La religión, la literatura y sus grandes relatos, motores que encienden la usina de la reflexión. Una filosofía que lo interroga todo y la vocación de enseñar para transformar. La divulgación, un proceso que oxigena las relaciones entre el saber y el poder. Una circulación de doble vía que cuestiona la idea de público-recipiente y rechaza la educación restringida. Diversos modos de conocer que interrogan a la ciencia, sus acciones de autovalidación y su castillo incorruptible. La filosofía, un ejercicio emancipador para abrir las venas de la academia. Sobre todo esto se expresa Darío Sztajnszrajber, un auténtico todoterreno. Recibido como licenciado en Filosofía (UBA), llevó la docencia a todos los niveles educativos y dictó cursos desde la escuela primaria hasta el posgrado. Su capacidad divulgativa tampoco conoce barreras y es tan maleable que se adapta a todos los ecosistemas habidos y por haber. Publicó el libro ¿Para qué sirve la filosofía? (2013) y editó otros tantos, conduce programas de TV como Mentira la verdad (Canal Encuentro), es columnista en Metro y Medio (Radio Metro) y también trepa los escenarios porteños con su obra Desencajados: filosofía+música (ND Teatro). 

La Biblia, Cortázar y el despertar de una vocación

–De muy pequeño se interesaba por las problemáticas existenciales. ¿De qué manera estudiar en un colegio religioso estimuló su curiosidad al respecto?

–En mi biografía personal, la educación religiosa que tuve en la primaria fue clave. La religión tradicional, más allá de sus dogmas, instala un espacio de reflexión sobre el sentido y permite asumir las problemáticas existenciales como propias de la vida. Desde muy pequeño, me sentí inmerso en un lenguaje en que las palabras “origen”, “Dios”, “creación” y “muerte” eran cotidianas.

–En este sentido, ¿qué rol ocupó la lectura de la Biblia?

–Pienso que la lectura y la comprensión de la Biblia me produjo cierta erotización con los escritos. Sin embargo, desde el comienzo, no me interesó tanto la verdad de los textos sino el usufructo por parte de los administradores de la religión para generar sus propias normativas. Es decir, tenía más inconvenientes con los rabinos que con la palabra escrita. En la actualidad, aunque mi racionalidad me permite afirmar que la verdad no existe, confío en un aspecto existencial que no puede dejar de buscarla.

–Así como la religión y sus temas existenciales, la literatura le sirvió de puente para conectar con la filosofía. De adolescente leía a Julio Cortázar.

–Sí, claro. No tuve un acceso directo a la filosofía sino que ingresé por diversos caminos como la religión, la música y, por supuesto, la literatura. En ese despertar típico de un adolescente en época de restauración democrática, Cortázar fue quien me acercó a los asuntos filosóficos. En esta línea, el primer texto que leí fue “Humano, demasiado humano” de (Friedrich) Nietzsche, gracias a una bibliotecaria que funcionó como mediadora.

–Tan conmovido que ingresó en la carrera de Filosofía en la UBA. Pronto, descubrió su vocación como docente… 

–Por supuesto. Mi primera vocación fue la docencia. Incluso, hoy en día, me siento más docente que filósofo. La docencia marca un dispositivo de transferencia con los estudiantes que excede al contenido. Podría dar clases de historia o de literatura, no así de matemáticas. Desde muy joven me atraía la idea de explicarles algún concepto a mis compañeros para un examen. Siempre me sentí muy cómodo con la posibilidad de desplegar una idea y explicarla. 

–¿Cómo fue su primer día de clases?

–Entré a la carrera y enseguida me convocaron de la cátedra de Pensamiento Científico en el CBC. Me fascinaba la posibilidad de comprender y explicar teoremas. El primer día significó una experiencia crucial porque me permitió advertir que podía conectar con los estudiantes que intentaban entender razonamientos lógicos. Recuerdo que recurría a ejemplos disparatados y logré comprender que no importaba tanto el qué se explica, sino el cómo se explica.

–¿Piensa que habría que rever los procesos de formación docente?

