En el país con las tasas más altas de vivienda unipersonal y fertilización in vitro, Karin Dreijer se casó, y a los 28 años, quedó embarazada. Justo cuando The Knife, el dúo electropop que tenía con su hermano seis años menor, empezaba a crecer. La única mención al asunto fue “She’s Having A Baby”, el lullaby apenas hosco del segundo disco, Deep Cuts (2003): “Así que vas a tener un bebé, ¿por qué nadie me dijo?”, canta Olof, el futuro tío. En aquel tiempo, los hermanos se mantenían todo lo posible en el anonimato: evitaban las entrevistas y no tocaban en vivo. Rechazaban la idea de expresión “orgánica e improvisada”, y criticaban la fijación de la industria en las personas antes que la música. Aunque se autoeditaban, también habían llegado a detectar la desproporción de género en el ambiente, y cuando les dieron el Grammy sueco por ese álbum, lo recibieron dos amigas con máscaras de gorilas y remeras con el número 50.

Karin se embarazó otra vez en 2005, mientras hacían el tercer disco. Aburridos de trabajar con softwares, se desafiaron a usar equipamiento analógico, y aumentaron el tratamiento de las voces. Pero a Silent Shout (2006) le armaron una puesta en escena. Es el disco entre el culto y el mainstream, el que promocionaron con los antifaces de picos, sus fotos más conocidas (los hicieron con papel maché: les gustaba que fueran prácticos y nada cool). Es el primer disco que giraron, también. Con asistencia de un director creativo, armaron un show con doble pantalla, adelante y atrás de ellos, que igualmente salían disfrazados. Seguidores de Judith Butler y la idea de que todos los cuerpos son performances, para ambos era más natural así que de otro modo. A los seis premios que les dieron en 2007 los agradecieron por video con las caras y voces distorsionadas. 

Por un tiempo no se supo más de The Knife. Olof se mudó a Berlín y avanzó en sus estudios de género y flauta. Karin se quedó en Gotemburgo criando a las dos niñas con el esposo programador informático. Trabajó en música personal y en la banda sonora de Dirty Diaries, una serie de cortos porno feministas. A comienzos de 2009, lanzó un álbum como Fever Ray. Dice ella que fue lo que sintió -un haz de fiebre- al tocar las ondas sonoras de lo que había hecho. Un año de discos adorados en el indie -Merriweather Post Pavilion, Logos, el debut de xx-, Fever Ray fue un hito internacional. Con su comienzo inolvidable de acordes penumbrosos (la apertura de Vikingos), la entrada de la voz grave y lejana, que amenaza, como si se estuviera hundiendo en las tinieblas: “Esto no se termina porque quiero más”. 

A su manera, fue una obra maternal. Lo que no es decir feliz de femineidad consumada. De hecho, en un tema llamado “When I Grow Up” (“Cuando sea grande”), la criatura que canta fantasea con vivir en el bosque o al lado del mar, sola, pareciera. Es un disco cohesivo como película, un viaje por una vida íntima, que hacia afuera se representó con personajes harapientos de aspecto tenebroso, como la chica que camina por el trampolín o las señoras que parecen brujas de los videos. “Son los personajes de las emociones; caben muchas en un cuerpo”, dice ella. La música tiene un ritmo flotante, que atrapa en su humor oscuro, con momentos de alegría sencilla, al recordar a un amigo, por ejemplo. La sensación general es de claustrofobia cotidiana. Bastante explícita en “Concrete Walls”, donde describe el cuerpo tibio del bebé con la voz reverberada al máximo: “Los ojos abiertos, la boca llora. No duermo desde el verano”. Más poética cuando pide las calles liberadas por la mañana, desde el punto de vista de un animal salvaje. Y otra vez avisa que no está acabada (“I’m Not Done”) antes del cierre con el relato de una visita perturbadora: “Volvió un día y me contó historias con las que ahora sueño”. 

En 2010 volvió Olof de Berlín. Trabajaron en una ópera basada en El origen de las especies para un grupo performático danés, y empezaron a componer otro disco de The Knife. Pero esa vez, cuentan en la web, se aburrían: sentían que estaban yendo a una oficina todos los días. Hacer buena música no les resultaba más un propósito suficiente; tenían que dejar de pensar en el producto y enfocarse en el proceso, dicen. Shaking The Habitual (2013), entonces, fue literal: cambiaron el método para llevar a la práctica los ideales políticos. Construyeron instrumentos acústicos, zaparon y giraron con ellos, después los subastaron a beneficio de una organización para refugiados de Suecia. Grabaron canciones infinitas, con mucha más dosis de ambient y ruidismo que los discos anteriores, pero a los shows los transformaron en musicales con coreografía. Armaron un equipo donde fueron una ameba, dicen: todos hacían todo; y la crew técnica era completamente femenina. Al final del tour anunciaron el fin The Knife. Olof está trabajando con Hiya wal Âalam, un ensamble de músicos de Túnez y Palestina; Karin hace todo este tiempo que se divorció. 

A los 42 años, regresó como Fever Ray con Plunge, una palabra hermosa que indica algún tipo de arrojamiento. Algo que de alguna manera anunció en la primera imagen del disco anterior: “Los pies colgando desde una ventana, ¿alguna vez alcanzarán el suelo?”. Si ese álbum retrata el encierro familiar, Plunge es la decisión de abandonarlo. La portada de fondo celeste es un primer plano de ella (nunca se la vio tan clara) con el pelo corto amarillo, los ojos rojos y las letras escritas en la cara en rojo sangre, como si fueran estigmas. En Pitchfork habló junto al director creativo sobre las inspiraciones visuales (material de Internet, básicamente: la más graciosa es un ranking de Buzzfeed de gente creativa para ser holgazana). Dijo él que la música le sugirió un fluorescente agresivo: “La sensación de que puede pasar cualquier cosa”. Es cierto, porque las canciones son multifacéticas y ciclotímicas; crean capas de información escucha tras escucha, hasta dejar encapsulado en un mundo metálico, por momentos parque de diversiones, por otros vacío blanco, que hace sentir el desamparo de la libertad.

En el relato lo concreto es el arrojo al sexo. Con chicas, claro. “Una sanación queer”, dice en “Falling”. Lo plantea con suavidad al principio: “Mi curiosidad encontró una cavidad”, y se vuelve completamente directa al tiempo que descubre, otra vez, la opresión: “This country makes it hard to fuck” (“Este país hace que coger sea difícil”). Ya presentó unas criaturas para visualizar la nueva energía: la de cara resquebrajada recepcionista del más allá (es helado), y una más simpática, calva con trenza y piel de látex, que despierta de un sueño en la asombrosa “To The Moon And Back”. “¿Se acuerdan de mí? Estuve trabajando como loca”, saluda y se echa a andar por un lugar con iluminación fluo. La recibe una dominatriz y se la lleva gateando a una reunión de té de damas disfrazadas. Ella, atrapada en una picota redonda dispuesta en forma horizontal, es la mesa. Y abre la boca contenta cuando le hacen pis en la cara, como un nene chiquito bajo el chorro de una manguera.