Se escucha expresar, sobre todo a políticos opositores (¿?), que no desean el final de este gobierno, sino que esperan que él cumpla los cuatro años previstos por nuestra Constitución para el PEN, pero desean, en cambio, que cambie la línea política que, a todas luces, él persigue, línea que se ha resumido en lenguaje cotidiano: gobierno de los ricos y para los ricos; algo más elevado idiomáticamente y, quizás también, más próximo a la realidad, gobierno de dueños y gerentes para sus empresas, de empresarios para aquello que ellos mismos representan (entre paréntesis: con empresas nunca competitivas sin ayuda gubernamental), de clase para su propia clase o los que aspiran a ingresar en ella. Por su parte, el gobierno tilda de golpistas a los opositores que con enjundia se oponen a esa clara línea de gobierno: expresa que, en verdad, esos opositores desean que los gobernantes actuales cesen antes del tiempo previsto y hasta logran que los jueces los encarcelen o pidan su destitución de cargos legislativos. Todas esas expresiones, a más de ridículas, encierran un contrasentido que yo no puedo avalar.

Es correcto definir al gobierno y a su representantes máximos, el presidente de la Nación y sus ministros, de aquella manera, porque está a la vista, por el costado de observación que se desee -las propias declaraciones de los funcionarios, sus acciones de gobierno, sus omisiones como tales-, que, incluso sus fracasos, provienen de esa idea política sobre la existencia de la organización social, nunca negada y siempre afirmada por ellos hasta extremos difíciles de imaginar con anticipación. A tal punto ello es así, que incluso la llamada “oposición” se confunde -no entro a juzgar si voluntaria o ardidosamente- tras promesas incumplibles e incumplidas, mentiras evidentes y suicidios anticipados, y, sintéticamente, apuesta a la confirmación de la llamada –de modo sintético– “gobernabilidad”, que, en más o en menos, quiere decir: no me gusta lo que hacen o expresan, pero debo asegurar que gobiernen –ello quiere decir: que impongan sus ideas– los más votados, aun cuando sólo sea la primera minoría y no alcancen la mayoría, porque vida democrática se define por el gobierno de quienes alcanzan el triunfo en los comicios gubernamentales.

¡No es así! Para muestra un botón. Los sistemas parlamentarios, el cenit de la Europa democrática, más allá de yerros y fracasos -que también son posibles en esos sistemas- permiten afirmar que, cuando una idea política no garantiza por anticipado la mayoría -por sí misma o por alianza con otro grupo para gobernar en conjunto- debe, de alguna manera, prescindir de formar gobierno. Algo similar nos pasó a nosotros tras la renuncia de Fernando de la Rúa, hasta la corrección insólita que provocó la asunción de Néstor Kirchner. Democracia, en sentido político, no es el gobierno del más votado en comicios libres, sino, antes bien, el gobierno de la mayoría, por ello, el gobierno del pueblo. Existen además, mecanismos constitucionales que prevén, por referendum, incluso revocatorio, la expulsión de un gobernante por anticipado.

Pero no sólo ello es democracia, hasta ahora inclinada a ser definida en sentido puramente económico. Existe también en sentido cultural, quizás con mayor presencia aún, un universo al cual pertenece la ciencia jurídica, pero que también abarca múltiples regiones, como la literatura, el teatro y la cinematografía, la sociología y la misma psicología, la filosofía, el periodismo, la educación y los derechos humanos, y en todas estas regiones fracasa nuestro actual gobierno, si de ideas mayoritarias se trata, casi diría, si de ideas o acciones positivas se trata. En este sentido, sus representantes personales parecen poco informados y casi nada interesados en estos temas de la vida humana, despreciándolos como tales y como ocupaciones del gobierno. Para muestra, otro botón: los derechos humanos de cualquier índole son, por definición de nuestro presidente, un “curro” (vulgarismo traducible como defraudación cultural genérica); no tienen importancia los órganos internacionales de defensa de esos derechos ni sus decisiones, incumplidas por nuestro gobierno y por la misma Corte Suprema y tribunales “inferiores” y vituperadas por innumerables funcionarios públicos; la vida y la integridad física están colocadas por debajo del orden público para las fuerzas policiales, militarizadas al extremo, cualquiera que sea su nombre, la protesta social es inviable porque se traduce en ingobernabilidad y golpismo.

Francamente, sin hipocresía, no estoy de acuerdo con la aclaración de políticos opositores denunciada desde un comienzo. Quiero que este gobierno cese, porque sé qué es lo que persigue, creo saber a dónde nos va a llevar, sobre todo culturalmente, y temo también la consecuencia económica. Lo único que me separa de la palabra golpista es que yo no tengo poder alguno que me respalde, ni militar, ni político, ni económico. Más aún, estimo que varias de las acciones emprendidas por este gobierno merecen el juicio político, ya de quien lo preside, ya de quienes lo acompañan, y votaría favorablemente a él si fuera parlamentario y debiera juzgar sobre su procedencia. Me tocó presidir un juicio político a un jefe de gobierno que fue destituido por mucho menos de aquello que hoy es imputable a nuestros gobernantes nacionales y, precisamente, gracias a la promoción e impulso de los gobernantes actuales. ¿O estos mecanismos institucionales sólo sirven y son democráticos si se los usa al revés, por la derecha y hacia la izquierda?

* Profesor Emérito UBA.