–Entiendo que el punto nodal de cualquier transformación educativa estructural pasa por la formación de formadores. Y además creo que los docentes son muy ávidos y abiertos a este tipo de cambios que invitan a la reinvención permanente. Para eso habría que comenzar por abandonar ciertas categorías como “formación”, porque “formar” supone que el docente tiene la propiedad de un saber, una “forma” frente a un alumno considerado “deforme”. Se desposee a los estudiantes de clase, memoria e historia.

La filosofía, un invento griego, hoy más cotidiano y popular

–¿Se puede vivir sin filosofía?

–Contesto desde el propio vicio filosófico. Primero habría que definir qué es “vivir”. Entiendo que la vida es uno de los conceptos más difíciles para la filosofía, pues, si bien se han tratado cuestiones como “el ser” y “el existir”, no ocurre de igual manera con “la vida”. De modo que, ¿se puede vivir sin filosofía? En tanto cuerpos orgánicos biológicos, diría que sí. La filosofía no existió siempre y, al menos del modo en la caracterizamos, es un hecho de Occidente. Un fenómeno griego.

–Y entonces, ¿cuál sería su aporte?

–La filosofía complejiza aquel concepto instituido asociado al buen vivir. Es decir, entra en tensión con las formas normalizadas con las que concebimos “la buena vida”. Por ello, en general, el pensamiento filosófico se soslaya, se domestica y se lo vincula con lo lúdico. Negar la filosofía equivale a otorgarle entidad como un lenguaje enemigo que, potencialmente, podría problematizar la comprensión de la realidad. En verdad, se puede vivir sin todo. Podríamos ser plantas, por ejemplo, y seríamos más felices.

–Usted plantea que es muy difícil ser felices cuando se practica la filosofía. ¿A qué se refiere?

–Si se toma la idea de felicidad que aparece en las publicidades, la filosofía no nos hace felices. En contraposición, con sus regodeos permanentes, escapa a ese ideal farmacológico de la felicidad que se define a partir de la inexistencia de problemas. Por mi parte, encuentro en las angustias existenciales algo que me hace feliz, un argumento que me reconcilia con el interrogante por el sentido.

–Desde aquí, ¿cómo vive un filósofo como usted una vida como la de hoy? 

–En la actualidad, estoy tomado por las lecturas de (Jacques) Derridá. Hoy ser de izquierda es ser deconstruccionista, frente a diferentes ordenamientos normalizantes de un sistema de instituciones en beneficio de algunos y la exclusión de otros. Entonces, como docente, filósofo y divulgador, lo que me place es la idea de deconstrucción asociada al proceso de desnaturalización. En la actualidad, como nunca antes, se visualiza de una manera muy clara la alianza entre el saber y el poder. Mi tarea es socavar esa alianza a partir de su exhibición, y su cuestionamiento. Para los que no creemos en la verdad, todo puede ser de otra manera.

–Si los temas por los que se preocupa el ser humano son recursivos, ¿de qué manera una contribución al campo filosófico puede ser original?

–Creo que hay una sobreevaluación del ser humano que somos. Los temas se repiten hace unos 3 o 4 mil años, lapso que para una estructura temporal más amplia de lo viviente es nada. Estoy convencido de que en un futuro cercano, a partir de los avances tecnológicos, se acabará la muerte. Entonces, dejaremos de morir y, en efecto, ya no seremos humanos. Pasaremos a otro estadio y los problemas que en la actualidad se asocian al género se difuminarán. Por otro lado, encontré un punto muy interesante en esa protodialéctica de (Charles) Baudelaire, cuando explica la modernidad y desarrolla esa búsqueda de lo eterno en lo contingente. Desde aquí, la muerte y el amor atraviesan la condición humana, pero nunca son idénticos a sí mismos, porque los condicionamientos materiales modifican de raíz el modo en que nos relacionamos.

–¿Un ejemplo?

–Un ejemplo es Dios. Hace 3 mil años, las metáforas judeo-cristianas lo asociaban con la luz porque no había electricidad y la noche era motivo de miedos. Entonces, en la actualidad, ¿tiene sentido pensar a Dios como luz, cuando la noche ya no existe? Probablemente no. Se puede ser original si comprendemos la originalidad como una relectura permanente de nuestras proveniencias en relación al acaecimiento, siempre inédito, de lo imprevisible. No pienso que algo pueda ser radicalmente nuevo, pero tampoco creo que siempre repitamos lo mismo. 

