa y glorificación del Homo-Más-Sapiens-Que-Ningún-Otro. De ahí que Lewis recomiende la celebración de puntuales y encadenados "actos de genio" en individuos que no tienen que ser necesaria y obligatoriamente singulares e irrepetibles genios full-time.
Lo que lleva de nuevo a Rodríguez a la excepción que hace la regla. A Leonardo. Ese que escribió que "No nos faltan maneras de pasar nuestros miserables días. Aun así no deseamos gastarlos en vano, sin recibir halagos o sin dejar nuestro recuerdo en la memoria de los mortales... Dime, dime...".
Dime que es ese olor tan raro, se dice entonces Rodríguez. Y descubre que la sopa no se le enfrió sino que se le quemó.
¡Eureka!