La divulgación, entre el saber y el poder

–Antes señalaba que la relación entre el  saber y el poder nunca había estado tan cristalizada como sucede en la actualidad. En esta línea, ¿por qué cree que es importante promover la democratización del acceso al conocimiento?

–Porque creo que en esa alianza entre el saber y el poder, la divulgación se transforma en política. Y, en este sentido, en los últimos años, hubo un intento muy directo de hacer de la divulgación un asunto político, a través de distintos proyectos cuyo objetivo era ampliar la apropiación del saber por parte de sectores anteriormente excluidos. La divulgación está ligada a la popularización del conocimiento, que lejos está de infantilizar los contenidos. 

–¿Cómo definiría la relación entre la academia y la divulgación?

–Pienso que se puede explicar a partir de su relación de poder histórica. La academia siempre monopolizó un acceso privilegiado, al tiempo que denostó otros modos de acceso y circulación. No es lo mismo contar con un curso durante un año y ejercer la docencia, que tener una columna de radio para un público masivo. Sin embargo, para la academia es todo lo mismo. Más bien, todo lo que no se relaciona con el desa- rrollo académico es bastardismo.

–¿Cuál es su vínculo con la academia?

–Todo lo que hago de divulgación se nutre de la academia. No podría completar el trabajo divulgativo sin esa retroalimentación con investigaciones académicas que, muchas veces, facilitan y ayudan a procesar los conceptos.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo, el tiempo. Hay un investigador argentino llamado (Angel) Garrido Maturano que ha realizado un trabajo de análisis clave que contempla nueve concepciones del tiempo de Kant a Heidegger. De modo que la investigación es ordenadora. No hace falta generar competencias para definir qué ámbito de producción de conocimiento prevalece. La academia reacciona frente a la actividad divulgativa porque siente que pierde espacio. Uno puede hacer de la divulgación algo soez, mercantil y funcional al poder, del mismo modo que se puede hacer todo lo contrario. En simultáneo, los académicos pueden ser burócratas y banalizadores del conocimiento al llenar planillas de informes para recibir los próximos subsidios. No hay mayor banalidad en uno u otro.

–¿Es lo mismo hacer filosofía que contar la filosofía? En la ciencia, esta división es casi infranqueable…

–No, no es lo mismo. Uno puede ser docente de matemáticas y hacer filosofía, del mismo modo que se puede ser docente de filosofía y no promover en el aula un hecho filosófico. En el colegio secundario, en un tiempo tan tecnológico como el actual, no tiene sentido dar clases de filosofía desde el contenido.

–Usted señala que el pensamiento científico es hegemónico. ¿Qué hay de los saberes que se quedan a orillas de la ciencia?

–El ser humano es un plexo de fragmentos muy diversos en pugna. El conocimiento científico se autovalida de una manera excelsa. El pensamiento científico es hegemónico y se desmarca de todas aquellas búsquedas ligadas a lo corporal, a lo espiritual, a la experiencia artística que pueden también dotar sentido. Si hay luz, también habrá sombra.

–Desde aquí, ¿cómo son los vínculos entre el campo científico y la filosofía?

–Pienso que hay de todo. La filosofía se ubica entre la ciencia y el arte. Habrá corrientes muy asociadas a la ciencia que conciben a la filosofía como la fundamentación de todo conocimiento científico y existen posiciones filosóficas que reniegan de la cuestión científica y vinculan a la filosofía más con aspectos literarios. Entonces la filosofía es ni ciencia ni arte. A mi juicio, una oscilación muy productiva. 

–Por último, en la actualidad ¿cómo cree que se divulga en Argentina?

–Lo que sucedió en Argentina en el último Gobierno fue haber hecho por primera vez de la divulgación una política pública concreta. Esto, sin dudas, marca una diferencia. En los 90, la divulgación era un género bastardo y muy mal visto. La politización de la divulgación supone un paso muy importante, en la medida en que recuperó su cotidianización. En definitiva, su potencia transformadora para las experiencias de vida.

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